Mónica Mancini
En las nochecitas
de verano, cuando cenábamos en el patio y escuchábamos la sirena y el ritmo del
tren: chuc… chucu… chuc… piiiiii… chucu… chuc. Mi hermana decía que en él
viajaba un tío nuestro al que nunca conocimos y que jamás se bajaba, la gracia
consistía en gritar las dos juntas: “¡Chau, tío Pancho, trae regalos!”. Y se
cerraba el juego con una sonora carcajada.
Seguir con nuestra
imaginación el camino que seguía también era otro juego. Asociábamos su
recorrido con lo que veíamos en las películas de Hollywood y, en ese ensueño,
viajábamos en los camarotes y éramos protagonistas indiscutibles de situaciones
cinematográficas. Eso formaba partes de uno de los tantos entretenimientos de
la hora de la siesta, mágica, de la infancia durante la que hacíamos las peores
travesuras.
El tren, con su
música monótona, también aparecía en los juegos de la calle “Martín Pescador,
¿se puede pasar?”. “pasará, pasará, pero el último quedará”. Y, así, enlazados
en una cadena de manos y manitos, recorríamos la calle, pasábamos por la puerta
de “los melli”, por el kiosco de la Pirucha, dábamos la vuelta por la esquina,
hasta que volvíamos a la barrera, que nos atrapaba y repetíamos la pregunta. Solo
se descarrilaba cuando se oían los gritos de “¡a comer!” de las madres. Se
mezclaban con los sonidos de las chicharras y las lucecitas intermitentes de
los bichitos.
Ese tren de
nuestra infancia, se transformó cuando en los años posteriores papá se fue a
vivir a Tucumán e íbamos frecuentemente a visitarlo. Claro, no viajábamos en camarotes
sino en la “clase única” del famoso “Estrella del Norte”. Los asientos eran
como los de las plazas, con maderitas que después de un rato se te clavaban en
el cuerpo y no había modo de conciliar el sueño. Pero ese viaje también era una
aventura, porque lo hacía con mi hermana y ella tenía la capacidad de construirla.
Las noches eran
largas y estaban invadidas por los soldados que volvían a sus casas. Los pobres
tenían que viajar parados y se nos tiraban encima al sentarse en el
apoya-brazos. Cuando atravesábamos los camarotes para ir al baño o al salón
comedor, más de uno trataba de entablar una relación más cercana con nosotras,
adolescentes algo voluptuosas que viajábamos solas; y era ahí cuando mi hermana
revoleaba su cartera, en la que frecuentemente portaba cosméticos en frascos de
vidrio. Los pobres soldados terminaban golpeados, pero nos abrían el paso, temerosos
de la “cartera voladora”.
Viajábamos con la
ventanilla abierta y el paisaje monótono pasaba como una película avanzada. El
tren paraba en “La Banda”, una localidad de Santiago del Estero. Allí, se
escuchaba el pregón de las mujeres que vendían “catas” y “rosquetes” con las
“eses” muy marcadas. Algunos “colimbas” se bajaban allí y se perdían en la
siesta norteña. También subían otros que recorrían solo el trayecto que faltaba
para llegar a Tucumán.
Innumerables personajes conocimos en esos
viajes, especialmente en el “vagón comedor” en el que teníamos que compartir
las mesas, ya que el espacio era reducido. Era la oportunidad para conversar y
acortar el largo viaje. Fue así como conocimos a un suizo mochilero que
recorría el mundo, toda una novedad para la época; a artistas amantes del
folclore; a deportistas. Cada viaje nos dejaba un sabor a aventura.
Todo empezaba en
Rosario Norte, era puro movimiento en la estación. Había bares, kioscos de revistas
y vendedores ambulantes. En sus alrededores reinaban restaurantes familiares,
y, paradójicamente, unos cuantos burdeles y muchos negocios de todos los
rubros.
El día del viaje,
nos parábamos en la plataforma y esperábamos al Estrella con gran ansiedad,
venía de Buenos Aires. Cuando su rostro amarillo y negro se asomaba en la curva
era como concretar un sueño…todo volvía a empezar y con muchas paradas mediante,
nos daba la bienvenida la estación tucumana, bella y pintoresca.
Hoy, pienso
frecuentemente en él y lo imagino vigoroso, apareciendo por la curva de Rosario
Norte, con su locomotora espléndida, su vagón comedor, la clase única, la
primera… De ninguna manera, deseo relacionarlo con esos hierros herrumbrados,
que yacen abandonados en las vías a lo largo y a lo ancho de nuestro país.
El Estrella del
norte no solo fue un tren en nuestra adolescencia. Protagonizó aventuras,
emociones fuertes, enamoramientos, que de ninguna manera hubiesen sucedido sin
su presencia.
Su nombre fue muy
bien elegido: fue una verdadera estrella.
Para ti fue el Estrella del Norte, Para mí El Serrano que cada verano de mi niñez me llevaba a Córdoba para abordar el Cochemotor que nos dejaba en La Falda. Así fueron pasando veranos que dejaron su impronta de recuerdos que hoy desearía volver a vivir.
ResponderEliminarPrecioso relato, gracias por compartir.
Un abrazo.