Rogelio
Lanese
¡Viernes por la tarde! ¡Se terminó el colegio!
Comienza el fin de semana.
Actividades para seleccionar:
- Ver tele
en el comedor, mientras tomo la leche, taza tamaño tanque australiano con
algunas galletitas “Manon”, que me sobraron del último recreo, por
recomendación expresa de mi madre y la abuela.
- Pedirle a la abuela que hable con mi madre
para ir hasta la cortada y ver si se armaba un partidito con regreso
innegociable. El grado de tolerancia horaria era cero.
Obviamente que con mis ocho años de edad la
salida estaba limitada a horarios estrictos, a pesar de no sufrir las
condiciones de inseguridad actuales.
Ahora bien, la abuela no estaba y regresaría
tarde, así que la opción de la cortada quedo trunca.
“El llanero solitario” era una alternativa más
que viable.
Mi madre estaba atendiendo en el negocio que
estaba adelante.
Había un pasillo común que comunicaba el
comercio con la casa de familia.
Esa distribución arquitectónica no me era muy
favorable, ya que si había algún ruido extraño o el televisor estaba muy alto
en cuanto al sonido, el grito de mi madre se hacía presente en forma inmediata
Estaba casi terminando “El llanero” con su
historia cuasi fantástica, cuando de repente escucho una voz muy familiar para
mis oídos que estaba dialogando con mi madre.
Era tan conocida que hasta podría decir que era
la señorita Lylia, mi maestra de tercer grado turno mañana de la escuela
Sarmiento.
Estaba en lo cierto.
Venían caminando juntas por el pasillo.
¿A qué viene la señorita, a mi casa?
Sí, era señorita y creo que nunca dejó de
serlo.
Con sus veinticinco años, para mí era tan
referente como si fuese mi madre o mi padre.
Tenía una presencia y un carácter terrible. Era
chiquita de cuerpo y muy bajita, pero cuando hablaba parecía Hércules.
Con esta descripción y en conjunción con mi
madre, algo no funcionaba del todo bien.
En efecto me saludó por mi nombre –desde primer
grado juntos- y su cara era amigable; pero no demasiado
—¿Te acordás lo que te dije hoy en el aula?
—Sí, me acuerdo, que tengo que prestar mas
atención con los acentos.
—¿Ya hiciste la tarea?
—No señorita, la hago mañana.
—Bueno, está bien. Sos buen alumno, tu madre no
tiene que preocuparse.
—Gracias, señorita.
En realidad, en ese momento no entendía nada.
Me dio un beso y se fue hablando con mi madre.
¿Para eso había venido la maestra a mi casa? Si
bien vivía cerca, ¿era para tanto?
Pasó un tiempo, no mucho, y la respuesta válida
la tuve de boca de mi madre: “La señorita Lylia no vino a casa para controlar
tu tarea, solamente vino para hacerme un comentario sobre tu capacidad
potencial”.
En ese momento con mis pocos años, apenas ocho
pregunté: “¿Qué es la capacidad potencial?”
Mi madre me miró, acarició mi pelo, y me dijo:
“Ya lo vas a entender mejor, pero estás para dar más”.
Los años pasaron, ya no están ni mi madre ni mi
maestra; sin embargo, hoy tomo real dimensión de la profesionalidad y el amor
por la educación que tenía mi querida maestra.
Sin duda lo tenían muy claro, no como quienes leemos tu historia. Lo bueno es que no se equivocó.
ResponderEliminarUn abrazo.
Tu descripción de las opciones para el tiempo libre son inigualables.
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