Rogelio
Lanese
No todo pasado fue mejor.
Fue una experiencia traumática.
Cuando en el seno familiar existía un
profesional médico, todas y cada una de las consultas iban direccionadas hacia
ese semidios con forma humana.
En nuestra estructura había dos
profesionales médicos; uno otorrinolaringólogo y otro cardiólogo.
Con mis nueve años, al cardiólogo no
había ido… todavía.
Sin embargo, por afecciones gripales,
resfríos, faringitis, etcétera, era bastante seguida la concurrencia al otorrino.
Todo se resumía a consulta y medicación
posterior.
Ahora bien, en una oportunidad se le
ocurre al doctor dejar en la mente de mis padres la sugerencia de la operación
de amígdalas.
A partir de allí comienza el trabajo de
ablandamiento y sobre todo convencimiento hacia mi persona para que me realizara
esa intervención.
¿Cuál era la ventaja comparativa?
Primer punto: era imprescindible
extirpar las amígdalas y, además, por si eso fuera poco me iba a operar un
profesional en el cual depositaban su entera confianza.
Segundo punto: daban por descontado que
el señor dolor no se iba a hacer presente.
Tercer y último punto: como esa operación
se iba a llevar a cabo en época estival, iba a poder comer mucho helado para
que cicatrizara rápido, asumiendo que este mecanismo era lo suficientemente
compensatorio.
La operación se realizó en forma
normal.
Me dolió mucho; para ser más exacto,
muchísimo.
El tipo de anestesia era muy
rudimentaria y, por lo tanto, sentí todo el desgarro en mi garganta.
Del dolor que tenía me olvidé del
helado, por la simple razón de que me costaba mucho tragar.
Según el profesional actuante todo
salió de maravillas.
La cicatrización fue bastante rápida,
aún sin helado.
Ahora bien, el tema lo vuelvo a retomar
teniendo cuarenta años y el médico de la especialidad, que para tener en cuenta
era mi tío, ya no se encontraba en este mundo.
Cuando hago una consulta por un proceso
faríngeo que me molestaba, me revisa un otorrino muy amigo mío y, ¡oh,
sorpresa!
—¿Quién te operó de amígdalas?
—Mi tío, ¿Por qué lo preguntas?
—Es que no entiendo por qué te dejo un
pedazo de amígdalas.
—Ah, bueno.
Imagine quien está leyendo este relato
mi cara. Raudamente mi mente se trasladó a aquellos nueve años, donde la
referencia no fue de alabanza hacia aquella situación experimentada.
En definitiva, nunca supe si era
necesaria la intervención, pero además de dolerme la garganta, me sentí
traicionado, porque hicieron uso de los mandatos establecidos con una promesa
tan básica como el consumo de helado, que tampoco pude disfrutar.
En el pasado, por lo menos en el mío, los mandatos
familiares tenían una forma absolutamente vertical, sin posibilidades ciertas
de apelar o negociar siquiera.
Tu relato me remite a mi niñez cuando un facultativo consideró que debían operarme, por suerte no sucedió y hoy a tantos años parece que se equivocó. Suerte para mí aunque me perdí el helado.
ResponderEliminarComo dices con nuestros mayores no se podía negociar.
Un abrazo.