martes, 30 de septiembre de 2014

Cine de invierno y cine de verano

Por Ana María Miquel

“Esta tarde nos vamos al cine, dan una película de los ‘Cinco grandes del buen humor’ con Blanquita Amaro”, proponía mi mamá.
En esas frías, grises y brumosas tardes de invierno cerca del mar, era el mejor programa que podíamos tener. Se sumaba al grupo su vecina Ida y su hermana María Esther. Eran oportunidades que no se podían dejar pasar, ya que en el pueblo existía un solo cine y cuando daban películas que nos hacían pasar hermosos momentos, no podíamos dejar de ir.
Ya conté en otra oportunidad que mi papá no asistía al cine, porque lo consideraba una pérdida de tiempo, no así mi mamá que disfrutaba tanto del cine, como de las novelas por la radio y más adelante por los teleteatros de Alberto Migré.
Pero en aquellos años en Miramar no nos perdíamos las películas de los “Cinco grandes del buen humor”, las de Luis Sandrini, Tita Merello, Alberto Castillo o Niní Marshall. Era un deleite con los “Cinco grandes”, ya nos reíamos de solo verlos al igual que con Niní Marshall. Luis Sandrini nos hacía reír y nos hacía llorar. Tita Merello particularmente me inspiraba miedo y Alberto Castillo me cansaba un poco.
Ni bien terminábamos de almorzar los domingos, mi mamá comenzaba los preparativos: hacía azúcar quemada en un jarrito y luego la dejaba caer de a gotitas sobre el mármol de la cocina, esperaba que se enfriaran y preparaba unos cucuruchos de papel y los llenaba con las “pastillitas de azúcar quemada” –digamos que venía a reemplazar el pororó actual– y los guardaba en su bolsa del tejido. Por supuesto que no existía calefacción en el cine, entonces preparaba también su bolsa de agua caliente y se la ponía debajo del tapado y así partíamos a pasar una tarde distinta mientras. Mi papá aprovechaba para arreglar alguna cosa en la casa.
Al llegar a la puerta de cine, siempre estaba “la muda”. Era una mujer muy alta, vestida toda de blanco: zapatos y medias blancas, guardapolvo blanco y un gorro blanco, parada al lado de un carrito blanco lleno de golosinas, que no podía vocear, ya que no tenía vos. Por esta mujer también sentía algo extraño, mezcla de lástima y miedo, ya que me habían dicho que le habían cortado la lengua por portarse mal y que al no tener lengua no podía hablar. Ahora pienso que era sordomuda de nacimiento y no otra cosa.
La cuestión era que ya entrados en el cine, antes de que empezara el noticiero con propaganda de Evita y Perón, estábamos muy cómodamente sentados. Mi mamá en el centro con Miguel de un lado y yo del otro para que no nos peleáramos. Nos pasaba el cucurucho de pastillitas de azúcar quemada, aclarándonos que nos tenían que durar toda la función y ella se colocaba la bolsa de agua caliente sobre la falda y empezaba con el tejido. Tejía a oscuras y sin mirar. No era cuestión de perder el tiempo.
Esa tradición la siguió durante toda su vida, a tal extremo que en sus últimos días, y estando ya inconsciente, movía las manos y los dedos como si estuviera tejiendo.
Pasaron los años y llegó la adolescencia en Mendoza…
—Mami todos los chicos van al Cine Libertador, cenemos temprano y dejanos ir… van a estar todos allá- insistíamos con mi hermano.
—¿Y qué dan?- nos preguntaba.
—Una de Elvis Presley.
—Ah no, ese no me gusta, prefiero una de Dorys Day y Rock Hudson. Bueno, poné la mesa que la cena ya está lista.
Con esa respuesta, sabíamos que nos estaba autorizando a ir al cine del barrio. Ese era el cine de verano. Era un cine al aire libre y, como en Mendoza es muy raro que llueva, no tenían problemas en cerrar por mal tiempo. Después, teníamos otro cerrado al cual íbamos en el invierno, también con todos los chicos.
Ese cine, llamado Libertador, como todas las cosas en Mendoza, era un gran espacio abierto con altas paredes, para que ningún vecino se hiciera el vivo y viera las películas gratis, con piso de tierra cubierto de granza (piedritas chiquitas) y largos bancos, más cómodos que los de las iglesias. Inclusive, podíamos poner los pies en los bancos de adelante. Y en el fondo estaba el bar, con mesas, sillas y barra donde se servían sándwiches, bebidas, golosinas y, según quien fuera, algún traguito fuerte.
Eran muy pocas las noches que faltábamos, ya que cambiaban seguido de películas. Cuando también iban los mayores, las madres se sentaban más atrás de los chicos y los padres en el bar. Todos nos conocíamos, nos saludábamos y nos tratábamos con todo respeto.
Los días en que los mayores no iban, igual estaban a la salida del cine esperándonos para que fuéramos derechito a la casa y a no andar vagando por ahí.

4 comentarios:

  1. Qué hermoso recuerdo. Cómo los mayores siempre estaban junto a nosotros, cuidándonos y aconsejándonos. Yo también sabía ir al cine con mis padres... a veces con mis amigas. Y ¡tres películas! Y reto seguro por llegar de regreso tan tarde.
    Muy bueno tu texto.
    Susana Olivera

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  2. Historia de un tiempo ido, nuestros jóvenes no pueden entender como vivíamos con esa simpleza.
    Muy bello recuerdo.
    Un abrazo.

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  3. Desde los dos años me llevaban al cine, por lo menos una vez a la semana.Mi viejo cine Juan Ortiz ! Ya mayor a los del centro de Rosario.Gracias por tu relato al hacerme recordar tiempos felices!

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