Por Ana María Miquel
Me veo sentada en un sanatorio, con mi yerno al lado,
esperando el nacimiento de mi primera nieta mujer.
Se abre la puerta del ascensor y aparece mi hijo menor. “Mamá,
en Mendoza te están buscando desesperados. La abuela se cayó ayer a la
tardecita y se quebró la cadera. Esta noche la operan”.
Sentí que el mundo giraba a mí alrededor vertiginosamente y
que hacia algún lado saldría despedida. ¿Quién me necesitaba más, mi hija o mi
mamá? Mis deseos espontáneos eran quedarme con mi hija y su cargamento de vida.
Pero allá tenía obligaciones morales y de hija que debía cumplir.
A la mañana siguiente, ya estaba en Mendoza y fui
directamente al sanatorio. Cuando llegué la vi bien, contenta de verme.
“Me mandé una macana y no sé si Dios me perdonará ésta”, me
dijo con cara de culpa. Ya mis hermanos la habían retado, porque había cometido
una de sus tantas locuras. Con más de noventa años, seguía siendo libre e
independiente como un caballo desbocado.
Me mostró la pierna “con el costurón” que le hicieron, era
la primera vez en su vida que estaba internada. Ni siquiera lo había estado
cuando nacieron sus hijos. Alguien me mostró la placa radiográfica y pensé: “No
puede ser de otra persona más que de ella”. En primer plano aparecía un alfiler
de gancho y unas cuantas monedas desparramadas. En el apuro o, por respeto, no
le sacaron la bombacha al hacer la placa y salió reflejado su monedero privado.
Una bolsita de tela prendida a la bombacha con un alfiler.
Mis hermanos me comentaron que por momentos desvariaba y
hablaba cosas incoherentes. En ella no lo podía creer. Los que saben me
explicaron que estaba bajo un shock que se produce en las personas mayores
cuando se las saca de su hábitat para ser internadas. También me dijeron que la
operación había salido muy bien, pero que estaba con una gran anemia y no
quería comer.
En uno de los momentos de cordura y bajo mi insistencia,
logró contarme cómo se había caído.
Ella vivía en su casa, bajo el cuidado, protección y
atención de una mujer madura con aires de ama de llaves de un castillo inglés.
Esta señora representaba para nosotros una gran tranquilidad, ya que sabíamos
que estaba muy bien acompañada, entretenida y atendida solícitamente. Además,
se encargaba de llevarla al médico, pagar impuestos y cualquier otro trámite
que hubiera que hacer. Pero, por sobre todas las cosas, soportaba estoicamente
el autoritarismo de una mujer de más de noventa años, acostumbrada a dirigir y
a ser respetada.
En su vida, mi mamá tuvo una actitud sabia: fue
desprendiéndose de todas las cosas materiales de valor que pudiera tener. En
consecuencia, a la vuelta de los años, no le faltaba nada, pero vivía
modestamente ayudada por los hijos varones. Inclusive le había hecho prometer a
mi hermano mayor, que nunca la sacarían de su casa para enviarla a un
geriátrico. De lo dicho, se puede deducir que ya no tenía nada de valor
material, solo el dinero, que como dije, lo guardaba muy escondido y lo
administraba de maravillas.
Pero sí, tenía algo que para ella era de muchísimo valor: enaguas.
Esa prenda íntima, tipo vestido, que ya casi no se fabrican
y las mujeres mayores usaban para ir al médico. Tanto mis cuñadas como yo,
cuando encontrábamos alguna se la comprábamos y mis hermanos la proveían de
naipes para jugar a la canasta.
Tenía un amplio cajón de la cómoda con hermosas enaguas:
enteras, de cintura, para uso diario, para el frío, para el calor y para ir al
médico. Pero se le había puesto en su paranoia de vieja, que “la muchacha” le
robaba las enaguas.
—Para qué las quiere? –le decíamos– si ya no se usan. ¡Además
a ella no le entran!
—Pero las vende –nos respondía– o se las regala a la hermana
del campo.
Y no había manera de hacerla entrar en razón. Una de las
tardes en que estaba internada, conseguí saber cómo se había roto la cadera,
contado por ella misma.
Le había inventado un mandado a “la muchacha” diciéndole que
fuera a jugarle un número a la quiniela. Cuando se fue. Subió por una amplia
escalera que daba a la habitación de la empleada, con su bastón y sus zapatones
de piel, ya que sufría mucho el frío. Una vez en la habitación, revisó todo
buscando sus enaguas, sin encontrar nada, volvió por donde había subido,
sosteniéndose del pasamano y al llegar al último escalón se resbaló y cayó. Con
tan mala suerte, que al caer empujó con el pie un gran macetón que se le vino
encima y le pegó en la cadera.
Allí quedó tendida hasta que llegó la muchacha y como nada
la amilanaba le dio la orden y el diagnóstico.
—¡Llamá a urgencias, me quebré la cadera!
Fue el principio del fin. Cuando levanté su casa, me traje y
tengo guardadas todas las enaguas. ¡Trapos, con un gran valor afectivo!
Ana: Cuántas anécdotas tienes para contar! Me gusta leerlas,aún más cuando no puedo estar presente en el curso. NORA
ResponderEliminarCuando leiste este relato en clase,me encantó.Y me gusta más ahora. ¿Vos no usaste enaguas? Yo sí... Y tengo varias guardadas-ya son inútiles por los pantalones- pero también me gustaban mucho.... Ojo!!!! ¿eh? No tengo 90 años.
ResponderEliminarCariños
Susana Olivera
Gracias a las dos, sí tengo enaguas y aunque no lo crean a veces las uso en esos días fresquitos de otoño o primavera si tengo que ir al médico. Y tampoco tengo noventa años. Ja...Ja...Besos a las dos. Ana María.
ResponderEliminarNunca use enaguas, pero me gustó el relato. Me recuerda a mi madre que guardaba ropa nueva para ir al médico. Me gusta como pintas ese personaje que casi podemos ver. Hermoso amiga.
ResponderEliminarUn abrazo
Ana yo no las usé, pero sí mi mamá. A mí me gustaba disfrazarme con ellas, porque eran brillosas, con encajes y bordados, de colore suaves o negras, más lindas que las prendas de vestir. Se esfumaron de los guardarropas femeninos, pero para vos forman partes de "las cosas" que como testigos mudos nos trascienden! carmen
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