Rogelio Lanese
En este viaje que denominamos vida el espejo del tiempo se detiene a
contemplar un hecho relevante –a mi criterio– que transcurre durante 1964,
cuando el que suscribe tenía seis años.
Tuve la oportunidad, y sobretodo la dicha, de poder disfrutar de tres
abuelos de cuatro posibles.
Los recuerdos de cada uno de ellos son imágenes que han quedado grabadas
en mi retina, ancladas en los pliegues del corazón.
Los tres abuelos fueron luces significativas en mi camino. Sin embargo,
hay una estrella cómplice reservada en el firmamento para mi abuela materna.
Para dimensionar tal concepto basta una sola referencia; los comercios de
la cuadra donde ella vivía y atendía su negocio el día en que fallece
mantuvieron las persianas a media altura como signo de dolor por la partida de
aquella mujer, hija, esposa y abuela única.
Era de carácter extrovertido, jovial, con mucho carisma y estaba aferrada
a convicciones graníticas.
Desde que tuve uso de razón sus problemas cardíacos eran crónicos,
resumidos en un diagnóstico irreversible por esos días: angina de pecho.
Tenía adoración por los niños, que era correspondido de nuestra parte
hacia ella, llegando en ocasiones al límite de lo correcto.
Como era normal en ese momento, sus nietos, mi primo y yo, juntábamos
figuritas en el álbum para lograr el ansiado canje por una redonda de cuero
número cinco.
Tata, así la llamábamos. Nunca mencioné su nombre ni su cargo de abuela.
En los kioscos del barrio obviamente era la principal compradora de
figuritas.
Un día llegamos, mi primo y yo a su casa, sentados en la mesa del comedor,
sacamos cuentas de las que faltaban para completar ese álbum. Solo faltaban
dos, por supuesto, las más difíciles.
La abuela tenía su radar prendido, escuchó la conversación y percibió
nuestro nivel de ansiedad.
Se pintó los labios, acomodó su cabello, tomó su cartera y, sin mediar,
palabra nos fuimos.
El destino no era incierto, ya estaba prefijado en su mente.
Con paso lento y seguro llegamos al lugar de canje ubicado en calle
Sarmiento y Mendoza.
Era un local ubicado en el primer piso del edificio.
La abuela iba más despacio.
Nos atendió un señor muy amable, que era quién revisaba el material
entregado y en consecuencia lo canjeaba por el trofeo tan esperado:
–Señora, aquí faltan dos figuritas.
–¡Ay, chicos! Seguramente, ustedes se las han olvidado en la mesa de la
cocina.
Nosotros dos nos miramos, y no emitimos sonido.
“Vuelvan cuando esté
completo por favor”, dijo el señor.
La abuela solicito una silla para sentarse y le sugirió al señor que le
alcanzara un vaso de agua para poder tomar su pastilla sublingual para el
corazón.
La cara de ese hombre se transformó, ya que no sabía como hacer para
evitar un potencial infarto en ese momento.
El canje no se realizó.
Nos dieron dos pelotas en vez de una y el álbum nunca estuvo en
discusión.
Para la abuela las metas se cumplían, más allá de las consignas
preestablecidas.
Objetivo cumplido con una actuación magistral de parte de la abuela, que
sigue presente cuando se levanta el telón de las anécdotas.
En este caso, a través de la número cinco de cuero.
Imagino que has aprendido de tu abuela, "Las metas siempre se cumplen"
ResponderEliminarQueda el recuerdo y la enseñanza que no debemos desperdiciar.
Un abrazo.
Buenusimo tu relato!!! Por mis nietos haría lo mismo :)!!
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