Silvia Gusmerini
La
“E” me dejaba en la puerta. Desde muy chica y de la mano de mamá iba a clases
de natación, a mirar algún partido de tenis o simplemente a pasear. Sólido, moderno
e imponente, ahí, sobre 27 de febrero se erguía el Club Provincial.
Mis
primeros pasos por sus amplios salones, sus galerías y su vestuario, los había
dado de pequeñita para aprender a nadar. A las nueve de la mañana arrancaban
las clases y, muertos de frío y miedo, estábamos todos los niños sentados
alrededor de la pileta tratando de tirarnos de cabeza, mientras el profesor con
su megáfono nos impartía las órdenes. El verano entero pasaba para lograr el
título de tiburón, luego de aprobar mojarrita y pejerrey en ese orden. Y en ese
verano de mis ocho o nueve años aprendí a nadar.
A
los doce, trece años ya las hormonas y el acné marcaban otro rumbo. La
necesidad social era otra, los intereses cambiaban y el leiv motiv del club mutaba lentamente. Comenzamos a agruparnos
según la escuela, el barrio o intereses comunes. La pileta ya no era para
nadar. La pileta era para ver si estaba Osvaldo, Ricardo o Miguel Ángel. Era
para dar rienda suelta a las mariposas que, apretadas entre el estómago y el
corazón, pujaban por salir. Había que “arreglarse” para pertenecer. La Barra marcaba
un ritmo. Miradas, palabras, roces, el amor fluía y la adolescencia se
instalaba en los ojos, los labios y los corazones. Se formaban las primeras
parejas. Se tejían los primeros romances. La espera del fin de semana, de los
cumpleaños de quince, de la función de cine en el gimnasio del club eran los
temas de charla de todos los días entre carpetas, exámenes y tardes de estudio.
Cada
fiesta, cada programa, cada salida implicaba, para nosotras las chicas, horas
de preparación. Rotábamos las casas convocantes. Había esmaltes de uña, ropa
por aquí y por allá, los primeros zapatos de taco chupete y las medias de nylon con costura. Mientras probábamos y
elegíamos, no paraban de sonar Los Beatles con su “Anochecer de un día agitado”,
“Ella te ama” o “La vi parada ahí”. Sus temas eran un desafío para nuestros
primeros pasos en el inglés. Una y diez veces levantábamos la púa hasta que
lográbamos entender. Nuestro cuaderno con las letras se engrosaba semana a
semana. Promediaba la tarde, y listas para que el papá asignado nos llevara, esperábamos
nerviosas el momento de la partida.
Las
fiestas de quince eran en salones y los asaltos en casas. La barra siempre
presente y sus parejitas tenían, en estos acontecimientos, sus momentos de
encuentro. Sonaba Luigi Tenco, Bobby Solo o Charles Aznavour y el romance
inundaba la pista ante las miradas críticas y severas de los mayores que no nos
perdían pisada. La juventud se imponía y los adultos en silencio aguardaban el
momento oportuno para hacer su observación ante quien correspondía.
Pasó
un verano, pasaron dos y la barra lentamente se comenzó a diluir. Los
adolescentes comenzaron a crecer y sus intereses a cambiar. El Club ya no
atraía. El amor se esfumó, las mariposas volaron y cada cual siguió su rumbo. Alguno
eligió Gimnasia y Esgrima, otros prefirieron La Florida y el sin fin de
posibilidades que el río y la playa significaban, unos pocos se perdieron quién
sabe por dónde.
La
vida empujaba y la barra ya a nadie le interesaba. El fin había llegado.
¡Qué
inmensa distancia nos separa hoy de aquéllos días! Solo han quedado plasmados
tibios en el corazón y en alguna foto amarillenta ya, que de vez en cuando
desempolvamos para recordar algún detalle, un nombre, la moda, el lugar.
¿Añoranza?
No. ¿Tristeza? Tampoco. Sí, la satisfacción de saber que para ser lo que somos
hoy, tuvimos el inmenso privilegio de haber cumplido esa etapa. Sociabilizarnos,
relacionarnos, comprendernos. Enamorarnos, decepcionarnos, enojarnos.
Divertirnos, acompañarnos, buscarnos. La barra fue eso y más. La barra fue una
estación donde el tren de nuestra vida pudo abastecerse para luego reanudar su
viaje colmado y triunfal; y, así, con fuerzas, arremeter contra el futuro que plagado
de interrogantes nos levantaba una inmensa barrera.
Éramos jóvenes que salíamos a la vida, la sociedad nos reunió entre amigos para no sentirnos solos. La barra de mis hijos varones aun hoy siendo todos cuarentones no perdió vigencia y sigue juntándose cada cumpleaños con esposas e hijos. Y continua siendo "La barra"
ResponderEliminarBella semblanza, gracias por compartir.
Un abrazo.
Muy buen relato con matices,aristas y colores acordes al entorno de situacion.abrazo
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