Por Ana María Miquel
Ventanas y puertas abiertas de par en par, noche
de calor, fiesta en la casa por cualquier motivo, los adultos en el patio bajo
las parras y los jóvenes en el comedor o la vereda, escuchando música o simplemente
charlando.
Pero esa noche de verano, “el Negro” había ido a
la casa de su cuñado Francisco con su familia y un amigo mucho más joven que él,
que era cantante de música melódica. Se acababa de divorciar y tenía algunas
actuaciones en radios y confiterías. Y “el Negro” era un tipo que siempre
andaba acarreando artistas de toda índole y tendiéndole la mano al mundo, más
que tendiendo la mano, homenajeando al prójimo. Tal es así, que una vez había
invitado a cenar a un matrimonio, en que el marido era polaco y cuando este
matrimonio llegó a la casa y les abrieron la puerta, se encontraron con un
crepitante hogar a leña encendido y a los costados dos banderas de tamaño
natural, una polaca y otra argentina, más la botella de vodka para iniciar el
ritual de la cena. El polaco lloraba a mares.
Después de cenar, “el artista” tomó la guitarra y
comenzó a cantar. Las tías estaban encantadas y “el Negro” las miraba como
diciéndoles “miren lo que les conseguí”. Cuando ya los adultos se cansaron de
escuchar y querían sus charlas de política, fútbol o boxeo, Ricardo, “el
artista”, tomó su guitarra y se encaminó hacia el comedor de la casa con la
gente joven. Allí, encontró a la hija de Francisco que rondaría los veinte años
y tenía la belleza, la frescura y el desparpajo propios de la edad. Se sentó a
su lado, tomó la guitarra y comenzó a cantarle canciones de amor. El resto de
los jóvenes seguían en lo suyo y como explicaba antes, la casa toda abierta.
Era muy raro que un adulto se levantara a ver qué hacían los más jóvenes; pero
esta vez Francisco sentía un escozor, estaba intranquilo: “Ese tipo que trajo ‘el
Negro’ no me gusta, se las tira de galán y encima es divorciado”.
La cuestión fue que se levantó de su lugar en el
patio y se dio un paseíto por la casa. La sangre se le heló cuando vio a su
hija sentada en un sillón y ese advenedizo a su lado con cara de bobo enamorado
cantándole al oído ¡vaya a saber qué!
No se pudo contener, la furia le salía por los
poros y la fuerza que siempre lo caracterizó se había multiplicado. Arrebató la
guitarra del cantante de un manotazo y, cuando éste intentó levantarse, con la
cara desencajada ¡se la hundió en la cabeza!
Los jóvenes tironeaban de Ricardo para poder
sacárselo de las manos de Francisco, que lo sujetaban como tenazas. El cantante
estaba aterrado. Aparecieron los mayores y consiguieron sujetar a Francisco. El
hijo mayor tomó a su hermana por un brazo y la metió en la parte de atrás del
auto y la tapó con bolsos y pañales; y “el Negro” tomó a su invitado de la
misma manera y lo hizo desaparecer en su auto, pidiéndole disculpas y
alcanzándole la guitarra destrozada.
Lo más lamentable es que la fiesta llegó a su fin
y no pasó a mayores. Pero su hija no se iba a casar ni a tener nada que ver con
un divorciado y menos con un “artista”.
Para esa misma época, también se cantaban
serenatas, pero eso será otra historia.
Verdadera pintura del celo con el que nuestros padres nos educaban...Qué hermoso relato Ana María!!
ResponderEliminarElena Risso
Me hizo reir el escándalo armado por el padre porque le cantaban canciones de amor a la hija... Muy buen relato, muy vívido, tiene color, aromas, sonidos... Antes era así: la casa abierta.
ResponderEliminarCariños
Susana Olivera
Los artistas siempre mal mirados en antaño, hermosa pintura amiga, casi un vodevil...
ResponderEliminarMe causó mucha gracia la historia y pude visualizarla como si fuera una película. ¡Hermoso relato!
ResponderEliminar