Carmen Gastaldi
“¿quién soy, como soy, hacia dónde voy?
Tal vez, porque de
pequeña mi papá solía regalarme libros de cuentos o para colorear o cuadernos
con lápices y pinturitas… tal vez, porque una de las puertas de mi casa lucía
como un pizarrón y yo y mis tizas la llenábamos con jeroglíficos y dibujos
“rupestres”. Tal vez, porque tenía un borrador verdadero… tal vez, porque a
pesar de ser la más chica de cuatro primos, la maestra siempre era yo.
A los cuatro años
empezó mi tránsito por la escuela, por supuesto en preescolar. ¡Cuántos
preparativos!, ¡qué largos fueron esos días!, hasta que por fin llegó mi primer
día de clase. Recuerdo mi emoción de ese momento. Tomada de la mano de mamá,
subimos los cinco escalones de la entrada y, allí, un aroma especial, para mí,
me invadió de tal manera que aún perdura en mi recuerdo.
A partir de allí y
a lo largo de siete años concurrí a esa escuela, la Nº 56 “Almafuerte” (Pedro
Bonifacio Palacio). Su hall de entrada, sus salones, las galerías, las escaleras,
el patio con seis jacarandás, ¡todo era bello para mí!
Nunca manifesté
fastidio por ir a la escuela; por el contrario, el día que, por cualquier
motivo, no iba, de pequeña lloraba con la nariz pegada al vidrio de la ventana
del balcón de casa, por donde veía a los niños transitar a la hora de entrada y
de salida de la escuela.
Ir y permanecer en
la escuela era una actividad que me hacía sentir feliz y satisfecha.
¿Vocación? ¿De tan
niña?
Sé que quería ser
maestra. Dice un refrán que “querer es poder”; pero a veces no se cumple y eso
me pasó a mí, gracias a mi maestra.
La señorita María
del Carmen, que fue mi seño de cuarto
a sexto grado, habló con mamá y la convenció de que “había muchas maestras, que
Carmencita era una nena muy capaz y que era mejor que estudiara comercio, donde
se ganaba más y había más posibilidades laborales”.
Así fue como, a
pesar mío, fui al comercial “Urquiza,” pero con mis ojos puestos en el “Normal”.
¿No supe ni me permitieron pelear por mi vocación?
Durante mi
secundaria concurría a estudiar y a retirar materiales a la Biblioteca Constancio
Vigil, que recientemente había inaugurado su nuevo edificio. Allí, me
reencontré con el mismo aroma. Recorría las estanterías buscando material y,
cada tanto, respiraba hondo.
Ya terminando la secundaria, en uno de esos
recorridos sentí que ese sería mi lugar de trabajo y así fue. Empecé la carrera
y, un año antes de terminarla, ya estaba trabajando allí, en la administración
y luego de concursar pasé a formar parte del personal de la biblioteca. Me
sentía realizada y muy, muy feliz.
Pasaron quince
años y a partir del último golpe de estado, comenzaron a despedir gente hasta
que en marzo de 1981 bajaron las persianas de la biblioteca y quedé sin
trabajo.
Una compañera, que
ya trabajaba en la Provincia, pedía traslado a otra escuela me avisó, fui y
quedé como interina en la escuela número 92 “Aristóbulo del Valle”. Nuevamente
entre papeles, libros y, lo más importante para mí, ¡niños!
En 1980, después
de diez años, la Provincia llama a concurso para cubrir cargos de
bibliotecarios. Por supuesto que me inscribí, con varios problemas “al hombro”.
Mis dos nenas en primaria, mi esposo con varios meses sin trabajo y, ahora,
tenía que agregarle tiempo al estudio.
Concursamos. El concurso
fue de “Antecedentes y Oposición”. Mis antecedentes no contaban porque
provenían del ámbito privado. Pero, gané ¡la oposición! Volví a respirar.
También volví a
estar allí, en la escuela, en ese lugar que me brindaba tantas satisfacciones.
Ya era titular, tomé decisiones, presenté proyectos y comencé a trabajar con
los niños. Llené la biblioteca de chicos. Creé distintos talleres como, por
ejemplo, de escritura, de narración, de cotidiáfonos,
de lectura, técnicas de estudio con el reconocimiento de otras fuentes de consulta
aparte del manual.
A pedido de un
supervisor, con tres compañeras, realizamos un proyecto que incluía a la
computadora 286, como la “herramienta vedete” para la localización de datos a
través de un software especial llamado “Microisis”. Fuimos formadoras de
formadores, pero esto merece otro relato.
Y volviendo a los
refrenes, hay uno que dice “el tren pasa solo una vez”, pero yo digo que hay
varias estaciones, solo hay que saber en cual subirse, ¿no?
Un libro es como una vida y cada página un día de vida, vamos pasando hojas encontrando en algunas momentos que marcan nuestra vida, como puede ser al aroma de los libros.
ResponderEliminarTu destino estaba escrito querida amiga.
Con el aroma de estantes cubiertos de libros te dejo un abrazo.