Por Luis Zandri
Los hechos que voy a relatar ocurrieron entre los años 1968
y 1978.
El 4 de enero de 1968 me casé, después de un largo noviazgo,
ya que cuando comenzó tenía apenas 16 años y era conveniente terminar los
estudios secundarios, conseguir un buen trabajo, hacer planes para la vivienda
y todos sus contenidos y demás detalles que implican una decisión tan
importante en la vida de una persona. Mi novia ya trabajaba, ya que había
realizado un curso de corte y confección del Sistema Teniente, muy en boga en
esa época; y a sus 15 años comenzó a dar clases sobre el tema y también a
desempeñarse como modista, haciendo diversos tipos de prendas.
No pasó mucho tiempo hasta que una amiga de ambos, Ana María
era su nombre, le dijo a ella que se casaba y que le tenía que confeccionar el
traje de novia. “¿Qué?, ¿estás loca?”, le respondió, ya que hasta ese momento
no había hecho ninguno. “¡Vos me lo prometiste así que ahora tenés que cumplir!”.
Y cumplió con creces, ya que según su opinión fue el mejor
traje de novia que hizo en su vida, ya que eso le dio pie para animarse y
dedicarse posteriormente a lo que llaman “alta costura”; es decir, vestidos de
novias y de fiestas, convirtiéndose con el tiempo en una excelente profesional
hasta la actualidad.
Viajamos de luna de miel a Bariloche. Después de un largo recorrido
en ómnibus de más de 30 horas, ya que en esos tiempos desde Piedra del Águila
en adelante la ruta era de ripio y además cuando llegamos al río Limay –que
nace en el lago Nahuel Huapi, confluye con el río Neuquén y da lugar al
nacimiento al río Negro, con un recorrido total de 617 kilómetros– había que
cruzarlo con el colectivo montado sobre una balsa traccionada a mano por medio
de cables de acero y, desde allí. nos quedaban todavía por recorrer más de 200
kilómetros.
Nos alojamos en el hotel Roma, un excelente hotel contratado
por la obra social del Seguro, gremio al cual pertenezco. Una nota graciosa, si
se quiere, fue que en la primera noche me quedé encerrado en el baño con el
picaporte de la puerta en la mano al intentar abrirla. ¡Me moría de vergüenza! Mi
esposa tuvo que llamar a un camarero para que solucionara el inconveniente, divirtiéndose
ambos a mi costa.
Una de las excursiones programadas que realizamos era la del
Circuito Grande; duraba todo el día y en su recorrido se visitaba la isla
Victoria con almuerzo incluido. Después de comer estábamos descansando en el césped
varias parejas de mieleros en las cercanías de la hermosa cabaña que hacía las
veces de comedor, cuando de pronto vimos que se acercaba un grupo de jinetes a
caballo. Nos causó una gran sorpresa ver que el que encabezaba el grupo era el general
Juan Carlos Onganía, quien en ese momento era el presidente de nuestro país. Después
nos enteramos que en esos lugares hay una residencia presidencial.
Se apearon de los caballos, y él se acercó a saludarnos, deseándonos
bienaventuranzas. Algunas parejas se acercaron a estrecharle la mano, nosotros
no lo hicimos ya que yo siempre sentí un pleno rechazo hacia los militares.
Luego el grupo volvió a montar y se retiraron por donde habían venido.
Recuerdo que cuando estuve en el servicio militar en el año
1965, en la Cuarta Compañía de Vigilancia, ubicada en la Fábrica Militar de
Armas en Fray Luis Beltrán, en una discusión que tuve con un sargento ayudante,
que yo tenía entre ceja y ceja, le dije en un rapto de enojo que los militares
no servían para nada y que si a él yo le sacaba el uniforme y lo vestía de
civil y lo largaba a la calle no iba a saber qué hacer.
Para mi sorpresa en lugar de castigarme con un arresto por
mis palabras, me respondió: “Tenés razón, no sabría que hacer, fuera de esto,
no sirvo para nada”.
En esos años, yo guardaba el auto en una amplia playa de
estacionamiento a dos cuadras de mi casa, en la calle Reconquista al 1700, a
cuyo frente había una panadería, siendo su dueño quien alquilaba el galpón a
terceros para su explotación.
Eran dos muchachos los que alquilaban la playa. Uno era de
baja estatura, robusto y morocho, del cual no recuerdo su nombre, el otro era
Carlos, también morocho, alto y con bigotes. Yo veía que casi todos los días se
reunían en el fondo del local con un grupo de entre 10 a 20 personas, tomando
mates y charlando en voz baja. Integraba el grupo una chica muy linda conocida
por mí, prima de una amiga.
Esas reuniones despertaban mi curiosidad, pero nunca le pregunté
nada a ella, hasta que un día hubo una razzia y allí nos enteramos que eran
militantes montoneros. La gente decía que a los dos muchachos los habían
matado. Después de varios años, un día me crucé en la Avenida Alberdi con el más
bajito de ellos. Nos miramos pero no sé si me reconoció o no quiso hacerlo y yo
tampoco le dije nada.
Más adelante, en el año 1978, cuando se estaba jugando el Mundial
de Fútbol, vino a la casa de mis suegros un pariente de ellos que estaba en la
base aérea de Paraná. Lo habían asignado como custodio en el aeródromo de
Rosario porque la Selección tenía que viajar a Buenos Aires, después de haber
jugado los tres partidos de clasificación aquí, en la cancha de Rosario
Central, dándome el gusto de presenciar el primer partido, 2 a 0 con Polonia, y
el tercero, 6 a 0 contra Perú.
Este hombre me invitó si quería acompañarlo al aeropuerto
para ver a los jugadores. No dudé en aceptar y allá nos fuimos. Cuando llegamos
él me ubicó en un lugar donde esperan los pasajeros para abordar el avión y me
dijo que no me moviera de allí. Al rato pasó a mi lado un militar muy alto y,
cuando veo su rostro, reconozco al general Galtieri, que en ese momento era el jefe
del Segundo Cuerpo de Ejército con asiento en Rosario. Nadie podía imaginar en
ese momento todo lo que iba a pasar después cuando asumió la Presidencia de la
Nación.
Luego aparecieron los jugadores, dirigiéndose a la pista
para abordar el avión que los transportaría hacia Buenos Aires. Ahí ya no pude
contenerme, corrí hasta las cercanías del avión y conseguí que seis de ellos me
firmaran su autógrafo: Tarantini, Ardiles, Houseman, Kempes, Pasarella y Luque.
No son gratos recuerdos mis encuentros con los militares que
mencioné en este relato y tampoco lo vivido en el servicio militar, ya que para
mí significó atrasarme un año en mis estudios. A lo largo de mi vida he
cambiado ideas, posturas y formas de proceder en distintas cosas, siempre
tratando de mejorar interiormente pero mis pensamientos y postura respecto a
los militares sigue inalterable: no sirven para nada.
Sigue siendo Bariloche un lugar muy elegido por los mieleros... Es tan hermoso...yo también hice la excursión que vos decís. Afortunadamente, los mieleros de hoy no se van a encontrar con Onganía!
ResponderEliminarCariños
Susana Olivera
Buen relato Luis, fue una época dura sin dudas. Sigo pensando que hiciste con el picaporte...
ResponderEliminarUn abrazo.