Susana Olivera
“Yo
creo que fuimos
nacidos
hijos de los
días,
porque cada día
tiene
una historia
y
nosotros somos
las
historias que vivimos”
Eduardo
Galeano
Por ese entonces, yo trabajaba en la Asociación Rosarina de Cultura
Inglesa; todos le decíamos familiarmente y sin tanta pompa, “la Cultural”.
Trabajábamos en la Secretaría, en la parte administrativa. Éramos cuatro
auxiliares administrativos. Todas rondábamos los veinte años y teníamos una jefa
mucho mayor, Julia Shakespear. Además. estaba la secretaria del director, que
también tenía algo más de veinte años, y el auxiliar de Contaduría, joven como
nosotros.
Se trabajaba a pesar de que los chistes, la charla y las bromas estaban a
la orden del día. Nos encargábamos de la inscripción a los cursos, del cobro de
los aranceles a los alumnos, de los archivos, hacíamos las estadísticas sobre
asistencia, sobre recaudación de fondos, nos ocupábamos de dar información al
público en general, de atender el teléfono. Se trabajaba. José, el contador,
pagaba los sueldos, llevaba los libros de contaduría –no había computadoras en
la Cultural en 1964– y hacía los bancos.
Nuestro director era enviado por el Consejo Británico que tenía su sede
en Buenos Aires y era, por supuesto, inglés. En esa época Mister George Rudolph
Sanderson era el director, un hombre de pelo enrulado, rubio, de ojos claros,
que siempre llevaba un bastón, no por necesidad sino por coquetería. Así, lo
demostraban también sus trajes oscuros, impecables. Su tono de voz era suave,
mesurado, y todas sus órdenes estaban precedidas por un “por favor, ¿usted
sería tan amable de hacer esto o lo otro por mí?”. No nos daba trabajo
entenderlo, porque todos los que trabajábamos allí debíamos ser estudiantes en
la institución.
Se hacían muchas reuniones, algunas de carácter cultural, otras sociales
en el hall del primer piso. Era realmente un lugar hermoso, con vitrales en las
ventanas, pisos en damero de mármol blanco y negro, y un hogar de piedra con un
escudo en la parte alta. Las paredes, revestidas en madera y cómodos sillones
de cuero. Tenía el sabor, el olor y la suntuosidad de las mansiones antiguas.
Estaba próximo a la biblioteca que también era un lugar muy acogedor.
Ese día se habían cursado invitaciones para una conferencia sobre
escritores famosos y, si la memoria no me falla, creo que en esta oportunidad
era sobre Joseph Conrad. El conferencista era Jorge Luis Borges.
Ya sabíamos cómo sería todo el procedimiento: se alojaría al
conferencista en el hotel Italia ubicado en Maipú 1065, uno de los más
importantes de la época. Actualmente es la Sede de Gobierno de la Universidad
Nacional de Rosario. Se lo iría a buscar en auto a la hora de la conferencia y
se lo agasajaría con un lunch al
finalizar el acto.
Nos encantaban esas reuniones por un montón de razones. La primera, se
cerraba Secretaría; de manera que estábamos libres, siempre y cuando no nos
obligaran a quedarnos a la conferencia para hacer número. Pero eso tenía sus
ventajas, porque también nos quedábamos al agasajo y comíamos los acostumbrados,
pero riquísimos bocaditos.
Otra razón y muy importante era que nuestros novios tenían la obligación
de concurrir a la conferencia, así que era una oportunidad para verlos. Digo
“nuestros novios”, porque tanto mi novio, Jorge, como el de Ana, Oscar, eran
alumnos de la Cultural. No tenía la misma suerte Leonor, porque su novio raramente
nos visitaba en nuestro lugar de trabajo.
Esa vez ya estaba todo dispuesto: las sillas para los concurrentes y el
estrado para el conferencista. Solo se esperaba al público.
Jorge Luis Borges estaba sentado cerca del estrado. Esperaba. Y estaba
solo. Allí lo había dejado la directora de cursos, seguramente ocupada en otra
tarea. Nosotros lo mirábamos desde la puerta vidriada de la oficina.
Estaba solo. Esa imagen hoy tan conocida de él, sentado con la mirada
perdida en algún punto del piso, su cabeza agachada por una espalda cargada,
con un traje gris y prolija camisa blanca con corbata. Esa imagen, era la
imagen que veíamos sintiendo una ligera inquietud de pena. Tenía el bastón
frente a las piernas y ambas manos apoyadas en él. No se movía.
Era Jorge Luis Borges y estaba solo.
Se acercó a nosotros Mister Sanderson y con su educado “por favor, ¿tendría
inconveniente alguno de ustedes de acompañar a Mister Borges. Estoy esperando
una llamada del Consejo Británico y voy en cuanto termine.”
Nos miraba esperando voluntarios… Nadie se atrevía… ¿Qué le decimos? ¿De
qué le hablamos a Jorge Luis Borges?
Finalmente, y ante nuestra vacilación, me eligió a mí. Creo que mi
timidez no era porque iba a hablar nada menos que con Jorge Luis Borges… no
estoy segura de que me diera cuenta de la importancia del personaje como
escritor… solo temía no saber qué decirle…
Hoy, han pasado cincuenta años y creo que me sentiría igual de tímida,
pero valorando la oportunidad de hablar unas palabras con él o sentirlo allí…
Me acerqué… No había sillas, así que me quedé de pie. Yo miraba a todos
lados para ver si alguien venía para auxiliarme. Esperaba a alguna profesora, a
algún estudiante, a alguien de Regencia… Pero no había nadie dispuesto.
Empezaba a llegar el público.
“Buenas tardes”, le dije.
Demoró en contestarme, creí que no me había oído, porque yo tenía la voz
cortada y no paraba de carraspear; pero la pausa era demasiado larga.
—Buenas tardes -repetí-. Yo trabajo acá.
—¿Dónde trabaja?- me preguntó. No me miraba. Había levantado la cabeza y
sus ojos miraban al techo.
—Acá, en la Cultural. En la Secretaría. Voy a escuchar su conferencia
(mentí); pero quería saludarlo antes… No le podía decir que me había mandado el
director a acompañarlo…
—Ahhh… (larga pausa)… Gracias…
Su voz era baja y parecía que le costaba hablar, como si le faltara la
respiración… Y tenía un gesto en los labios que parecía una sonrisa…
“Esteee… ehhh…”. Yo ya no sabía qué más decirle.
“Por Dios”, rogaba, “que alguien me ayude…”.
Apareció Mr. Sanderson. Me dijo: “Thank you, Susana”.
¡Ahh, al fin! Volví corriendo a la oficina, toda colorada contando lo que
habíamos “conversado”.
Qué daría por “entrevistar” a Jorge Luis Borges hoy. No sé si sería capaz
de tener muchas más cosas para hablar de lo que hice entonces, pero me sentiría
tan feliz de estar próxima a él.
Tal vez, tal vez le preguntaría
cuál es, de los suyos, su poema preferido… No sé, solo para saber si es también
mi preferido…
Susana, como siempre fantástica tu descripción. Felicitaciones!. Ana María.
ResponderEliminarGracias, Ana María. Yo disfruto de tus textos un montón. Hasta el próximo
ResponderEliminarUn abrazo
Susana Olivera