Por Alberto Nicolorich
Recuerdo cuando salíamos de vacaciones para Mina Clavero con
mis ocho o nueve años. Era toda una preparación especial. Teníamos un Ford 39,
8 cilindros en v con una potencia de 85 hp. Un detalle que tenía ese auto era
una palanquita en el tablero con la palabra “choke”, que siempre me intrigaba y
un buen día, no pude más y le pregunté a papá qué era eso. Riéndose me dijo que
era para no chocar. Me quedé sorprendido y me explicó que era el cebador. Cuando
hacia frío, antes de darle arranque al auto había que tirar de esa palanca y él
partía al primer toque del botón de arranque, que en esa época estaba en el
tablero, del lado izquierdo del volante.
El auto tenía un hermoso tapizado de cuero marrón y los
asientos enteros en los que entrabamos tres por asiento; yo, por supuesto,
adelante con mis padres.
Mientras mamá preparaba la ropa que llevaríamos, con papá
preparábamos el auto. La verdad es que yo estaba metido en todo porque me
gustaba: que verificar aceite, calibración de las cubiertas, agua del radiador.
Recuerdo que hacíamos un chequeo como para no dejar nada librado al azar, no
olvidarnos de la rueda de auxilio que estaba colocada en un cajón debajo del
piso del baúl, cubierto con una madera tapizada con goma, de ese modo todo el
compartimento quedaba muy grande. Tampoco teníamos que olvidarnos la caja de
herramientas, que acompañaban siempre a papá, por lo que pudiera pasar.
Y un día ocurrió.
Llegando a Carlos Paz, comienza a calentar el auto. Paramos
al costado de la ruta y, que pasó, quemamos una junta de tapa de cilindro. Recuerdo
que nos bajamos del auto, valija de herramientas en mano a solucionar el
problema. Sacar la tapa, que en ese modelo tenía como 30 tornillos, hacer la
junta con un material especial que nunca faltaba entre los elementos a llevar.
Luego de unas horas de trabajo, con mates compartidos, continuar el viaje.
A la noche se cargaba el auto, que tenia portaequipaje de hierro negro, como el
auto, sostenido con cuatro tacos de goma, sobre el techo, para no dañarlo. Se
colocaba primero una lona impermeable tipo tubo y comenzábamos a ubicar las
valijas y los bolsos y se cerraba todo con mucho esmero para evitar, si nos
llovía en el viaje, que se mojaran las cosas. Era una lona verde a la que había
que atar muy bien.
A la mañana muy temprano, luego de tomar un rico desayuno y
cargar el agua caliente para el mate, partíamos con la alegría de poder
compartir unos días en familia sin los trabajos ni la escuela.
En esa época, por el año 55 o 60, se viajaba a 80 kilómetros
por hora y por la ruta, que atravesaba todos los pueblos, cada tanto hacíamos
una parada técnica, como decía papá, para revisar el auto y de paso otros
menesteres, y continuábamos la marcha. Tardábamos 10 horas en llegar a Carlos Paz,
carga de combustible, preguntar el estado de la ruta e invariablemente
recibíamos la misma respuesta: “Quédense acá, no les conviene seguir, la ruta
no está buena”.
La idea era que los turistas no crucen la Pampa de Achala,
porque no los querían perder. Pero en tozudez no le iban a ganar a mis padres y
allá partíamos por una ruta de tierra más o menos cuidada, pero con unas vistas
espectaculares de las sierras grandes. Casi siempre, la salida de Carlos Paz
era a las 15 y en el camino hay una cuesta que le llaman “la mata Ford” Tenía
su razón de ser, con los calores del verano indefectiblemente en esa cuesta nos
quedábamos, el auto recalentaba y había que salir a buscar agua entre las
piedras. ¿Cómo hacíamos ? Muy fácil, sacábamos las tazas de las 4 ruedas y eso
nos servía. Cargábamos agua y a seguir.
Pasábamos por unos puentes de madera en los que apenas podía
pasar el colectivo. Había como cuatro o cinco de esos puentes. Todo camino
sinuoso y muy angosto, recuerdo que en cada curva se tocaba bocina por si
aparecía el colectivo o algún auto. Continuábamos disfrutando el paisaje viendo
los precipicios y las distintas tonalidades de verde, algún zorro gris que se
cruzaba era motivo para parar a verlo, lo mismo pasaba cuando un atrevido
cóndor volaba cerca de nosotros y, entre paradas, risas y bizcochos que nunca
faltaban llegábamos a Mina Clavero; y, de allí, a Cura Brochero, que era un
pueblito muy chiquito y parábamos en el único hotel, “Don Bustos”, que quedaba
en la esquina de la plaza y a un costado de la iglesia, frente a la comisaría.
Todavía hoy existe.
Volví después de muchos años a recorrer la ruta, ahora
autopista, a Córdoba y de allí, camino ancho, pavimentado que acorta el tiempo
de llegada, pero no te hace vivir la realidad de las sierras con sus paisajes y
lugares hermosos que tiene oculto al apurado viajero, que recorre sus rutas con
el afán de llegar antes.
Y es como todo, a veces pienso que el apuro por
vivir nos hace perder todas las bellezas que día a día nos regala la
naturaleza.
Muy bueno! El viaje en sí era una aventura. Me imagino cómo la disfrutarían. Es como cuando uno está por ir a una fiesta...lo más lindo son los preparativos. Muy original. Cariños. Ana María.
ResponderEliminarAlberto, como no podía ser menos, haz pintado un hermoso paisaje describiendo los parajes cordobeses y el trajín de la familia en pos de esas anheladas y merecidas vacaciones que siempre resultaban cortas. Muy lindo tu relato!
ResponderEliminarMe encantó lo compinche que eras con tu padre, la "aventura" de un viaje a las sierras, la felicidad de estar juntos. Qué buen recuerdo.
ResponderEliminarSusana Olivera
Que bello recuerdo, pensar que en la década del 50 ese viaje lo hacía anualmente en tren, Los paisajes que recorría el cochemotor bordeando el lago camino a La Falda es inolvidable.
ResponderEliminarMuy buen relato. Un abrazo.
Genial. quiero viajar con mi familia. Viajar significa ver las culturas de cerca y darse cuenta que compartimos los mismos valores fundamentales y los mismos objetivos. Todos formamos parte del mismo planeta. Después del viaje, seguramente te mostrarás más tolerante hacia los demás y sobretodo hacia los extranjeros. Muchas veces tenemos miedo a lo desconocido.
ResponderEliminarFuente: galapagos islands cruise cost