Hugo Longhi
Siempre costó
levantarse en los domingos. Todos parecemos autorizados a quedarnos un poquito
más en la cama. No sé si eso está escrito en la Biblia, pero debería. Los
sucesivos llamados maternos se diluían inexorables a diez centímetros de mis
oídos que no acusaban recibo.
Pero ese domingo no.
El mundo era distinto y yo, pese a mis perezosos once años, adquirí mi posición
vertical sin mayores dramas. Y tras un rápido lavado de cara ya estaba listo
para encarar la jornada.
Desde la pared el
almanaque indicaba que era 19 de abril de 1970. ¿Fecha patria? ¿Mi cumpleaños?
¿Nos mudábamos?
Nada de eso. Ese día
iba a ir por primera vez a la cancha. No había sido a propuesta de mi padre, ni
de un tío, tampoco de la barra de amigos. Un vecino había convencido a mi mamá
y a partir de ese punto clave mi excitación fue incontrolable.
Iba a ver, alambrado
mediante, a los jugadores a los que apenas accedía a través de las rituales
figuritas, la monocromía de la televisión o, principalmente, los relatos
radiales.
El partido, como era
usual en la época y nunca debió haber cambiado, estaba anunciado para la tarde,
pero yo a las nueve de la mañana ya me encontraba motivado como para arrancar.
Para amplificar ese capítulo mágico y mejorar la escenografía, era un día de
sol total.
El reloj avanzaba
lento. En casa se escuchaba el “Almacén la Candelaria”, que habitualmente me
divertía, pero esta vez poca atención le presté. Luego, el almuerzo en familia
fue más un trámite que otra cosa. Que comer ni nada, yo quería ir a la cancha.
Al final de una
espera insoportable sonaron los nudillos del vecino sobre la puerta de madera.
La vorágine mental borró de mis recuerdos si hubo saludos a mis padres y
hermanas. Salí urgido en busca de don Carlos y de allí a la parada del
colectivo.
Tras el tortuoso
viaje a bordo del Bedford, hubo que caminar unas cuantas cuadras además y en ese
trayecto varios camiones cargados de hinchas nos sobrepasaron. Eran la banda
telonera que me iba poniendo en clima para el show principal.
Antes de ingresar, mi
vecino me compró un gorrito de plástico con los colores partidarios, obvio.
Luego, transpusimos el portal al paraíso, caminamos por el veredón que estaba
al pie de una larga tribuna ocupada por la parcialidad visitante. No hubo
ningún inconveniente pese al contacto directo con ellos, algo que tristemente
el tiempo cambió para mal.
Nos ubicamos en una
de las esquinas y, poco a poco, el estadio se fue llenando, lo cual, para mí,
significaba perder panorama visual. Solo veía cabezas. La salida del equipo y
su inmediata explosión quedaron grabadas y atesoradas en algún lugar de mi ser.
Al primer tiempo,
dentro de todo, lo pude ver más o menos bien porque avanzábamos hacia el arco más
lejano. Alrededor de los veinte minutos las gargantas se pusieron rojas por
primera vez. Fue el único grito en cuarenta y cinco minutos favorables.
Al segundo lo tuve
que imaginar en base a euforias, lamentos o desazones temporarias de la
multitud. Mi escasa altura me impedía observar con nitidez esa mitad de la cancha
y no quería molestar a mi vecino, que había entrado como en trance con el
juego. A él le importaba el partido; a mi todos, los detalles de ese momento
único.
Dos alaridos más me
anunciaron el resultado final que registró la estadística: 3 a 0 para los míos.
Encima ganamos, gozaba mi corazón. Más imborrable el recuerdo todavía.
La vuelta a casa sano
y salvo, los abrazos, las ansiosas preguntas de mis padres, que seguramente
leían las respuestas más en mi cara que en mis palabras. Especial, épico, emotivo,
inolvidable. Ese día acuñé una idea que luego transformaría en sugerencia para
todos aquellos a quienes no les gusta el futbol: a la cancha, al menos una vez
en la vida, hay que ir.
Los años y las
obligaciones que trajeron arrinconaron aquel instante vivido a mis inocentes
once. El año pasado tuve una brusca pero muy feliz regresión en ese capítulo de
mi vida al descubrir que en You Tube
había imágenes de aquel partido. Raro, rarísimo, porque en aquel entonces casi
nada se filmaba y mucho menos guardaba. Fue un volver a vivir.
¿Y el gorrito? El único
testimonio físico que podría quedarme se perdió. Ya no está como tampoco don
Carlos, mi vecino. Solo conmigo queda la pasión. Y los casi cincuenta años transcurridos
no han logrado apartarla de mí.
Un recuerdo de niñez que comparto, ya que por no ser hincha de fútbol no me atrae, pero siendo muy pequeño como tu mi padrino me llevó a la cancha del parque, no entendía nada además de no ver. Quizás si hubiéramos ido a arroyito tendría un buen recuerdo. Pero es lo que hay.
ResponderEliminarLindo recuerdo. Un abrazo.
Gracias por tu tiempo Luis.
ResponderEliminar