Hugo Longhi
Noviembre de 1989.
Cae el Muro de Berlín y llega el fin de una era. El mundo le dice adiós a la
Guerra Fría. Las series, películas y súper héroes americanos al respecto pierden
vigencia.
Al mismo tiempo,
comienza otra etapa. Los diccionarios deben agregar una nueva palabra:
globalización. Los límites desaparecen, la tecnología nos acerca, lo virtual
prevalece por sobre lo real. Todo se globaliza. Todo menos las riquezas que
quedan en poder de los pocos de siempre, claro.
Transcurren los
meses y nos metemos de lleno en la inefable década de los 90. Un huracán
cultural que llega desde el norte nos invade y atraviesa en forma feroz e
ineludible. Empezamos a chapucear en un inglés acriollado, las gorritas con
visera se ven en todas las cabezas, aparecen nuevas marcas o modelos de autos.
También flamantes modalidades como la tercerización, las consultoras o la
bancarización de los sueldos.
A dos cuadras de
casa, en la zona semi céntrica, elaboran y venden las mejores pizzas del mundo.
El local se llama “Mati-Max” y queda chico para tanta demanda de gente. Encima,
ofrecen una gran variedad de gustos. Nadie quiere quedarse sin su manjar.
Han tenido que
implementar un doble juego de números para los turnos y controlar un poco la
situación. Al llegar, debemos retirar uno de acrílico que servirá para hacer el
pedido y pagar. Luego, el dueño, que es el que atiende, nos dará otro numerito,
ya de papel, para retirar.
Lo habitual es que
el acrílico diga, por caso, 71 y el anuncio gritado sea 23. ¿Todo ese tiempo
tendré que esperar? Alguien, con marcado tino, me sugiere que me vaya a casa,
me tome unos mates y vuelva. Le hago caso. Calculo una horita y con mi acrílico
en mano escucho que van por el 64. Ya falta menos.
Finalmente, arribo
a la meta, realizo mi pedido y aguardo unos veinte minutos para llevarme mi
delicioso trofeo. Una simple mirada hacia atrás alcanza para corroborar que
toda esa multitud tendrá para un rato todavía.
La nueva cultura
social avanza y arrolla. Se empiezan a cerrar fábricas legendarias que despiden
a sus operarios sin piedad. En el mejor de los casos, estos pueden cobrar una
indemnización y con ese dinero, no me queda claro por qué, abren una pizzería.
Aparecen pizzerías por todos lados, una por cuadra.
Incorporaran otra
novedad importada: el delivery.
Chicos muy jovencitos zigzaguean montados en sus bicis o ciclomotores repartiendo a domicilio el producto solicitado
por teléfono, aparato que por esos tiempos comienzan a nutrir el mobiliario
hogareño.
La calidad y
sabores de estas pizzas viajeras no pueden competir con las de “Mati-Max”. Pero
la comodidad prevalece y la gente se queda con lo novedoso.
En pocas semanas aquel
local del vecindario se va vaciando hasta que seis meses después cierra
definitivamente. Lo que era –merecidamente- un éxito comercial es aplastado por
la furia del sistema.
Años después,
quizás cinco o seis, encuentro a aquel dueño, de quien nunca supe su nombre, al
frente de un karaoke. Un buscavidas,
seguro. Ya el karaoke tampoco existe
más, pero no siento pena por ese hombre que debe estar a cargo de una zapatería
o venderá plantas ornamentales.
La pena es por mí
que me quedé sin las mejores pizzas del mundo, atropelladas por el maldito delivery.
El consabido progreso que nos arrolla constantemente sin que nada podamos hacer.
ResponderEliminarEs la vida...
Un abrazo.