Por José Mario Lombardo
Frente al hospital vivía uno de mis tíos, hermano de mi
padre. Su casa ocupaba el frente de un lote bastante amplio que tenía unos 50
metros de fondo. Como no había cloacas, el pozo negro, por una cuestión de
higiene, se había ubicado lejos de la vivienda. Sobre el mismo pozo se había
construido la letrina, que era el baño de la casa.
Entonces, sobre el fondo del terreno, en el rincón Oeste, se
encontraba la letrina, mientras que en el Este había un palomar.
El palomar era una especie de cilindro de mampostería de
unos tres metros de diámetro por unos cuatro o cinco metros de alto. Tenía una
sola abertura que permitía la entrada por una pequeña puerta y no tenía techo.
En su interior, sobre el muro circular, se encontraban recintos rectangulares
también construidos de ladrillo en los cuales las palomas hacían su nido.
No recuerdo haber visto otro palomar de ese tipo en el
pueblo. Siempre me resultó extraña su existencia en ese lugar: Blanco,
encalado, con sus revoques rugosos, semejaba la torre de un castillo sin
castillo, sin fosos ni ventanas. Cada vez que iba a esa casa, era inevitable mi
entrada al palomar, que tenía el piso acolchado por el guano de las palomas, un
sordo palmotear de alas y una nube de polvo mezclada con piojillo.
Un día, con mi padre, nos trajimos un casal de palomas. Eran
muy pequeñas. Un macho y una hembra y nos dimos a la tarea de criarlos. Estaban
muy débiles, quizá por eso, la palomita se murió a los tres o cuatro días.
Quedó el palomo, que fortalecido y adaptado a su nueva vivienda comenzó a
crecer en medio de la familia, comía el mismo alpiste del canario y de a poco
hizo migas con “El Negro”, que era el gato más ladino del mundo.
Como el gato tenía nombre: “negro”, decidimos ponerle nombre
al palomo, entonces después de una encarnizada discusión en la que intervino
toda la familia, algún tío, y varios vecinos, optamos por el nombre que
seguramente le correspondía y que el aprobó de inmediato: “Loco”.
En la cocina teníamos la radio, que era eléctrica a lámparas
con su frente esterillado, protegido
por varillitas horizontales de madera lustrada. Tenía onda corta, onda larga y
le habíamos colocado una antena en el techo para evitar las descargas. En esa
radio escuchábamos el noticioso del mediodía, el radioteatro de la tarde, y por
la noche, algún programa musical. Con ese aparato también compartimos por Radio
Colonia sintonizada por mi padre o Radio del Estado por mi tío, gran Peronista,
los sucesos de aquellos inolvidables días de setiembre del 55.
Fue antes del 55 que un día, “El Loco” se paró sobre la
radio. No sé si estaban pasando el noticioso, pero estoy seguro de que la radio
estaba encendida. Era cerca del mediodía, pues estábamos por comer. “El loco”
entró por la ventana, planeó bajito y se posó serenamente sobre el aparato.
Estuvo un rato allí mientras almorzábamos para después, como si hubiese estado
escuchando las noticias, darse por satisfecho y salir por donde había entrado.
Desde ese día, sin que nadie se lo pidiera, nos visitó diariamente a la hora
del almuerzo. Si la radio estaba encendida, se paraba sobre ella supongo que
para enterarse de los acontecimientos del día.
Nunca lo encerramos, él hizo su vida libre yendo y viniendo
como alguien más de la casa, además nunca tuvo problemas con “El Negro”, gato
ladino, que lo miraba deambular por el territorio como si alguna vez le hubiese
otorgado su permiso.
Éramos muy amigos de nuestros vecinos. Compartíamos las
fiestas, los cumpleaños y casi siempre, a la hora de comer, alguno de ellos nos
visitaba para charlar o muchas veces para dirimir discusiones que solían tener
sobre tal o cual cosa, como por ejemplo la cantidad de sal para curar las aceitunas,
la edad de los conejos o el nombre completo de Belgrano.
Un día llegó el José, uno de los vecinos. El José siempre
usaba gorra visera. Se sentó en la silla del rincón, porque a comer ellos no
aceptaban. Venía a ofrecernos una rifa del club. Nos sorprendimos cuando entró
“El Loco” y se paró en su cabeza. Sobre la gorra. Entonces, desde aquel día,
quien se sentase con gorra en la silla del rincón, gozaría del privilegio de
tener al “Loco” sobre su cabeza. (Siempre sospechamos que “El Loco” les
adivinaba el pensamiento).
Cuando mi padre partía para el trabajo a eso de las ocho de
la mañana, “El loco” lo acompañaba hasta la puerta de calle. Allí, se quedaba
hasta que lo veía doblar en la esquina. Después, comenzó a hacerlo a lo largo
de la cuadra, volando de rama en rama o de pilar a algún tapial, para
finalmente suspender su camino en el cartel del almacén del barrio.
“El Loco” se había acostumbrado a comer alpiste, por eso le
pusimos una tapita de dulce sobre la rinconera de la cocina donde él sabía que
estaba su ración diaria, de manera que cada tanto entraba a picotear unos
granitos para luego hacer sus visitas a los patios vecinos.
Un día, de vuelta de su labor, al mediodía, mi padre comentó
que “El Loco” lo había acompañado hasta la entrada del trabajo y que se había
quedado parado sobre el cartel del negocio. Todos pensamos que era otra de sus
maneras de demostrar su cariño hacia nuestro grupo familiar. Para celebrarlo,
le pusimos en la tapita de dulce doble ración de comida. Pero ocurrió que “El Loco”
no apareció a comer en todo el día ni al día siguiente ni al otro. Fue así como
pasaron los días y nuestro mágico compañero no volvió con nosotros. No podíamos
entender el motivo de su ausencia pero con el tiempo nos dimos cuenta de que su
último gesto acompañando a papá había sido su despedida. Allí quedó entonces,
sobre la rinconera, la doble ración de alpiste que nadie se atrevió a tocar.”El
Loco” seguramente había encontrado compañera y naturalmente, como buen bicho
libre, había volado buscando una nueva vida. Nadie es dueño de la vida del
otro, no hubiera sido justo que al loco lo tuviéramos en una jaula o con las
alas cortadas. Todos somos libres de volar hacia nuestro horizonte soñado. “El
loco”, al fin y al cabo, habría encontrado su lugar en el mundo; por eso, a
pesar de extrañar su presencia, nos contentamos con desearle una buena vida y
recordar con cariño sus simpáticas e inesperadas actitudes.
Pasó el tiempo. Casi un año. Un buen día, para nuestra
sorpresa, “El Loco” entró por la ventana. Primero. se paró sobre la radio que
estaba apagada, después saltó hasta la rinconera donde aún estaba la tapita con
alpiste, comió unos granitos y se fue. Se fue y nunca volvió.
Nos quedamos asombrados. No podíamos comprender que una
paloma, luego de un año, nos siguiera recordando o acaso ubicando su antiguo
hogar, sus lugares predilectos y hasta el lugar donde comía.
Ese día, “El Negro” estaba durmiendo en el umbral de la
puerta. Cuando “El Loco” apareció, seguramente su instinto felino lo despertó.
Lo miró hacer como de costumbre. Después, cuando lo vio salir por la ventana,
se lamió una mano, se la pasó por esos ojos amarillos que tenía y se acomodó de
nuevo para continuar la siesta. En él no cabía el asombro, el gato sabía, por
ladino y por poeta, que al final siempre se regresa.
Hermosa y entretenida historia José, me encantó. Felicitaciones. Ana María.
ResponderEliminarJosé, lo que decís del gato es muy cierto. Yo crié un gato (desde la mamaderita) cuando me casé el desapareció de casa y sólo regresaba cuando yo volvía a visitar a mis abuelos. No sabemos de donde venía, pero los hizo durante mucho tiempo. Como siempre tus relatos muy descriptivos y hermosos!
ResponderEliminarQué bueno ese pensamiento que nadie tiene derecho a "cortar las alas" de otro. Me encantó el final, eso del gato ladino y poeta que cree que al final siempre se regresa a la "querencia". Hermosa historia.
ResponderEliminarSusana Olivera
Que manera de narrar, el Negro y el Loco dos personajes tan especiales. Me recuerda al estilo (salvando las diferencias) de Fontanarrosa. Muy buen relato...
ResponderEliminarUn abrazo.
Muy bueno tu relato!
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