Susana Olivera
Viejito.
Así, llamábamos a nuestro padre
casi centenario sus hijos, sus seis nietos y también sus bisnietos.
Nosotros, mi marido, mi hija y yo, por entonces nos habíamos mudado a
un departamento en su mismo edificio. Al octavo piso; él vivía en el séptimo; desde
la partida de mamá, solo.
Yo lo visitaba continuamente: antes de ir a la escuela temprano a la
mañana y al regresar, ya anocheciendo.
Madrugador. A las siete, sabía encontrarlo desayunando: un tazón de
café con leche con pan. Pan cortado en trocitos que metía dentro de la taza.
Mientras, leía el diario que tenía abierto a su lado, listo el bolígrafo para
hacer las palabras cruzadas. Y también las tijeras, porque las recortaba y
pegaba junto con las de días anteriores.
Cenábamos en mi departamento los cuatro.
En una oportunidad fui a verlo a la tarde temprano. Estaba sentado
frente a la mesa cubierta de boletas de impuestos y servicios. Los guardaba en
carpetones de gancho (uno para el Inmobiliario, otro para la TGI, otro Telecom,
etcétera, etcétera) prolijamente rotulados con su hermosa letra de imprenta. Perforaba
y encarpetaba cada papel.
Tenía un cuadernito de cincuenta hojas forrado con la tapa colorida de
alguna revista “Nueva”. En él anotaba encolumnadas la fecha de recibido el
impuesto, la fecha de vencimiento y la fecha de pagado con una letra P grande
al final del renglón.
Además, en cada renglón anotaba dos impuestos para que el cuaderno le
durara más. Para separar, cada año estaba señalado en el margen izquierdo y
bien resaltado con letras grandes y sombreadas. Trabajo tedioso y lento,
pensaba yo. Por otra parte, tantas carpetas le ocupaban mucho espacio en el
trinchante.
Me senté a su lado. “Viejito -le dije- mirá”.
Y traté de convencerlo de que archivara todos los papeles juntos en una
única carpeta, así ganaba espacio en los armarios. Y que no anotara todo en ese
cuaderno, porque era trabajo inútil: si ya estaba pagado el impuesto era innecesario
registrarlo. Era doble trabajo y le llevaba mucho tiempo.
Me miró pensativo. Luego hizo un gesto señalando sus papeles, carpetas
y cuaderno. Gesto afectuoso como si protegiera a un ser vivo.
“Mientras -me contestó encogiéndose de hombros- mientras, la vida pasa.
Pasa”.
Han transcurrido ¿quince años? ¿veinte? ¿más? y en este momento tengo
mi mesa cubierta de papeles y carpetones donde guardo los impuestos y servicios,
después de anotar todo en un cuaderno, forrado con la tapa colorida de alguna
revista.
Y sí. La vida pasa. Pasa.
Si lo sabremos nosotros que vemos día a día el tiempo que jamás se detiene y cada día deviene con otras tanta historias que quizás contemos a nuestros nietos algún día, quizás...
ResponderEliminarUn abrazo dilecta amiga.
Gracias Luis. Estás siempre presente en todo lo que escribimos. Siempre espero tus comentarios. Un abrazo
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