Por José Mario Lombardo
Mamá tuvo cuatro varones con su primer marido, cuando el
Gringo se murió ella sabía que no podía quedarse sola, la plata no alcanzaba y
había que criar los hijos. Entonces fue que se caso con el Gallego y para
completar el elenco tuvo tres mujeres y a mí, cosa que no solucionó el asunto
de la cría porque, encima de que creció la tribu, el Gallego también se murió
pronto y así se quedó la pobre con todo por hacer y nada para remediarlo.
Yo tenía bastante diferencia de edad con mis medio hermanos.
Por eso, me fui a vivir con Pepe que ya se había casado y me ayudó a terminar
la primaria. Mamá se quedo lidiando con las mujeres y apechugaba la vida yendo
a limpiar la casa del escribano dos veces por semana y lavando ropa para afuera.
Nunca nos faltó nada porque como decía el vecino de Pepe: “No
solo es rico el que más tiene sino el que menos necesita”. La verdad es que
mucho no teníamos, pero les puedo asegurar que si en algún momento
necesitábamos algo, Pepe y Angelita –su mujer– lo disimulaban bastante bien o
lo solucionaban mandándome a buscar a lo de doña Pepa una taza de azúcar o un
poco de aceite y la cosa funcionaba así, porque seguramente mañana doña Pepa
algo iba a necesitar.
Infancia como la mía era muy común en aquellos tiempos. Jugábamos
en la calle, corríamos en el campito todo el santo día detrás de una pelota de
trapo y a veces cuando volvía a casa, para que no molestara porque yo debo
haber sido un chico medio inquieto, Angelita me daba un huevo duro y me mandaba
a lo de la Quica que ya había vuelto del trabajo: “Buenas tardes doña Quica,
acá me manda Angelita con un huevo para que me entretenga”. Yo supongo que ese
huevo era como una especie de mensaje para la pobre Quica que era más buena que
un higo y siempre se daba maña para tenerme ocupado. Me hacía doblar las
servilletas, correr las moscas, traer agua de la bomba, darle alpiste al
canario, juntar las bolillas del paraíso o, simplemente, me mandaba a la
esquina para ver si llovía.
En el Taller de Ponce me enseñaron el oficio de chapista.
Salí bastante bueno para la pintura y eso me permitió ganarme mis primeros
pesos. En ese entonces había que arreglar todo, la guerra en Europa no
perdonaba ni a los parientes y había que darse maña para que todo funcionara.
Reparábamos hasta los faroles de los autos y la pintura preferida y casi la
única que se conseguía era la negra para los guardabarros o la verde de puertas
y baúles.
Atrás de la vía, al costado del Molino, estaba la “Villa
Ciclón”. Se llamaba así porque una tormenta de viento había volado todo el
barrio y lo habían reconstruido con lo poco que disponían. Allí vivía mi mejor
amigo. El Ratón era como un hermano para mí. Ya por entonces, yo había empezado
a cantar. A mí me gustaba el tango. El tango y los versos de Gagliardi. El
Ratón gran compañero, el tango, los versos de Gagliardi y el vino. Y el boliche
de atrás de la vía.
Volví a vivir en casa con mamá y dos de mis hermanas. La
mayor se había casado con Ricardo que yo le decía “El Turco” y a él no le
gustaba nada. Con eso del tango el vino y el boliche, los sábados y domingos
aparecía por casa a la madrugada medio “adobado” y mamá siempre me estaba
esperando. Al final me lo dijo: “En mi casa no quiero borrachos”. No era justo
que se metieran con mi vida. Para mí, el trabajo era sagrado; así que lo demás
era cosa muy mía. Pero claro: la casa no era mía.
Cuando se casó “La Petiza”, que era la menor, la fiesta se
hizo en casa. Vinieron parientes de Buenos Aires, de La Plata y se juntó toda
la familia. Amenizaban el baile “El Mudo” con su bandoneón y Felipe que era una
buena guitarra y yo los conocía de mis correrías. Me tomé unos cuantos vinos y
me di el gusto de cantar unos tangos. Después, les dediqué a los novios ese
vals con versos de Gagliardi, que dice “ella quince años y yo dieciséis”. Yo no
sé porqué, pero en algún momento se me ocurrió hacerle un chiste a Ricardo y le
dije “Turco”. Estábamos muy cerca, me tenía a tiro y yo no me la esperaba. Me
pegó una trompada que me sentó de traste. El no dijo ni “mu”, se fue de la
fiesta y la fiesta se fue con él y claro, todo por culpa mía: el borracho.
Me tenía que ir. La cosa no daba para más. El que me
entendió fue el Ratón. Todos querían curarme, pero yo no estaba enfermo, era
como era, soy como soy. Irme significaba dejar todo lo que más quería, pero no
podía seguir jodiendo la vida de los demás. El Ratón me animó, me preparó la
valija, me sacó el pasaje y me despidió con un abrazo en la estación.
Alguna vez contaré mi vida en Buenos Aires y en La Plata,
pero ahora no. Si me fui por algo habrá sido y no me parece justo tener que
hablar de mi ausencia. Fueron más de diez años de mi vida que prefiero
guardarlos solo para mí. Esto parece un tango pero así tiene que ser.
Cuando el Ratón se enfermó yo me enteré enseguida y me
volví. Volví a cuidarlo, a protegerlo, a estar a su lado. Pasamos algunos días
en el hospital hasta que decidió irse. Si él había respetado mi decisión años
atrás y me había ayudado, yo cumplía con mi obligación y le ayudaba esta vez en
la partida. Chau Ratón, hasta más ver.
Yo tomo mate en una sillita petisa junto al calentador. Uso
un mate jarrito de loza y una pava de aluminio. En la pava pongo muy poca agua
para que se caliente enseguida y con un vaso de agua fría le voy controlando la
temperatura. Tomo amargo y hasta que se acaba el agua del vaso. Esa es la
medida.
Mamá siempre me preparaba una sopa, un vaso de agua y un
pan. Esa era mi comida. Cuando tardaba mucho, ella me dejaba la sopa en una
ollita sobre la cocina y el pan y el agua en la mesa. Me gustaba comer solo
pero sabiendo que ella estaba en la casa. El asunto es que ella se murió y me
dejo “mirando las moscas como volaban” como dice Gagliardi.
Ella siempre me llamó “Oscar”, pero ahora han quedado todos
aquellos que me conocen por “Copete”.
Desde que ella se fue siento que me falta el aire. Solo, en
esta casa, me acompañan mis recuerdos que aparecen como fantasmas. Tanguero de
alma, muchas veces he cantado esta melancolía, por eso me resulta conocida. Yo
“tengo bien templado el de la zurda” pero siento que me está fallando. El reloj
se está parando y no tengo ganas de darle cuerda y en la pava solo me ha
quedado el agua para el mate del estribo.
Mirá Ratón, me parece
que pronto vamos a estar juntos nuevamente.
Para mejor la ollita
no la puse al fresco y se me va a agriar la sopa…
Copete murió poco tiempo después que su madre.
Me encanto el relato. Veo nombres conocidos. Son los que pienso o los nombres de los personajes? Que grande Copete! Pícaro y vago pero como quería a su mama. Bienvenido al grupo y a escribir mas.
ResponderEliminarya quedo todo aclarado en la clase
EliminarJosé, cuando te escuché leer el relato, sentí que lo hacías con mucho amor y esfuerzo. Creo que la emoción se adueñó de ese momento tuyo y de alguna manera nos arratró a todos los que te oíamos. Quiero decirte que tu escritura me impresionó por el tinte masculino que supiste darle y te lo quería decir porque es la primera vez que me sucede y me agradó muchísimo. Espero escuchar otros y disfrutarlos de la misma forma. Gracias!
ResponderEliminartraté de dar con el tono de quien cuenta su vida
ResponderEliminarSe me mezclaron los tantos. Será historia personal?, con final imaginado? O serán vivencias de otros? De todas maneras me resultó muy interesante, aunque muy dura. Felicitaciones. Ana María.
ResponderEliminarLograste algo que a mí me resulta muy difícil: dar una nota graciosa, de humor a un relato tan sentido. Creo que ahí se ve la vena del escritor.
ResponderEliminarSusana Olivera