Adriana Tommasi
Allá por mediados
de los años 60, yo tenía un grupo de amigos, chicos y chicas, que eran hijos de
los amigos de mis padres. Era unos matrimonios que solían reunirse para cenar,
festejar cumpleaños y realizar todo tipo de encuentros. Los convocaba el solo
hecho de charlar largos ratos y pasarla bien. Nosotros, los niños,
aprovechábamos para jugar y por ahí realizar alguna maldad con nuestros
mayores.
En verano,
solíamos ir a la casa de fin de semana de Mecha y su marido, muy amigos de mis
padres; porque tenían casa con pileta y un parquecito para que nosotros
pudiéramos retozar a voluntad, mientras el sol desprendía coágulos rojizos.
Los mayores,
después de comer, se tiraban sobre cómodas reposeras y allí dormitaban luego de
un “sobroso asadito”, como solía
decir mi tío Fernando. Fue así como en una oportunidad la tía Chola quedó adormecida
sobre una lona que había bajo un frondoso paraíso. Siempre permanecía con la
boca abierta y con un penetrante ronquido. Para nosotros esa era la oportunidad
que habíamos esperado tanto tiempo y fue así como con una jarra le tiramos
abundante agua.
Eso tuvo
consecuencias no deseadas, porque la tía Chola comenzó a ahogarse y casi no
podía respirar. El agua se había ido por otro conducto y ella tosía
descontroladamente. Yo creía que se estaba asfixiando, todos corrían a
incorporarla para que pudiera tomar aire normalmente.
Nosotros quedamos
paralizados por el susto y corrimos como un ventarrón a cobijarnos en un recodo
de la casa. Mis padres me miraban con los ojos ardientes cual carbones
encendidos y yo prefería no mirarlos, porque comprendía cuál sería el desenlace:
nos volveríamos a casa y no habría pileta ni diversión por una semana, o tal
vez dos.
Debo confesar, sin
falsa modestia, que yo no era de hacer esas maldades, pero en grupo las cosas
se presentaban diferentes y, ahora, a la distancia y con la memoria a cuestas
creo que los niños, en general, no miden las consecuencias de algunas acciones
que pueden concluir en verdaderos desastres.
A lo largo del
tiempo, he tratado de exhumar estas historias que me hacen comprender que uno va
madurando con el paso de los años y abro las hojas del ventanal de mi balcón
para poder respirar mejor, mientras el sol me acaricia suavemente. Es otoño.
Éramos niños, el tiempo nos cambia y al final comprendemos que fue una travesura, trajo consecuencias no deseadas pero solo sucedió. Es la vida.
ResponderEliminarUn abrazo.