Por Ana
María Miquel
Además
de la playa, el otro lugar de juegos era la plaza. Nos dejaban ir solos, ya que
estaba cerca de casa y en esa época los niños podían desplazarse por las calles
sin peligros.
Recuerdo
que era un 17 de agosto y en la escuela me habían dicho que San Martín había
fallecido a las quince horas. Ahora no sé si la memoria me está jugando una
mala pasada y no era la muerte de San Martín en esa hora o si era la muerte de
Jesús. Pero yo pensaba que San Martín había muerto a la hora en que yo podía
jugar y disfrutar del aire libre, porque él había dejado de respirar a esa
hora. Así me había explicado mi hermano la muerte: “Se muere cuando ya no
respirás”.
La
cuestión fue que habíamos ido a la plaza Miguel y yo en nuestra poderosa
bicicletita, que por supuesto manejaba él y me llevaba a mí sentada en el caño,
era una bicicleta de varón. Los dos muy chicos: él nueve y yo seis años.
Como
era un día feriado y muy temprano, después de almuerzo, todavía no habían
llegado muchos chicos al lugar. Teníamos trapecio, hamacas, toboganes, calesita,
sube y baja, mucha arena, dátiles que caían de las palmeras y nos los comíamos,
y un hermoso solcito que nos calentaba el alma y la sonrisa. Corríamos de un
juego al otro como no sabiendo qué hacer con tanto espacio y todo para
nosotros.
Hasta
que en un momento dado aparecieron tres nenas, más o menos de la edad de mi
hermano o un poquito más grandes. También estaban en la misma que nosotros:
disfrutando el espacio, los juegos y el día. Hasta que en un momento dado,
comenzaron a discutir con mi hermano no sé por qué motivo, creo que era por la
usurpación de las hamacas. Yo estaba muy concentrada en hacer piruetas de
trapecista de circo en el trapecio.
Una
característica de mi hermano es que era muy bueno en las discusiones, pero no
en las peleas. Utilizaba, hasta el día de hoy lo hace, la ironía como un
estilete que atraviesa el corazón del adversario. Y vaya a saber qué comentario
hizo, mientras se balanceaba en una de las hamacas con mucha displicencia e
ignorando a las agresoras. Cuando una de ellas, había tomado una botella de
Bidú del cesto de la basura y fue por detrás, esperándolo cuando la hamaca
estuviera a su alcance y le dio un botellazo en la cabeza.
Miguel
cayó hacia atrás y quedó con los pies colgando en la hamaca que lo arrastraba,
mientras que otra de las nenas gritaba: “Lo mataste! Está muerto?”. Allí, se
arrimaron a él, lo miraron desde su altura a mi pobre hermano tirado en el piso
con los ojos cerrados y salieron corriendo desesperadas.
Cuando
me di cuenta de la traición y del golpe por la espalda que le iban a dar, me
largué del trapecio desesperada, pero no logré evitar la embestida. No llegué a
tiempo… Miguel ya estaba caído en la arena y las agresoras se habían dispersado
espantadas por el miedo. El mismo miedo que yo sentía en ese momento, orque lo
miraba y no abría los ojos. Lo llamaba y no me contestaba. Miraba para todos
lados buscando ayuda y no había un alma, ni niños, ni adultos.
En ese
momento todo estaba bajo mi responsabilidad y le miraba la cabeza y veía que
corría un hilito de sangre y se le iba haciendo un chichón descomunal, justo en
la parte de la cabeza donde los niños coronan al nacer.
Nunca
he sabido de dónde he sacado tanta fortaleza para momentos difíciles, pero lo
primero que pensé fue que lo tenía que llevar a casa; pero ¿cómo? si él estaba
desmayado, yo no tenía fuerzas para levantarlo y teníamos la bicicleta.
No sé
cómo hice pero coloqué la bicicleta en uno de los parantes de las hamacas, lo
levanté con todas mis fuerzas y conseguí sentarlo en el asiento al mismo tiempo
que yo me ubicaba delante de él y, como pude, llegué caminando con él a mis
espaldas y las piernas abiertas en el caño de la bicicleta, hasta un lugar
donde no hubiera arena. Cuando salí de la arena, comencé a manejar la bicicleta
parada y él apoyado en mi espalda y ya reaccionando. Pedaleando con mucho
esfuerzo iba llegando a casa, cuando me dice, medio atontado por el golpe:
-No
vayamos a casa porque mami se va a asustar. Vayamos a lo de María Esther.
-Bueno–
le contesté.
Ya
sabía la crisis que haría mi mamá cuando lo viera en esas condiciones, porque
lo conocía y sabía lo travieso que era. Siempre hacía una de cada color, desde
meterse en un pozo para ver pasar el tren por arriba, hasta enchufar una pila
en un tomacorriente de la luz y dejar a toda la manzana a oscuras o teñirse el
pelo con agua oxigenada para parecerse a nuestro hermano mayor que era rubio.
Llegamos
a lo de María Esther, que tendría quince años y cuando lo vio, lo metió abajo
del agua del piletón de lavar la ropa de aquella época. Le desinfectó la
herida, le lavó la cara y nos quedamos un buen rato con ella hasta que le
bajara un poco la hinchazón de la cabeza.
Cuando
todo volvió a la normalidad, volvimos a casa a tomar la leche; pero fue
inevitable que mi mamá se diera cuenta y nos cantara las cuarenta.
Que travesuras las de los niños de antes y que valentia, ir de una amiga para que mama no lo retara. Me imagino tu susto y el de las chicas que le dieron el botellazo. Hoy seguramente sacarian una resonancia, etcccc. Me encanto.
ResponderEliminarCómo me gustan las expresiones que usás, tus palabras, cómo las disfruto..."el solcito nos calentaba el alma y la sonrisa"..."Te morís cuando ya no respirás" (bella descripción infantil de la muerte)..."utilizaba la ironía como un estilete"... Y otras tantas... Hermoso tu relato.
ResponderEliminarUn abrazo
Susana
Coincido con Susana, tienes una manera muy particular de narrar, como lo haces en primera persona vuelves a ser esa niña de otrora que se adueña de tu ser.
ResponderEliminarHermoso.
Un abrazo.
Muy bueno tu relato!
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