Por Carmen G.
Atravesábamos la puerta de
alambre y madera pegada al poyete, dos escalones más arriba que el patio y
allí, justo allí, comenzaba el “fondo” de mi casa.
Parras pródigas en sombra y uvas.
La chinche, la moscatel… Una vereda de ladrillos hacia la izquierda bordeaba el
baño y la cocina. A la derecha, en línea recta hacia la pared del vecino, otra
veredita, paralela al poyete, te llevaba a la frescura de la pileta donde se
lavaba la ropa.
Para esa época, merodeando los
años 50, se conmemoraba el “Centenario de la muerte del Gral. Don José de San
Martín” y creo que en Rosario se había realizado un “Congreso Eucarístico” y la
mayoría de las casas lucían en sus puertas, como una escarapela, una insignia
que los distinguía como participantes de ese evento y como católicos. Esto
afuera. Adentro, en mi casa, también ocurrían cosas que produjeron cambios en
nuestras vidas.
Uno de mis tíos, hermano de mamá,
Juan Manuel, contrajo tuberculosis. A tal punto fue grave su enfermedad que,
por un lapso de dos años, más o menos, estuvo internado en el Hospital de
Cosquín, en Córdoba. Mi tía Magdalena, su mujer, consiguió un trabajo por
intermedio de Eva Perón, “Evita” en mi casa, y esa actividad no le permitía
hacerse cargo de sus hijos como debía. Por lo tanto, “los chicos”, como les
decíamos, fueron traídos a casa por mi abuela. Para entonces, ya vivía con
nosotros mi tío Miguel con su familia, que había sido exiliado de la casa de su
suegra por su carácter intempestivo y, por supuesto, recibido en casa por la
Yta, su madre, actitud ésta que nos costó caro; pero por ahora es harina de
otro costal.
Yo, la única niña y la más
pequeña de los cuatro primos. Un año más arriba Miguelito, uno más arriba de él,
“el Chiche” (José Antonio); y, casi dos más arriba de éste, “el Cachi” (Juan
Carlos). “¡Qué cuarteto!”, diría mi abuela.
La calle no existía. Solo para ir
a la escuela. A la vuelta, para nosotros, todo sucedía en el fondo. Cuando
trasponías los dos escalones era como entrar en la galera de un mago. Miraba al
oeste y, pasando los gallineros y el horno de barro, el fondo no tenía límites.
En mis oídos aún resuenan
nuestras voces, nuestros gritos, nuestros susurros cómplices. El tintinear de
la rueda de metal con que mis primos jugaban competencias llevándola con un
alambre, con una especie de horquilla en la punta para sostenerla y permitirle
rodar y que a mí no me prestaban jamás; pero que, a pesar de los coscorrones
que yo sabía que coronarían mi travesura, se las robaba y la escondía.
¡No había mentirosa más grande
que yo! Ahora, creo que era pura imaginación y fantasía. Pero ellos, mis
primos, se creían todas mis historias, como por ejemplo la de contarles que
esperaba la noche bien entrada para fugarme de la habitación, entrar al fondo, todo
a oscuras y, ayudada por las leñas que mi abuelo apilaba contra el tapial
lindante a un terreno baldío, donde solo había un gran galpón abandonado hacía
ya mucho tiempo, treparme a ellas y saltar al otro lado, para luego,
sigilosamente, entrar al galpón y salir corriendo espantada al enfrentarme con
los fantasmas y los espíritus que allí habitaban. ¡A veces hasta yo me creía
mis historias!
La casita de leñas, las tortitas
hechas con masa, que la Yta nos daba y que nosotros “mejorábamos” con los
huevos que robábamos del gallinero y cocinábamos en latitas, entre las cenizas
calentitas que se juntaban en el fogón.
¡Ah! Y la “gata clueca”; pero eso
me lo reservo para la próxima historia.
Qué magnífico relato Carmen!!!!!! Cuánta ternura!
ResponderEliminarElena Risso
Como puedes de ese mundo tan pequeño narrar tantas historias? No cabe duda que era tu propio universo.
ResponderEliminarMe encantó. Gracias por compartirlo.
Inagotable la imaginación de los chicos. Y de las nenas, ni hablar. Hermoso relato. Felicitaciones.
ResponderEliminarGracias a todos son muy generosos! CARMEN G.
ResponderEliminarMe encantó tu historia y entiendo perfectamente ese mundo que nos creamos de niños porque mis fantasías no tenían límites.
ResponderEliminarGracias por compartirlo.
Hoy domingo a la mañana me dedico a leer relatos y me encuentro con el tuyo. Me trajo tantos recuerdos de mi niñez en la casa de mi abuela Rosa. Nosotros eramos varios primos y también, en otro lugar cocinábamos huevos de pajaritos y freíamos granos de sorgo o maíz. Que distinta a la niñez de nuestros nietos. A veces van al pueblo y no pueden entender la infancia y el hoy de los niños de su edad que andan libremente por las calles
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