Por Ana María Miquel
Al terminar el sexto grado en 1958, concluía mi ciclo de
escolaridad primaria en la escuela pública y solo de mujeres “Patricias
Mendocinas” de la ciudad de Mendoza. Tenía que seguir con la secundaria y mis
pretensiones eran ingresar a una escuela de Artes Plásticas.
Creo que esa inclinación surgió en la misma escuela
primaria, donde nuestras carpetas de trabajo eran verdaderas obras de arte. Por
ejemplo, todos los títulos de las materias que trabajábamos diariamente debían
ser escritos en letra gótica, con tinta china y la pluma correspondiente. Los
mapas debían ser calcados y realizados con plumín y tinta china (no se vendían
en librerías). Podíamos ilustrar todos los trabajos que quisiéramos y las
carátulas también debían ser confeccionadas por las alumnas.
En la actual Tecnología, nos hicieron forrar una gran caja a
principio de año y durante el resto del ciclo lectivo, debimos confeccionar un
ajuar completo para bebé y llevarlo a fin de año al orfanato de la ciudad de Mendoza.
Era feliz, con tanto despliegue de actividades realizadas
por mis manos y quería seguir por el mismo camino. Pero me encontré con la
férrea voluntad de mi mamá que me dijo ante mi propuesta: “Primero me traés el
título de maestra y después hacés lo que quieras”.
Por más que me quejara, pidiera y rogara, ya estaba dicha la
última palabra: la de mis padres. Para mi papá era todo un honor que su hija
fuera maestra y era lo máximo a que pudiera aspirar una mujer en esos momentos
o en esos años.
Zanjando el inconveniente y sin traumarme, ni necesidad de
psicólogos o test vocacional, ingresé en la Escuela Normal número 1 “Tomás
Godoy Cruz”, después de previo examen de ingreso. El mismo consistía en una
evaluación de Lengua y otra de Matemática, más el examen físico. En este
último, las alumnas debían tener, además de buena salud, un aspecto físico que
les permitiera desempeñar el cargo de docentes, es decir: ni rengas, ni gordas,
ni bizcas, ni tartamudas, ni muy petisas, ni demasiado altas, sin labio leporino.
Para que de esta manera pudieran estar frente a un grupo de niños, sin que su
aspecto físico fuese motivo de burla por parte de los alumnos.
En esos momentos, la Escuela Normal comprendía en su plan de
estudios, un Ciclo Básico enciclopedista (primero, segundo y tercer año). Luego,
en cuarto y quinto año, se realizaba la especialización docente.
Al terminar tercer año debíamos tener un promedio superior a
siete en todas las materias y venía una nueva revisación física, que casi no
paso por un seseo que tengo al hablar, que a veces me asemejaba a una española.
Ya en cuarto año, eran materias específicas relacionadas con
la educación: Política Educativa, Didáctica, Pedagogía, Psicología,
Puericultura, Literatura, Práctica de la Enseñanza, Filosofía, Ética y otras
del mismo tenor.
En Puericultura nos enseñaban desde atender un parto y dar
de mamar a un bebé hasta cambiar pañales y todo lo relacionado con la
alimentación, vacunas y enfermedades propias de los niños. En Literatura, nos
hacían aprender de memoria las poesías gauchescas y españolas y el análisis de
algunos libros, por ejemplo el “Martín Fierro” y otros de Gabriela Mistral o
Alfonsina Storni.
En Didáctica y Pedagogía, todos los métodos de enseñanza que
había hasta ese entonces a través de la historia, con la vida de cada pedagogo
creador del método.
En Práctica de la Enseñanza, comenzábamos hacia finales de
cuarto año dando unas diez clases en escuelas primarias y contábamos con la
presencia de la docente del aula, la profesora de la materia y nuestras
compañeras. La calificación surgía de un acuerdo entre docente y profesora,
quienes no dejaban pasar el más mínimo detalle. Además de los contenidos se
tenían en cuanta las formas. Por ejemplo, la practicante debía lucir
“impecable”: guardapolvo blanco almidonado, debajo de la rodilla, tres tablones
sobre el pecho, cuello alto y prendido en la espalda con un hermoso moño en la
cintura. Medias de muselina y zapatos de taco bajo negros y bien lustrados. Sin
maquillaje y con un peinado que despejara la cara. Uñas bien cortas y sin
pintar.
No podíamos tutear a los alumnos, si lo hacíamos, debíamos
hablarle de “tu” (con los verbos haciendo juego), pero preferiblemente debíamos
tratarlos de “usted”. Estaba absolutamente prohibido era señalar a un alumno con
el dedo. Osar apoyarse en un banco o en el escritorio, nos bajaba la nota. ¡Y
ni hablar de la preparación de las clases, tanto de la planificación, como los
pasos (motivación, desarrollo, afianzamiento y evaluación) y el despliegue de
material didáctico que hacíamos! Por lo general, las docentes nos daban temas
donde nos pudiéramos lucir.
Con qué gusto, mi papá me ayudaba a confeccionar maquetas
para algunos de los temas, que recuerdo: “Petróleo y sus derivados”, “La vid y
fabricación del vino”, “Balanza y Polea”. Tampoco existían en esos momentos las
fotocopias, eso lo hacíamos en casa con tinta especial color violeta y una
pasta mimeográfica que preparaba el farmacéutico del barrio.
En todas las materias, los profesores se encargaban de
resaltar que la docencia era un apostolado, un amor incondicional a los niños y
a los futuros ciudadanos. En el mismo, no importaban los sacrificios personales
que se debieran hacer en aras de la “buena formación” de un alumno. Y nosotras
debíamos ser un ejemplo constante en todos los aspectos: físico, psíquico,
intelectual y moral. La gran premisa era “el maestro educa con el ejemplo y la
docencia es un apostolado”.
Hacía unos quince años que había terminado la Segunda Guerra
Mundial y aún hoy recuerdo a la profesora de Política Educativa, contándonos la
anécdota de Janusz Korkzac –existe una película sobre este hombre–, aquel
abnegado maestro que marchó cantando con sus alumnos hacia la cámara de gas y
llevando en brazos al más pequeño. A ese nivel, debía ser nuestra entrega.
Dentro de todos estos valores, podríamos decir sociales y
educacionales, también se nos reafirmaban los que ya traíamos del hogar con
respecto a la patria, los símbolos patrios, la familia, el respeto a la
autoridad (sabíamos que los mayores sólo deseaban nuestro bien), al prójimo, a
las instituciones, a los lugares públicos, al comportamiento y educación que
demostrábamos en cualquier lugar donde nos tocara actuar. Se nos transmitía
dignidad y respeto para con nosotros y para con el prójimo.
En quinto año, ya teníamos una práctica semanal desde
principio de año y un mes o cuarenta días –según los feriados– corridos, en un
solo grado y en una escuela próxima a nuestro hogar, ya que debíamos seguir
asistiendo a clases del resto de las materias.
Llegó el último día de clases y en un teatro abarrotado de
“blancas palomitas” y orgullosos padres y familiares, nos entregaron el título
de Maestra Normal Nacional.
Cuando terminó el acto y en el hall del teatro, mi viejo,
con la voz entrecortada por las lágrimas de emoción, me dijo: “Hasta aquí
llegamos tu mamá y yo. De ahora en adelante sos responsable de tu vida”. Me
besó y me abrazó al igual que mi mamá.
Solo tenía 17 años… ¡Cuánta responsabilidad y
cuánta agua pasó bajo el puente! Me jubilé como docente a los 63 años y con 33
años de servicio frente al grado.
Mucho de lo que narras yo también lo viví aquí en Rosario. Nos exigían detalles que correspondían a un profesional. Aún continúo tratando de tú, a veces, y especialmente en una clase. Cuando pasamos a ser "trabajadores de la educación", docentes en general, qué quedó de las maestras ? Nosotras marcadas a fuego... Gracias por tu recuerdo de una época en que aprendíamos y enseñábamos con alegría y dedicación. NORA NICOLAU
ResponderEliminarQuerida Ana María: Has escrito mi historia... Yo también me jubilé como docente a los 65 años y con 43 de servicio. Bellas èpocas, tanto esfuerzo, tanta dedicación, tanto respeto, tanto amor.
ResponderEliminarGracias por darnos este bello recuerdo.
Susana Olivera