Por Ana María Miquel
“Esta tarde nos vamos al cine, dan una película de los ‘Cinco
grandes del buen humor’ con Blanquita Amaro”, proponía mi mamá.
En esas frías, grises y brumosas tardes de invierno cerca
del mar, era el mejor programa que podíamos tener. Se sumaba al grupo su vecina
Ida y su hermana María Esther. Eran oportunidades que no se podían dejar pasar,
ya que en el pueblo existía un solo cine y cuando daban películas que nos
hacían pasar hermosos momentos, no podíamos dejar de ir.
Ya conté en otra oportunidad que mi papá no asistía al cine,
porque lo consideraba una pérdida de tiempo, no así mi mamá que disfrutaba
tanto del cine, como de las novelas por la radio y más adelante por los
teleteatros de Alberto Migré.
Pero en aquellos años en Miramar no nos perdíamos las
películas de los “Cinco grandes del buen humor”, las de Luis Sandrini, Tita
Merello, Alberto Castillo o Niní Marshall. Era un deleite con los “Cinco
grandes”, ya nos reíamos de solo verlos al igual que con Niní Marshall. Luis
Sandrini nos hacía reír y nos hacía llorar. Tita Merello particularmente me
inspiraba miedo y Alberto Castillo me cansaba un poco.
Ni bien terminábamos de almorzar los domingos, mi mamá
comenzaba los preparativos: hacía azúcar quemada en un jarrito y luego la
dejaba caer de a gotitas sobre el mármol de la cocina, esperaba que se
enfriaran y preparaba unos cucuruchos de papel y los llenaba con las
“pastillitas de azúcar quemada” –digamos que venía a reemplazar el pororó
actual– y los guardaba en su bolsa del tejido. Por supuesto que no existía
calefacción en el cine, entonces preparaba también su bolsa de agua caliente y
se la ponía debajo del tapado y así partíamos a pasar una tarde distinta
mientras. Mi papá aprovechaba para arreglar alguna cosa en la casa.
Al llegar a la puerta de cine, siempre estaba “la muda”. Era
una mujer muy alta, vestida toda de blanco: zapatos y medias blancas,
guardapolvo blanco y un gorro blanco, parada al lado de un carrito blanco lleno
de golosinas, que no podía vocear, ya que no tenía vos. Por esta mujer también
sentía algo extraño, mezcla de lástima y miedo, ya que me habían dicho que le
habían cortado la lengua por portarse mal y que al no tener lengua no podía
hablar. Ahora pienso que era sordomuda de nacimiento y no otra cosa.
La cuestión era que ya entrados en el cine, antes de que
empezara el noticiero con propaganda de Evita y Perón, estábamos muy cómodamente
sentados. Mi mamá en el centro con Miguel de un lado y yo del otro para que no
nos peleáramos. Nos pasaba el cucurucho de pastillitas de azúcar quemada,
aclarándonos que nos tenían que durar toda la función y ella se colocaba la
bolsa de agua caliente sobre la falda y empezaba con el tejido. Tejía a oscuras
y sin mirar. No era cuestión de perder el tiempo.
Esa tradición la siguió durante toda su vida, a tal extremo
que en sus últimos días, y estando ya inconsciente, movía las manos y los dedos
como si estuviera tejiendo.
Pasaron los años y llegó la adolescencia en Mendoza…
—Mami todos los chicos van al Cine Libertador, cenemos
temprano y dejanos ir… van a estar todos allá- insistíamos con mi hermano.
—¿Y qué dan?- nos preguntaba.
—Una de Elvis Presley.
—Ah no, ese no me gusta, prefiero una de Dorys Day y Rock
Hudson. Bueno, poné la mesa que la cena ya está lista.
Con esa respuesta, sabíamos que nos estaba autorizando a ir
al cine del barrio. Ese era el cine de verano. Era un cine al aire libre y,
como en Mendoza es muy raro que llueva, no tenían problemas en cerrar por mal
tiempo. Después, teníamos otro cerrado al cual íbamos en el invierno, también
con todos los chicos.
Ese cine, llamado Libertador, como todas las cosas en
Mendoza, era un gran espacio abierto con altas paredes, para que ningún vecino
se hiciera el vivo y viera las películas gratis, con piso de tierra cubierto de
granza (piedritas chiquitas) y largos bancos, más cómodos que los de las
iglesias. Inclusive, podíamos poner los pies en los bancos de adelante. Y en el
fondo estaba el bar, con mesas, sillas y barra donde se servían sándwiches,
bebidas, golosinas y, según quien fuera, algún traguito fuerte.
Eran muy pocas las noches que faltábamos, ya que cambiaban
seguido de películas. Cuando también iban los mayores, las madres se sentaban
más atrás de los chicos y los padres en el bar. Todos nos conocíamos, nos
saludábamos y nos tratábamos con todo respeto.
Los días en que los mayores no iban, igual
estaban a la salida del cine esperándonos para que fuéramos derechito a la casa
y a no andar vagando por ahí.
Qué hermoso recuerdo. Cómo los mayores siempre estaban junto a nosotros, cuidándonos y aconsejándonos. Yo también sabía ir al cine con mis padres... a veces con mis amigas. Y ¡tres películas! Y reto seguro por llegar de regreso tan tarde.
ResponderEliminarMuy bueno tu texto.
Susana Olivera
Historia de un tiempo ido, nuestros jóvenes no pueden entender como vivíamos con esa simpleza.
ResponderEliminarMuy bello recuerdo.
Un abrazo.
Muy lindo recuerdo!
ResponderEliminarDesde los dos años me llevaban al cine, por lo menos una vez a la semana.Mi viejo cine Juan Ortiz ! Ya mayor a los del centro de Rosario.Gracias por tu relato al hacerme recordar tiempos felices!
ResponderEliminar