Por Ana María Miquel
Ushuaia es sorprendente por su belleza.
Ver esos bosques, el mar, las construcciones, los lagos, nos dejan sin habla y
sintiéndonos orgullosos de ser argentinos.
En los finales de enero de 2004, andábamos
con mi marido de recorrida por esa naturaleza pintada por Dios con su mejor
paleta. Una mañana, después de desayunar en la hostería en que nos alojábamos,
fuimos al puerto, donde están nucleadas una serie de casillas prefabricadas que
tienen a la gente encargada de distribuir a los turistas en los distintos
barquitos, catamaranes, combis o colectivos, según la excursión que quieran
realizar.
Nosotros ya habíamos contratado el día
anterior la excursión por el Canal de Beagle, que incluía la visita a la Isla de los Lobos, de los
Pájaros y el Faro Eclaireurs. Correspondía este tours a la Empresa Patagonia.
Era un barquito tipo chinchorro, donde
íbamos trece pasajeros, el timonel y un guía de turismo. Partimos felices y
contentos. La mayoría del pasaje se ubicó en la parte de atrás, al aire libre,
y mi marido y yo lo hicimos en la cabina.
Cuando el cielo comenzó a nublarse y
soplar una suave brisa, los de afuera empezaron a entrar y, así, nos fuimos
conociendo; y yo observando a cada personaje. No sé si es normal o si es mala
educación observar a la gente y hacerse interiormente una descripción de cada
uno. Yo no dejo de hacerlo donde esté e inclusive me gusta armarles las
historias de vida. Es muy probable que eso me lo den los años, porque por lo
general acierto en mis preconceptos.
La cuestión que los primeros en entrar a
la cabina, fueron un matrimonio de suizos-franceses muy agradables y educados.
Ella tenía la sonrisa de la Mona Lisa
en el rostro, ya que no entendía absolutamente nada de español; pero apareció
una estudiante del profesorado de francés y se puso a conversar con ella. La
pareja de la profesora de francés era un petiso, pelado y gordito con cara de
bebé, que comenzaba a tener raras decoloraciones en su rostro. Pasaba del
amarillo patito al verdoso tipo caca de bebé, mientras miraba para todos lados
con ojos de súplica. Para mí, interiormente estaba diciendo: “¡Ayúdenme, el
barco me marea!”
Mi marido es el hombre más serio y
antisociable que se puedan imaginar. No por mal educado sino porque su
personalidad es así. No le interesa conversar hasta con las piedras como a mí.
Pero no sé si fue el desayuno, el lugar, el paisaje o qué, pero estaba
realmente desconocido. Fue entonces que se le dio por ponerse a charlar con dos
porteñas que andaban, pienso, con ganas de enfiestarse. Una llevaba el nombre
de un libro de Jorge Amado y a la otra la llamaremos Victoria. A Victoria le
gustaba el guía de turismo.
Del timonel solo veía su amplia espalda
con un buzo azul, cabello negro ondulado y entrecano, además de las manos
apoyadas en el timón. También había un yanqui, hombre mayor, con su hija
adolescente. Este hombre tenía un problema de columna y no se podía sentar ni
en las butacas ni en la mesita ratona. Estaba siempre parado, afuera, adentro o
en la puerta.
El resto del pasaje eran personas grises.
Sin pena ni gloria. Y en esta excursión, no hubo representantes de la raza
amarilla.
Todo iba muy bien, hasta que la brisa se
transformó en un fuerte vientecillo que salpicaba con el mar a los que todavía
estaban afuera y, poco a poco, estábamos todos juntitos en la cabina. El cielo
iba poniéndose de un color gris plomo y el mar dejó de ser azul para tomar una
coloración negruzca.
Llegamos a un muellecito de una de las
Islas Bridges y el guía nos invitó a bajar para hacer una caminata, mientras el
timonel se comunicaba con el puerto de Ushuaia. Así lo hicimos y, como niños
ordenados de una escuela, comenzamos a caminar detrás del guía, quien ya nos
había informado que no podíamos llevarnos ni caracoles ni piedritas ni ningún
recuerdo y que solo debíamos caminar detrás de él.
Fue así como nos paramos frente a una
hondonada de unos 60 o 70 centímetros cubierta de pastos y a escasos metros de
la escasa playa cubierta de piedritas, no de arena. Ezequiel, el guía, nos
explicó que esos pozos se llamaban “concheras” y que eran los refugios de los
indios. Bien digo: de los indios. Ya que las indias se cubrían el cuerpo
desnudo con grasa de lobos marinos y se tiraban al mar a bucear en busca de
moluscos para alimentarse. La grasa les servía como protección contra el frío y
también por el olor, como carnada para los peces.
Mientras tanto, los indios estaban en los
botes. Eran canoeros lo cual, con el correr del tiempo les fue deformando el
cuerpo, ya que eran de piernas cortas y de prominente tórax.
Volvamos a las “concheras”. Allí,
colocaban pieles que los cubrían de las inclemencias del tiempo y todas las
conchas que sacaban de los moluscos las iban tirando alrededor del toldo, para
que también sirvieran de protección contra el frío. Cuando el lugar estaba muy
lleno de desperdicios, construían otra “conchera”.
Los comentarios que hubo al respecto entre
las porteñas y mi marido fueron interminables y jocosos. Apareció en la
conversación la vida social, cultural y doméstica de los indios. Solo ellos
tres se reían a mares. Mi marido era un hombre desconocido, estaba impregnado
de su veta teatral, histriónica o artística: chispeante, relajado, simpático,
servicial, sociable, atento, distendido. Era increíble verlo en ese estado.
Mientras tanto, el guía nos siguió hablando y mostrando la flora y la fauna del
lugar. Vimos un cóndor. Yo nunca había visto uno, más que en las láminas de la
escuela.
En una de esas, alguien del grupo se dio
cuenta de que el timonel nos llamaba desde el muellecito con los brazos
extendidos hacia el cielo. El pobre yanqui, que se arrodillaba con mucha
dificultad frente a cada yuyo, plantita, florcita o matorral para sacar una
fotografía bien de cerca y con una poderosa cámara, se quedó con cara triste
cuando partimos.
Subimos nuevamente al chinchorro y ya
todos estábamos en la cabina, porque el viento afuera era muy fuerte. El
timonel nos informó que debíamos regresar a Ushuaia, porque parecía que el
viento no va a parar.
Nos sentamos en la cabina todos muy
pegaditos. El yanqui seguía parado en la puerta, la pareja de la estudiante de
francés atrás del timonel. Mi marido al lado de la puerta y las porteñas en la
mesa ratona. El resto, por cualquier lado; es decir, en asientos de los
costados debajo de los cuales estaban los salvavidas. Cada uno seguía en su
charla, mientras que el guía se puso a cebar mate, servir té o café con
galletitas de oferta y licor casero Tía María.
Yo seguía pendiente de todo lo que ocurría
a mi alrededor y encomendándole mi alma al Señor. Las manos del timonel tenían
los nudillos blancos, marcados sobre el timón. La radio estaba encendida y
comenzaron a pasar el pronóstico del tiempo… nada bueno. De golpe, salió una
voz que decía:
“Segurité… Segurité… a todas las
embarcaciones… se debe regresar al puerto… el puerto se cierra a las 11 y 45”.
El timonel comenzó a tomar las olas de
costado para evitar que golpearan sobre el chinchorro; pero igual lo cubrían y
nos metía el agua por la puerta. De pronto alguien gritó: “Se voló un asiento”.
Me di vuelta para mirar por la escotilla y vi una colchoneta blanca que flotaba
en el mar, sobre las enormes olas que iban rompiendo detrás de nosotros.
El compañero de la estudiante de francés
estaba ya de color agrisado y la frente perlada de sudor. El vómito en la boca.
Cuando le digo a mi marido que le cambie el lugar y lo deje venir al lado de la
puerta para que pueda respirar, se levantan los dos al mismo tiempo y también
las porteñas que estaban sentadas en la mesita. El timonel no sabía lo que
sucedía a sus espaldas, pero empezó a gritar: “Sientensé”.”Siéntensé”. Mi
marido aterrizó en la mesita junto a las porteñas y el gordito cayó a mi lado.
El agua seguía entrando y había un desperfecto en la radio, por el cual no se
podían comunicar con el puerto. Cuando miro nuevamente hacia atrás, veo un
catamarán gigante que avanzaba hacia el puerto y producía gigantes olas.
Mientras tanto mi marido se reía con las
porteñas, de tal manera que reían y lloraban al mismo tiempo. Estaban
comparando el trasero del guía con el de mi marido. Yo iba quietita y seria
“como perro en canoa”, pensando en cómo salir de esa. Y tenía visualizados los
salvavidas y había informado a todo el mundo que no sabía nadar; a lo mejor
alguno, se compadecía y me daba una mano en caso de catástrofe. A la suiza-francesa
no se le borraba la sonrisa de la cara y yo pensaba: “¿De qué se reirá esta
boluda?”.
Ushuaia quedaba a mi derecha y el
chinchorro se alejaba cada vez más sobre la izquierda. Me imaginé que eso debía
suceder al derrapar las olas y según el sentido del viento. En un momento dado,
volvió la calma. Todos aplaudimos al timonel y respiramos aliviados. El guía
nos informó que en la casilla del puerto se nos devolvería el dinero del viaje
o lo pasarían para otro día. Como quisiera cada uno. Yo le dije a mi marido:
“Que te devuelvan el dinero y lo gastamos
en comida”. Llegamos a tierra firme.
Después de esa experiencia no deben de quedar muchos deseos de navegar. Ya se sabe que el canal es peligroso.
ResponderEliminarHermosa y entretenida historia.
Mas allá de lo dramático de la historia, me causó mucha gracia la forma de contarla y las apreciaciones que hacés de tu marido ( parecido al mío) me hizo reír a carcajadas.
ResponderEliminarMuy buena historia.
Yo hice ese paseo, lo que no recordaba era el lugar donde las indias se untaban para tirarse al mar. Una experiencia similar vivimos en el lago Titicaca. En Perú un espejo, pero en Bolivia, rumbo a la isla del Sol, nos ocurrió algo similar, las olas rompían los vidrios de las lanchas. Es terrible, pero imperdible.En cuanto a los esposos, el tuyo es como el mio. Yo me charlo todo. El no.
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