Por Ana Inés Otaegui
Mientras escucho a Vicentico, me pongo a escribir,
buscando ese momento, tan preciado y tan pequeño.
Ubicada en uno de los lugares más lindos de Rosario,
abrazada por las calles Laprida, Pasaje Storni, Buenos Aires y Avenida
Pellegrini. Un espacio bellísimo, con árboles añosos, que aún se mantienen de pie;
algunos ayudados por esos tirantes y orquetas en los que cuidadosamente, apoyan
sus pesadas ramas.
Testigos de tantas generaciones…
Mi mamá solía ir con sus amigas, por las tardes, a dar
una vuelta; a su vez, mi abuela también lo hacía.
Cuando era pequeña, junto con mis hermanos, mis padres
nos llevaban a la calesita ¡Qué hermosa! Llena de colores, caballitos de
madera, chanchitos con su colita en forma de “e”, autitos rojos y amarillos. Las
finas y firmes varillas doradas nos permitían sostenernos, para esperar ese
gran momento: la sortija. ¡Qué emoción cuando el calesitero, hombre bajito, de
bigote cortito nos decía con una voz monótona: “La entrada nena, la entrada
nene”! Y nada más. Daba la orden y el carrusel comenzaba a girar, escuchando
una música desafinada y a veces borrosa; pero para nosotros bellísima. Estábamos
todos atentos, esperando ese momento, tratando de sacar la sortija, que ese
hombrecito diminuto hacía danzar por el aire, dibujando rápidas siluetas. Todos
los chicos estirábamos el brazo, lo más que se podíamos, para alcanzarla. Todos
queríamos el premio, tan ansiado ¿cuál era?: Una vuelta gratis y eso nos
provocaba una gran felicidad. Una vuelta gratis.
Y, allí, bajo la magnolia o a veces bajo ese enorme
pino, sentado en un banquito pequeño de madera, se encontraba “el manicero”,
con su cajoncito caliente, como si fuera un horno portátil, donde ofrecía manices; si ya sé que se dice maníes,
pero todos los llamábamos manices. Sonaba
lindo. Calentitos, con sus cáscaras rugosas, prolijamente acomodados en
cucuruchos de papel de diario. Creo que se llamaba don Pedro. El aroma tostado,
anunciaba su llegada. “A la cola”, decía amablemente y allí estábamos, todos ordenaditos
esperando nuestro turno.
Ya en la adolescencia, la plaza nos acompañó en esa
nueva etapa de la vida. Con nuestros amigos, tomando ricos helados de “La
Uruguaya”, jugando a verdad y consecuencia, alrededor de la fuente. Fuente, que
en ese entonces, no tenía agua, solo unas tibias luces a los costados. Los
faroles se encendían y ya era hora de marcharnos.
Espero que, cuando tenga nietos, pueda llevarlos;
porque, allí, está esperándome mi querida Plaza López.
Una plaza que sigue allí contándonos historias de tantas décadas, sueños y amores...
ResponderEliminarHermoso relato.
Hermoso relato, me gustaría tanto que se pudiera seguir disfrutando de las plazas con esa inocencia y realmente como lugar de recreo y descanso para niños y adultos...
ResponderEliminar¡Qué lindo relato! Yo me crié frente a una plaza y la disfruté muchísimo. Es una pena que ya no sean lo que fueron.
ResponderEliminarMe encanto tu relato. En la plaza de mi pueblo todavia siguen los niños jugando y las mamas tomando mate.toma una cámara, sácale fotos a tu plaza y subilas. Es muy linda.
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