Mónica
Mancini
Conocí a Claudio
cuando era muy pequeño, tendría cinco o seis años, llegó a la escuela de la
mano de su mamá, una morocha dulce llamada Lucía, muy joven, no mucho más de
veinte. Los acompañaba el papá, un muchacho agradable. Ambos demostraban tener
mucho orgullo por el hijito que venían a inscribir en la escuela.
Era una pareja armoniosa
y con mucho respeto relataron la historia del niño. Los médicos daban vueltas
para comunicarles que su chiquito había nacido con un síndrome que lo iba a
acompañar toda su vida, pensaban que por su juventud y actitud calma no se
habían dado cuenta. Ambos expresaron que lo habían advertido, que sabían de qué
se trataba, pero que era su hijo, esperado, deseado y que nada cambiaba la
alegría del nacimiento.
El relato era
sorprendente, siempre que escuchábamos estas historias, estaban impregnadas de
un terrible dramatismo, donde la angustia y la rebelión en contra de Dios, la
Virgen y todos los santos eran moneda corriente.
Lucía y Carlos
narraban otra historia, estaban orgullosos de su hijo, contaban de él cosas
extraordinarias. Debo admitir que me sentía muy escéptica ante el relato, pero
que de todas formas era muy agradable ver a estos papás con una actitud tan positiva,
demostrando tanta esperanza y entusiasmo por el futuro escolar de Claudio.
El niño permanecía
sentado entre los dos, quieto, mirando sus manos que movía en una danza extraña
que lo tenía atrapado. Cuando le hicimos algunas preguntas, nos miraba amoroso,
pero no respondía. “No, sabe hablar”, dijeron los padres y agregaron: “Pero no
se preocupen por eso, él se comunica…”.
Por supuesto que
fue admitido en la institución, de a poquito fuimos descubriendo que el
discurso de Lucía y Carlos era más que verdadero.
El primero que dio
cuenta de las virtudes fue Daniel, el maestro de música. Vino a la sala docente
con el nene, portando cada uno una flauta dulce, cual si transportara un trofeo
y dijo: “¡Miren esto!”. Él tocaba las notas de una canción, “Una vaca se compró
una flor”, y Claudio la repetía con una soltura y una espontaneidad increíbles.
Tomaba la flauta con una sola mano, como si estuviera comiendo un pedacito de
pan y, con sus deditos cortos y torpes, tapaba los agujeritos exactos para
reproducir la melodía…Y así pasó el “Brujito de Gulubú”, “La tortuga Manuelita”,
“El payaso Plin Plin” y todo el repertorio del profe.
Todos estábamos
maravillados teniendo en nuestra escuela a un virtuoso de la música. Pero eso
era sólo el comienzo de la caja de sorpresas que habíamos destapado.
El papá, los tíos
y los hermanos de Claudio eran fanáticos de Newell’s y seguían los pasos de su
equipo. Claudio no era menos que ellos. Ante una foto de los leprosos del Parque,
le nombrábamos a cada jugador y él los señalaba sin equivocarse jamás. Conocía
perfectamente los nombres y apellidos de cada uno. También tenía claro el
reglamento del juego, entendía la famosa “posición adelantada”, que ninguna de
nosotras terminábamos de darnos cuenta.
Pero lo mejor de
Claudio era el lugar de respeto que ocupaba entre sus compañeros. Él era una
especie de líder silencioso que aprobaba o desaprobaba determinadas conductas y
sabía resolver los problemas sin delatar a los trasgresores. Lo demostraba
cuando impedía que dos de sus compañeros “muy cariñosos” vayan al baño juntos,
él se cruzaba de brazos y no los dejaba pasar, cuando se interponía para
impedir una pelea o cuando cedía su comida a aquellos que tenían más hambre que
él.
Las anécdotas de
Claudio son tan infinitas como sus virtudes. Pasó en la escuela toda su infancia.
Él como sus papás llenaron nuestra tarea diaria de un ejemplo permanente de
amor y solidaridad. La familia desafió a la adversidad respetando a su hijo en
sus potencialidades.
Cuando se
transformó en un joven, demoramos bastante tiempo en soltarle la mano. No
queríamos desprendernos ni de él ni de su familia; pero ya estaba grande y
debía seguir otro rumbo.
El año que se fue
Claudio, le pedimos a su papá, guitarrero talentoso, que preparara unas
canciones para la fiesta de fin de año. No solo las preparó, nos sorprendió
presentándose con Claudio, con poncho y bombo, los dos vestidos iguales
entonando la canción “Campana de palo”.
Claudio no
hablaba, fruncía el ceño y hacía un tremendo esfuerzo para decir una palabra… pero
¡cantaba! Seguía con una tonada melodiosa sin salirse una nota de la letra que
entonaba su papá, con lágrimas en los ojos porque entendía perfectamente que se
estaba despidiendo de la escuelita que lo cobijó por más de diez años. En su
tonada agradecía a sus maestros y a sus compañeros todo lo que había compartido
con ellos.
Claudio no hablaba;
pero pocas veces entendimos con tanta claridad un mensaje de despedida.
Muchas veces
recorro en mis recuerdos la historia de esta familia. No supe más nada de
ellos. Pero no es difícil imaginar que Claudio, esté donde esté, estará
desparramando rayitos de luz a su alrededor.
Hermoso Moni, como todo lo que escribís!!!! Me emocionó!!!!
ResponderEliminarGracias Alicia!! No sabía que habías leido algo mio. Siempre es una alegria compartir estas historias.Besos
EliminarSolemos juzgar a las personas antes de conocerlas, luego el tiempo nos las presenta con dones inimaginables y nos deslumbra un ser maravilloso como Claudio.
ResponderEliminarGracias por compartir tan bello relato. Un abrazo.
Gracias por tus palabras!!!
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