Por María Victoria Steiger
No me acuerdo cómo viajamos.
Vinimos a visitar a mis abuelos.
Los padres de mi papá que eran de Rosario como él.
Yo les había contado que por
trabajo vivíamos en Mendoza.
Mi mamá se quedó con mis hermanas.
Viajamos: las dos “mayores” con
papá.
La casa… impresionante.
Teníamos que portarnos como nenas
educadas. Las recomendaciones: lavarse las manos, no levantar los codos al usar
los cubiertos, comer con la boca cerrada y mucho más.
Claro, el viaje era largo y pasamos
unos días acá.
Conocimos un montón de primos.
Algunos mucho mayores y otros casi de nuestra edad.
Mi papá tenía cinco hermanos
cuatro mujeres y un varón, que era el tercero.
Por supuesto, recorrimos toda la
casa. Nosotras con papá paramos en el tercer piso, donde vivía mi tía sola.
Daba a la terraza y ella tenía sus plantas y mi abuelo dos pajareras enormes,
una con canarios y otra con unos pájaros negros muy lindos, pero que gritaban
un montón.
En el segundo piso, vivían mis
abuelos y, como en una suerte de departamento aparte del mismo piso, había dos
habitaciones y baño para mis tíos –el hermano de papá y su señora– y sus dos
hijos.
En el primer piso o planta baja,
que fue lo que más me impresionó, había una sala enorme con un piano de cola,
que tocaba mi abuela tocaba, y algunos sillones. Esa sala tenía una puerta que
no se abría hasta la hora de las comidas. Era de madera y vidriecitos de muchos
colores, me dijeron que se llamaba vitral, muy linda.
En la misma planta, se hallaba el
escritorio de mi abuelo al que entré creo que una vez.
La hora de almorzar en general
en éste viaje fue de conocer la casa de los otros tíos abuelos y de las otras
hermanas de papá.
¡Ah, otra cosa! La casa tenía
sótano. Mi abuelo me llevó una vez. El iba al mercado y traía las verduras y
otras compras que hacían falta y como yo pregunté por la cocina, ¡me la mostró
y me dijo que no era lugar para chicos! Nunca más bajé, pero me hubiera gustado
investigar más.
La cena siempre era en casa, ¡y
bajábamos bañadas y cambiadas, muy coquetas!
Desde el primer día, la mesa era
para mí un espectáculo. Les cuento: copas para agua transparentes, las copas de
color para el vino blanco y otra para el vino tinto.
Bueno con estas cosas, copas
altas tenía un problemón. ¡Cómo hacer para no romper nada! Fue complicado pero
me salió. En todos los días que pasamos, no rompimos nada.
Claro, en casa, en Mendoza, no
es que viviéramos como indios: pero usábamos vasos comunes y siempre había
algún modelo distinto, porque rompíamos fácilmente. Teníamos copas pero se
usaban para los mayores cuando había fiestas.
La comida era muy rica y
variada, parecida a la de casa pero… primer plato, segundo plato y postre eran
como mucho. Yo comía bien; pero pedía un poco menos de todo por que no se podía
despreciar ninguno.
Este fue un viaje inolvidable. De
vuelta en casa, las dos contábamos de todo al mismo tiempo. Yo, especialmente,
quedé impresionada por dos cosas: mi abuelo que cuando terminaba cada comida
preguntaba en vos muy alta: “¿Quién quiere un par de huevos fritos?” Después de
semejante comida todos se reían con gusto. La otra cuestión que me llamaba la
atención era la mesa puesta con todas las copas, que para mí eran de una
luminosidad enorme.
María Victoria, me encanta curiosear o saber costumbres de esas casas tan distinguidas, pero con toda el alma, soy más feliz en las que hay el alboroto y el desorden provocado por tantos chicos, como me imagino que era tu casa de Mendoza. Felicitaciones por el relato. Ana María.
ResponderEliminarGracias por tu comentario!
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