jueves, 2 de mayo de 2019

Claudio


Mónica Mancini

Conocí a Claudio cuando era muy pequeño, tendría cinco o seis años, llegó a la escuela de la mano de su mamá, una morocha dulce llamada Lucía, muy joven, no mucho más de veinte. Los acompañaba el papá, un muchacho agradable. Ambos demostraban tener mucho orgullo por el hijito que venían a inscribir en la escuela.
Era una pareja armoniosa y con mucho respeto relataron la historia del niño. Los médicos daban vueltas para comunicarles que su chiquito había nacido con un síndrome que lo iba a acompañar toda su vida, pensaban que por su juventud y actitud calma no se habían dado cuenta. Ambos expresaron que lo habían advertido, que sabían de qué se trataba, pero que era su hijo, esperado, deseado y que nada cambiaba la alegría del nacimiento.
El relato era sorprendente, siempre que escuchábamos estas historias, estaban impregnadas de un terrible dramatismo, donde la angustia y la rebelión en contra de Dios, la Virgen y todos los santos eran moneda corriente.
Lucía y Carlos narraban otra historia, estaban orgullosos de su hijo, contaban de él cosas extraordinarias. Debo admitir que me sentía muy escéptica ante el relato, pero que de todas formas era muy agradable ver a estos papás con una actitud tan positiva, demostrando tanta esperanza y entusiasmo por el futuro escolar de Claudio.
El niño permanecía sentado entre los dos, quieto, mirando sus manos que movía en una danza extraña que lo tenía atrapado. Cuando le hicimos algunas preguntas, nos miraba amoroso, pero no respondía. “No, sabe hablar”, dijeron los padres y agregaron: “Pero no se preocupen por eso, él se comunica…”.
Por supuesto que fue admitido en la institución, de a poquito fuimos descubriendo que el discurso de Lucía y Carlos era más que verdadero.
El primero que dio cuenta de las virtudes fue Daniel, el maestro de música. Vino a la sala docente con el nene, portando cada uno una flauta dulce, cual si transportara un trofeo y dijo: “¡Miren esto!”. Él tocaba las notas de una canción, “Una vaca se compró una flor”, y Claudio la repetía con una soltura y una espontaneidad increíbles. Tomaba la flauta con una sola mano, como si estuviera comiendo un pedacito de pan y, con sus deditos cortos y torpes, tapaba los agujeritos exactos para reproducir la melodía…Y así pasó el “Brujito de Gulubú”, “La tortuga Manuelita”, “El payaso Plin Plin” y todo el repertorio del profe.
Todos estábamos maravillados teniendo en nuestra escuela a un virtuoso de la música. Pero eso era sólo el comienzo de la caja de sorpresas que habíamos destapado.
El papá, los tíos y los hermanos de Claudio eran fanáticos de Newell’s y seguían los pasos de su equipo. Claudio no era menos que ellos. Ante una foto de los leprosos del Parque, le nombrábamos a cada jugador y él los señalaba sin equivocarse jamás. Conocía perfectamente los nombres y apellidos de cada uno. También tenía claro el reglamento del juego, entendía la famosa “posición adelantada”, que ninguna de nosotras terminábamos de darnos cuenta.
Pero lo mejor de Claudio era el lugar de respeto que ocupaba entre sus compañeros. Él era una especie de líder silencioso que aprobaba o desaprobaba determinadas conductas y sabía resolver los problemas sin delatar a los trasgresores. Lo demostraba cuando impedía que dos de sus compañeros “muy cariñosos” vayan al baño juntos, él se cruzaba de brazos y no los dejaba pasar, cuando se interponía para impedir una pelea o cuando cedía su comida a aquellos que tenían más hambre que él.
Las anécdotas de Claudio son tan infinitas como sus virtudes. Pasó en la escuela toda su infancia. Él como sus papás llenaron nuestra tarea diaria de un ejemplo permanente de amor y solidaridad. La familia desafió a la adversidad respetando a su hijo en sus potencialidades.
Cuando se transformó en un joven, demoramos bastante tiempo en soltarle la mano. No queríamos desprendernos ni de él ni de su familia; pero ya estaba grande y debía seguir otro rumbo.
El año que se fue Claudio, le pedimos a su papá, guitarrero talentoso, que preparara unas canciones para la fiesta de fin de año. No solo las preparó, nos sorprendió presentándose con Claudio, con poncho y bombo, los dos vestidos iguales entonando la canción “Campana de palo”.
Claudio no hablaba, fruncía el ceño y hacía un tremendo esfuerzo para decir una palabra… pero ¡cantaba! Seguía con una tonada melodiosa sin salirse una nota de la letra que entonaba su papá, con lágrimas en los ojos porque entendía perfectamente que se estaba despidiendo de la escuelita que lo cobijó por más de diez años. En su tonada agradecía a sus maestros y a sus compañeros todo lo que había compartido con ellos.
Claudio no hablaba; pero pocas veces entendimos con tanta claridad un mensaje de despedida.
Muchas veces recorro en mis recuerdos la historia de esta familia. No supe más nada de ellos. Pero no es difícil imaginar que Claudio, esté donde esté, estará desparramando rayitos de luz a su alrededor.



4 comentarios:

  1. Hermoso Moni, como todo lo que escribís!!!! Me emocionó!!!!

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    1. Gracias Alicia!! No sabía que habías leido algo mio. Siempre es una alegria compartir estas historias.Besos

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  2. Solemos juzgar a las personas antes de conocerlas, luego el tiempo nos las presenta con dones inimaginables y nos deslumbra un ser maravilloso como Claudio.
    Gracias por compartir tan bello relato. Un abrazo.

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