Silvia Gusmerini
Para
los años que corrían, la distancia era muy grande. Córdoba significaba siete u
ocho horas de auto, calor en la carretera, fastidio por llegar, paradas para
disfrutar los sándwiches de mamá a la vera del camino y la ansiedad latente de los
ocho, nueve, diez años bullendo dentro.
Las
curvas y contracurvas de las sierras nunca me gustaron. Y ya al final del viaje
enfrentarlas tornaba la situación en un evento casi intolerable.
Finalmente,
la llegada al chalé. La llegada a Villa Tonia.
Villa
Tonia querida de mi infancia. El rincón gestado, atesorado, amado por mis
abuelos. Casa de familia surgida de la unión de esos hermanos y sus papás
inmigrantes, quienes habían descubierto en esa provincia el solaz para la salud
y la unión familiar. Antonio, Pedro, Matilde, Aurora y Delia movidos por sus
mayores, a quienes ya no conocí, llevaron adelante este emprendimiento testigo
de tantos maravillosos momentos pasados en familia. “El Chalé” como todos lo
llamábamos estaba al pie de una sierra y tenía muchas habitaciones. Desde mis ocho
a trece años me parecía inmenso…. Y lo era. La quinta con frutales, la huerta,
el gran comedor, la cocina con horno a leña y la pileta formaron el marco que
nos cobijó a mí y a mis primos gran parte de nuestra infancia.
Trabajaban
los mayores a destajo, la generación que le seguía (la de mis padres) lo
disfrutaba sobre todo y nosotros los niños éramos los protagonistas de cuanta
aventura y travesura se suscitaba. Trepar a la higuera, refugiarnos bajo el
tala a la hora de la siesta para probar los primeros cigarros hecho con chala y
barba de choclo, robar de la parra los racimos cuando ya estaban pintones. El
valor del disfrute de lo prohibido no tenía precio.
Algunos
veranos los primos mayores organizaban una función de teatro. Nora y Ariel eran
los encargados. En los ensayos, nosotros, los más chicos, siempre éramos
relegados a papeles secundarios. Practicar, estudiar, ver dónde nos parábamos,
cómo nos movíamos, en qué momento salíamos a escena, todo ello nos ocupaba
tardes enteras. Y el día del estreno, ¡oh!, el día del estreno era el acontecimiento
de la temporada. Se desplegaban sillas y reposeras frente al portón de entrada
y allí sentados los mayores se desvivían en aplausos y vítores ante tan encumbrado
elenco. Los saludos, las gracias y la satisfacción del éxito colmaban nuestros
frágiles e impolutos corazones.
Las
tardes de pileta y las carreras hundidos en las cámaras de camión negras,
brillosas, rebozantes, aleteando por el primer puesto y gritando a más no poder,
formaron parte de tantos otros momentos grabados a fuego entre las imágenes de niñez.
Llegaba
la preadolescencia y los intereses empezaban a cambiar. Después de intensos día
de agua y sol había que ponerse de punta en blanco y partir dos kilómetros a
pie hasta el pueblo para tomar una Crush en el único bar al que acudían los más
jóvenes. Mucha charla, muchas risas y miradas que anticipaban lo que vendría: ¡la
tan temida adolescencia!
Y
llegaron los doce, los trece, los catorce.Y así comenzamos a disgregarnos. Los
intereses eran otros. Quedaba en cada ciudad natal un noviecito o noviecita que
hacía suspirar y añorar cuando la distancia separaba. Los chicos nos hacíamos
grandes y los grandes se hacían viejos. Los del medio, inmersos ya en preocupaciones
no asumían el cuidado del chalé, su organización y mantenimiento como lo había
hecho la generación fundadora.
Sucedió
lo previsible e inevitable. Hubo resistencia, desacuerdos, idas y vueltas hasta
que finalmente Villa Tonia se vendió.
¡Nos sentíamos
corazones partidos que revoloteaban en un mar de recuerdos y no podían frenar
el presente que se imponía!
En cada uno de nosotros quedó un retazo de algún momento único que
seguro vivimos como el mejor; y en todos, ese sabor dulce que guardamos entre los
primeros inalterables recuerdos de vida, recuerdos de infancia.
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