martes, 9 de septiembre de 2014

Ser maestra

Por Ana María Miquel

Al terminar el sexto grado en 1958, concluía mi ciclo de escolaridad primaria en la escuela pública y solo de mujeres “Patricias Mendocinas” de la ciudad de Mendoza. Tenía que seguir con la secundaria y mis pretensiones eran ingresar a una escuela de Artes Plásticas.
Creo que esa inclinación surgió en la misma escuela primaria, donde nuestras carpetas de trabajo eran verdaderas obras de arte. Por ejemplo, todos los títulos de las materias que trabajábamos diariamente debían ser escritos en letra gótica, con tinta china y la pluma correspondiente. Los mapas debían ser calcados y realizados con plumín y tinta china (no se vendían en librerías). Podíamos ilustrar todos los trabajos que quisiéramos y las carátulas también debían ser confeccionadas por las alumnas.
En la actual Tecnología, nos hicieron forrar una gran caja a principio de año y durante el resto del ciclo lectivo, debimos confeccionar un ajuar completo para bebé y llevarlo a fin de año al orfanato de la ciudad de Mendoza.
Era feliz, con tanto despliegue de actividades realizadas por mis manos y quería seguir por el mismo camino. Pero me encontré con la férrea voluntad de mi mamá que me dijo ante mi propuesta: “Primero me traés el título de maestra y después hacés lo que quieras”.
Por más que me quejara, pidiera y rogara, ya estaba dicha la última palabra: la de mis padres. Para mi papá era todo un honor que su hija fuera maestra y era lo máximo a que pudiera aspirar una mujer en esos momentos o en esos años.
Zanjando el inconveniente y sin traumarme, ni necesidad de psicólogos o test vocacional, ingresé en la Escuela Normal número 1 “Tomás Godoy Cruz”, después de previo examen de ingreso. El mismo consistía en una evaluación de Lengua y otra de Matemática, más el examen físico. En este último, las alumnas debían tener, además de buena salud, un aspecto físico que les permitiera desempeñar el cargo de docentes, es decir: ni rengas, ni gordas, ni bizcas, ni tartamudas, ni muy petisas, ni demasiado altas, sin labio leporino. Para que de esta manera pudieran estar frente a un grupo de niños, sin que su aspecto físico fuese motivo de burla por parte de los alumnos.
En esos momentos, la Escuela Normal comprendía en su plan de estudios, un Ciclo Básico enciclopedista (primero, segundo y tercer año). Luego, en cuarto y quinto año, se realizaba la especialización docente.
Al terminar tercer año debíamos tener un promedio superior a siete en todas las materias y venía una nueva revisación física, que casi no paso por un seseo que tengo al hablar, que a veces me asemejaba a una española.
Ya en cuarto año, eran materias específicas relacionadas con la educación: Política Educativa, Didáctica, Pedagogía, Psicología, Puericultura, Literatura, Práctica de la Enseñanza, Filosofía, Ética y otras del mismo tenor.
En Puericultura nos enseñaban desde atender un parto y dar de mamar a un bebé hasta cambiar pañales y todo lo relacionado con la alimentación, vacunas y enfermedades propias de los niños. En Literatura, nos hacían aprender de memoria las poesías gauchescas y españolas y el análisis de algunos libros, por ejemplo el “Martín Fierro” y otros de Gabriela Mistral o Alfonsina Storni.
En Didáctica y Pedagogía, todos los métodos de enseñanza que había hasta ese entonces a través de la historia, con la vida de cada pedagogo creador del método.
En Práctica de la Enseñanza, comenzábamos hacia finales de cuarto año dando unas diez clases en escuelas primarias y contábamos con la presencia de la docente del aula, la profesora de la materia y nuestras compañeras. La calificación surgía de un acuerdo entre docente y profesora, quienes no dejaban pasar el más mínimo detalle. Además de los contenidos se tenían en cuanta las formas. Por ejemplo, la practicante debía lucir “impecable”: guardapolvo blanco almidonado, debajo de la rodilla, tres tablones sobre el pecho, cuello alto y prendido en la espalda con un hermoso moño en la cintura. Medias de muselina y zapatos de taco bajo negros y bien lustrados. Sin maquillaje y con un peinado que despejara la cara. Uñas bien cortas y sin pintar.
No podíamos tutear a los alumnos, si lo hacíamos, debíamos hablarle de “tu” (con los verbos haciendo juego), pero preferiblemente debíamos tratarlos de “usted”. Estaba absolutamente prohibido era señalar a un alumno con el dedo. Osar apoyarse en un banco o en el escritorio, nos bajaba la nota. ¡Y ni hablar de la preparación de las clases, tanto de la planificación, como los pasos (motivación, desarrollo, afianzamiento y evaluación) y el despliegue de material didáctico que hacíamos! Por lo general, las docentes nos daban temas donde nos pudiéramos lucir.
Con qué gusto, mi papá me ayudaba a confeccionar maquetas para algunos de los temas, que recuerdo: “Petróleo y sus derivados”, “La vid y fabricación del vino”, “Balanza y Polea”. Tampoco existían en esos momentos las fotocopias, eso lo hacíamos en casa con tinta especial color violeta y una pasta mimeográfica que preparaba el farmacéutico del barrio.
En todas las materias, los profesores se encargaban de resaltar que la docencia era un apostolado, un amor incondicional a los niños y a los futuros ciudadanos. En el mismo, no importaban los sacrificios personales que se debieran hacer en aras de la “buena formación” de un alumno. Y nosotras debíamos ser un ejemplo constante en todos los aspectos: físico, psíquico, intelectual y moral. La gran premisa era “el maestro educa con el ejemplo y la docencia es un apostolado”.
Hacía unos quince años que había terminado la Segunda Guerra Mundial y aún hoy recuerdo a la profesora de Política Educativa, contándonos la anécdota de Janusz Korkzac –existe una película sobre este hombre–, aquel abnegado maestro que marchó cantando con sus alumnos hacia la cámara de gas y llevando en brazos al más pequeño. A ese nivel, debía ser nuestra entrega.
Dentro de todos estos valores, podríamos decir sociales y educacionales, también se nos reafirmaban los que ya traíamos del hogar con respecto a la patria, los símbolos patrios, la familia, el respeto a la autoridad (sabíamos que los mayores sólo deseaban nuestro bien), al prójimo, a las instituciones, a los lugares públicos, al comportamiento y educación que demostrábamos en cualquier lugar donde nos tocara actuar. Se nos transmitía dignidad y respeto para con nosotros y para con el prójimo.
En quinto año, ya teníamos una práctica semanal desde principio de año y un mes o cuarenta días –según los feriados– corridos, en un solo grado y en una escuela próxima a nuestro hogar, ya que debíamos seguir asistiendo a clases del resto de las materias.
Llegó el último día de clases y en un teatro abarrotado de “blancas palomitas” y orgullosos padres y familiares, nos entregaron el título de Maestra Normal Nacional.
Cuando terminó el acto y en el hall del teatro, mi viejo, con la voz entrecortada por las lágrimas de emoción, me dijo: “Hasta aquí llegamos tu mamá y yo. De ahora en adelante sos responsable de tu vida”. Me besó y me abrazó al igual que mi mamá.
Solo tenía 17 años… ¡Cuánta responsabilidad y cuánta agua pasó bajo el puente! Me jubilé como docente a los 63 años y con 33 años de servicio frente al grado.

2 comentarios:

  1. Mucho de lo que narras yo también lo viví aquí en Rosario. Nos exigían detalles que correspondían a un profesional. Aún continúo tratando de tú, a veces, y especialmente en una clase. Cuando pasamos a ser "trabajadores de la educación", docentes en general, qué quedó de las maestras ? Nosotras marcadas a fuego... Gracias por tu recuerdo de una época en que aprendíamos y enseñábamos con alegría y dedicación. NORA NICOLAU

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  2. Querida Ana María: Has escrito mi historia... Yo también me jubilé como docente a los 65 años y con 43 de servicio. Bellas èpocas, tanto esfuerzo, tanta dedicación, tanto respeto, tanto amor.
    Gracias por darnos este bello recuerdo.
    Susana Olivera

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