Susana
Olivera
“El amor no se puede expresar ni
revelar. No se puede hablar de él.”
Fernando Pessoa
Peinado. Recién afeitado. Camisa de mangas
largas o cortas de acuerdo con la temperatura y siempre, siempre corbata.
Guardaba el nudo hecho, cosa de ponerlo directamente en el cuello. Cambiaba
diariamente su ropa con pura coquetería. Un chaleco sin mangas. Tenía varios
así que los combinaba con los colores de la camisa.
Casi centenario, mi padre usaba los
pantalones con una raya que parecía recién planchada, zapatos abotinados negros
bien lustrados y se perfumaba con Eau de Cologne Lubin. Así empezaba su jornada
diaria: jornada de lectura del diario, poner orden en sus papeles, caminata.
“¡Vino Susi, vino
Susi!”, era su saludo en cuanto yo abría la puerta. Y, claro, no podía
resistirme a esa bienvenida y lo abrazaba. Notaba sus brazos un poco tensos,
como si sintiera timidez ante mi abrazo.
“¿Qué pasa?”,
preguntaba riéndose pudoroso. “¿Te ganaste la lotería?”
Eran gestos repetidos, como si en la
repetición estuviera escondido todo el afecto que yo tenía por su afecto, por
sus hábitos, por su serenidad, por su alegría, por su goce ante las pequeñas
cosas, por sus ganas de vivir.
—¿Cómo te fue hoy
en la escuela? Te iba a ir a esperar a la parada del colectivo, pero me dio
fiaca. Fiaca, Susana. Siempre tengo fiaca.
—No tenés que ir a
esperarme. Son cinco cuadras y tenés que cruzar con el tránsito que tiene calle
San Lorenzo. Yo te vengo a ver en cuanto llego a casa.
—No, así te ayudo
con los libros. Así te ayudo.
Y entonces nos enredábamos en una charla
sobre qué habíamos hecho durante el día, cuáles eran las noticias que había
leído en el diario, qué sabía del resto de la familia. Quién había venido a
visitarlo.
—¿Cómo se portaron
hoy los sinvergüenzas de tercero?- estaba al tanto de qué cursos tenía ese día.
—Charlando y con el
celu a escondidas todo el tiempo. Y
saben que lo tienen prohibido. Cuesta interesarlos.
—¡Qué manga de atorrantes!
Y luego, me mostraba qué tenía en la
heladera para la cena.
—Viejito, falta
mucho parta la cena- yo me impacientaba. Me voy a ver qué están haciendo en mi
casa.
—Bueno, pero yo te
llevo esto y vos ves qué preparás…
—Mirá, te traje
esta tortilla que me sobró y la ensalada. Para empezar, ya tenemos.
Y… no habían pasado cinco minutos desde
que yo lo había dejado. Se había puesto su saco azul.
—Ahora, me voy a
estirar un poco las piernas.
—Tené cuidado al
cruzar.
—No, no. Solo doy
la vuelta de manzana. Hoy tengo fiaca. Fiaca. Cuidado, que se escapa el Cachi.
—Blackie, viejito,
Blackie.
Nunca pudo pronunciar el nombre de nuestro perro.
Perro que odiaba su forma de caminar arrastrando los pies. Lo entendía como una
provocación. Y se le ponía delante, como si quisiera detener su marcha,
mientras le mordía los tobillos o le desataba los cordones. Yo tenía temor de
que lo hiciera caer. Blackie gruñía no bien lo veía entrar. Y aun antes:
presentía su llegada.
Nos causaba mucha gracia…
“Ahí viene el abuelo. Blackie está en la
puerta mostrando los dientes”, decíamos.
“Me voy a estirar un poco las piernas. Me
voy a estirar las piernas”.
Rutina diaria. Diálogos repetidos una y
otra vez. Era un hábito nuestro. Ternura.
Una madrugada me llamó por teléfono. Tenía
dificultad para respirar.
Emergencia, internación, tratamientos. Neumonía.
Se recuperó. Siguió viviendo solo, pero se
lo veía ajado, había perdido interés por sus viejas costumbres. Palabras
cruzadas, por ejemplo. Cambié mis hábitos y horarios para ir a verlo. Iba antes
de las siete para ayudarlo a vestirse.
“Sentate al borde
de la cama para ponerte los pantalones. Te vas a caer”, le decía. En efecto,
ponía una pierna y quedaba saltando en un pie hacia atrás, adelante, los
costados hasta levantar la otra pierna y lograr subírselos.
—Sentate, te vas a
caer.
—Susi, vos no me
vas a enseñar a ponerme los pantalones…
Entendí esta frase como una muestra de su
fortaleza. Le faltaban dos meses para cumplir cien años cuando partió. Pero no
se fue.
¿Acaso imaginas que pudiera irse? Solo se mudó su cuerpo, el jamás se fue, vive como siempre en tu recuerdo y en tu corazón. Es su lugar muy bien ganado.
ResponderEliminarUn abrazo amiga.