Graciela Cucurella
El jardín de
la casa resplandecía, en septiembre, de plantas con gran variedad de flores.
Gladiolos, margaritas, malvones, dalias, claveles y un hermoso rosal.
Las rosas,
con suave perfume, de color amarillo y un rojo tenue, llamada bandera española.
A ese rosal lo cuidaban de las hormigas, de que no tuviese pulgones en sus
hojas. En realidad, a todas las platas les dedicaban mucho tiempo.
Pero el
rosal era especial para ellos. Cuando rompía el primer pimpollo y aparecían sus
pétalos, de suave fragancia, Vicente lo cortaba y se lo obsequiaba a María
Esther. Ella lo recibía con mucho placer y una sonrisa pícara se reflejaba en
su rostro.
En las
primaveras de sus vidas transcurridas, se repetía año tras año lo mismo.
Cuando María
Esther, a sus 82 años, partió, esa mañana, muy temprano, Vicente ya anciano, no
lo soportó.
Por las
noches colocaba una flor en el vacío de su cama. Todos los días. Durante ocho
meses.
Un primero
de enero, a sus 87 años, él también partió. Al dolor no lo soportó.
María Esther
Carpio y Vicente Cucurella eran mis padres.
Una vida signada por el color de la rosa que como tal cumplido su ciclo nos abandona pero queda flotando en el aire el perfume del recuerdo.
ResponderEliminarHermoso homenaje. Un abrazo.