lunes, 16 de junio de 2014

La plaza

Por Ana Inés Otaegui

Mientras escucho a Vicentico, me pongo a escribir, buscando ese momento, tan preciado y tan pequeño.
Ubicada en uno de los lugares más lindos de Rosario, abrazada por las calles Laprida, Pasaje Storni, Buenos Aires y Avenida Pellegrini. Un espacio bellísimo, con árboles añosos, que aún se mantienen de pie; algunos ayudados por esos tirantes y orquetas en los que cuidadosamente, apoyan sus pesadas ramas.
Testigos de tantas generaciones…
Mi mamá solía ir con sus amigas, por las tardes, a dar una vuelta; a su vez, mi abuela también lo hacía.
Cuando era pequeña, junto con mis hermanos, mis padres nos llevaban a la calesita ¡Qué hermosa! Llena de colores, caballitos de madera, chanchitos con su colita en forma de “e”, autitos rojos y amarillos. Las finas y firmes varillas doradas nos permitían sostenernos, para esperar ese gran momento: la sortija. ¡Qué emoción cuando el calesitero, hombre bajito, de bigote cortito nos decía con una voz monótona: “La entrada nena, la entrada nene”! Y nada más. Daba la orden y el carrusel comenzaba a girar, escuchando una música desafinada y a veces borrosa; pero para nosotros bellísima. Estábamos todos atentos, esperando ese momento, tratando de sacar la sortija, que ese hombrecito diminuto hacía danzar por el aire, dibujando rápidas siluetas. Todos los chicos estirábamos el brazo, lo más que se podíamos, para alcanzarla. Todos queríamos el premio, tan ansiado ¿cuál era?: Una vuelta gratis y eso nos provocaba una gran felicidad. Una vuelta gratis.
Y, allí, bajo la magnolia o a veces bajo ese enorme pino, sentado en un banquito pequeño de madera, se encontraba “el manicero”, con su cajoncito caliente, como si fuera un horno portátil, donde ofrecía manices; si ya sé que se dice maníes, pero todos los llamábamos manices. Sonaba lindo. Calentitos, con sus cáscaras rugosas, prolijamente acomodados en cucuruchos de papel de diario. Creo que se llamaba don Pedro. El aroma tostado, anunciaba su llegada. “A la cola”, decía amablemente y allí estábamos, todos ordenaditos esperando nuestro turno.
Ya en la adolescencia, la plaza nos acompañó en esa nueva etapa de la vida. Con nuestros amigos, tomando ricos helados de “La Uruguaya”, jugando a verdad y consecuencia, alrededor de la fuente. Fuente, que en ese entonces, no tenía agua, solo unas tibias luces a los costados. Los faroles se encendían y ya era hora de marcharnos.

Espero que, cuando tenga nietos, pueda llevarlos; porque, allí, está esperándome mi querida Plaza López.

4 comentarios:

  1. Una plaza que sigue allí contándonos historias de tantas décadas, sueños y amores...
    Hermoso relato.

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  2. Hermoso relato, me gustaría tanto que se pudiera seguir disfrutando de las plazas con esa inocencia y realmente como lugar de recreo y descanso para niños y adultos...

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  3. ¡Qué lindo relato! Yo me crié frente a una plaza y la disfruté muchísimo. Es una pena que ya no sean lo que fueron.

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  4. Me encanto tu relato. En la plaza de mi pueblo todavia siguen los niños jugando y las mamas tomando mate.toma una cámara, sácale fotos a tu plaza y subilas. Es muy linda.

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