viernes, 3 de mayo de 2019

Maldito delivery


Hugo Longhi

Noviembre de 1989. Cae el Muro de Berlín y llega el fin de una era. El mundo le dice adiós a la Guerra Fría. Las series, películas y súper héroes americanos al respecto pierden vigencia.
Al mismo tiempo, comienza otra etapa. Los diccionarios deben agregar una nueva palabra: globalización. Los límites desaparecen, la tecnología nos acerca, lo virtual prevalece por sobre lo real. Todo se globaliza. Todo menos las riquezas que quedan en poder de los pocos de siempre, claro.
Transcurren los meses y nos metemos de lleno en la inefable década de los 90. Un huracán cultural que llega desde el norte nos invade y atraviesa en forma feroz e ineludible. Empezamos a chapucear en un inglés acriollado, las gorritas con visera se ven en todas las cabezas, aparecen nuevas marcas o modelos de autos. También flamantes modalidades como la tercerización, las consultoras o la bancarización de los sueldos.
A dos cuadras de casa, en la zona semi céntrica, elaboran y venden las mejores pizzas del mundo. El local se llama “Mati-Max” y queda chico para tanta demanda de gente. Encima, ofrecen una gran variedad de gustos. Nadie quiere quedarse sin su manjar.
Han tenido que implementar un doble juego de números para los turnos y controlar un poco la situación. Al llegar, debemos retirar uno de acrílico que servirá para hacer el pedido y pagar. Luego, el dueño, que es el que atiende, nos dará otro numerito, ya de papel, para retirar.
Lo habitual es que el acrílico diga, por caso, 71 y el anuncio gritado sea 23. ¿Todo ese tiempo tendré que esperar? Alguien, con marcado tino, me sugiere que me vaya a casa, me tome unos mates y vuelva. Le hago caso. Calculo una horita y con mi acrílico en mano escucho que van por el 64. Ya falta menos.
Finalmente, arribo a la meta, realizo mi pedido y aguardo unos veinte minutos para llevarme mi delicioso trofeo. Una simple mirada hacia atrás alcanza para corroborar que toda esa multitud tendrá para un rato todavía.
La nueva cultura social avanza y arrolla. Se empiezan a cerrar fábricas legendarias que despiden a sus operarios sin piedad. En el mejor de los casos, estos pueden cobrar una indemnización y con ese dinero, no me queda claro por qué, abren una pizzería. Aparecen pizzerías por todos lados, una por cuadra.
Incorporaran otra novedad importada: el delivery. Chicos muy jovencitos zigzaguean montados en sus bicis o ciclomotores repartiendo a domicilio el producto solicitado por teléfono, aparato que por esos tiempos comienzan a nutrir el mobiliario hogareño.
La calidad y sabores de estas pizzas viajeras no pueden competir con las de “Mati-Max”. Pero la comodidad prevalece y la gente se queda con lo novedoso.
En pocas semanas aquel local del vecindario se va vaciando hasta que seis meses después cierra definitivamente. Lo que era –merecidamente- un éxito comercial es aplastado por la furia del sistema.
Años después, quizás cinco o seis, encuentro a aquel dueño, de quien nunca supe su nombre, al frente de un karaoke. Un buscavidas, seguro. Ya el karaoke tampoco existe más, pero no siento pena por ese hombre que debe estar a cargo de una zapatería o venderá plantas ornamentales.
La pena es por mí que me quedé sin las mejores pizzas del mundo, atropelladas por el maldito delivery.

1 comentario:

  1. El consabido progreso que nos arrolla constantemente sin que nada podamos hacer.
    Es la vida...
    Un abrazo.

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