Enzo Burgos
Década del 50, las mujeres podían
ser bebitas, nenas, señoras, minas, pacatas, locas de miércoles, veteranas,
divorciadas, viudas, abuelas, etcétera, etcétera. Propongo hablar de las pibas
del barrio, considerando que aquella edad de las mocosas fue irrepetible. La
sangre hervía y ellas surgían a la vida, como si hubieran estado hibernando.
Era el despertar. La primavera estallaba con pajaritos en la cabeza, olvidos
incomprensibles y lagunas mentales que semejaban mares.
La naturaleza copaba también a los
muchachos y ahí andaban zumbando reinas y zánganos en torno a ese panal en que
se transformaba el barrio.
Fanáticas gregarias lucían sus
mejores galas caminando por amplias veredas, charlado en voz alta para hacerse
oír, porque en grupo se sentían más jugadas. Cada tanto, los muchachos lanzaban
alguna gansada que ellas escuchaban con mohines rayanos en la tontería, pero a
nuestras pibas ¡le quedaban tan lindos! A aquellas quinceañeras patronas de la
vereda, todo les quedaba bien. La mayoría concurrió a la escuela primaria
pública mixta, en Pasco 1537. Como alumnas doblaban en aplicación a los varones
y de allí en adelante, las mujeres nos aventajaron en todo. Hoy, con casi ocho décadas
en la mochila, noto que nada cambió, porque desde cuando eran las pibas
tuvieron la inteligencia de hacernos creer, hombres huecos al fin, que éramos
los mejores. ¡Qué montón de salames!
La mayoría de las pibas no
trabajaban. Si bien éramos clase media pura, ellas rara vez lo hacían y la mayoría
de las mamás tampoco. Las pibas ayudaban a progenitoras sin fanatismo en la
cocina y pasando el cepillo pesado. Los mandados eran exclusivos de las madres.
En este tema mandaban ellas, porque almacén, verdulería o panadería eran centro
de distribución de chimentos y a las veteranas eso las enloquecía. Algunas
pibas aprendían Corte y Confección. Unas pocas, música. O patín. O cualquier
otra pavada. Se trataba de entusiasmos poco consistentes.
El deporte a las pibas no les
quitaba el sueño. Siendo nenas se entretenían con “la rayuela”, “el aro”, “las
escondidas”, “la popa”, “las esquinitas” o “el madre puedo”. Si tiraban a
machonas se podían mezclar en un “picado”, “el lopa” o “un ring raje”. Pero
apenas pasaban a ser las pibas, se ponían insoportables, agrandadas como
galleta en el agua y ya, de deportes ni hablar. Creían que los clubes solo
servían para ir a bailar o asistir a los partidos de básquet para ver a los
muchachos.
Les gustaba el baile, siempre con
mamá a cuesta, y seguir al equipo del barrio a cualquier cancha. Muchas eran
bastante fanáticas. ¡Ah, si pudieran hablar las desaparecidas barandas de Club
Ben Hur!. Si habrán iniciado idilios apoyadas en las mismas, sin importarles un
pito si en ese mismo momento, los locales perdían por veinte tantos. ¡Qué época
divina, Dios mío! Aquellos metejones eran inolvidables y todo se lo debían a
ellas, las pibas del barrio. Bendita época en que la pava se calentaba, pero el
mate no se tomaba
Sencillitas, con los primeros
toques de rouge y rubor en los cachetes,
leían “Nocturno”, “Para Ti”, “Radiolandia”, algunos libros de cuentos donde
podían encontrar un clavel aplastado entre sus hojas, resabio de algún romance,
vaya uno a saber con quién. Disfrutaban de asaltos y picnics, en los tiempos de
“la jazz y la típica”. Para las pibas, el paseo preferido era por la avenida
Pellegrini, en especial los fines de semana. Los piropos les llovían, pero
ellas escuchaban como quien oye llover, gansadas tales como: “¡Adiós, las tres
Marías, la del medio es la mía”.
Otro paseo obligatorio era el
vecino Parque Independencia, con bancos ideales para el primer beso y penumbras
que invitaban al chape, pero medidito
¿Eh?
El centro recibía cada tanto la
visita de las pibas, quienes se lucían paseando por Córdoba no peatonal, concurriendo
a los cines y ¿por qué no? a la granja “Royal”. Siempre en barra o acompañadas
por el salame de turno, porque ellas eran espléndidas, pero los muchachos
portaban cara de paparulos y con
barritos, certificación de la “edad del pavo”. Inolvidables los bailes de Carnaval.
Divertidos y mersas los del club del
barrio, pero para obtener brevet de
princesa había que ir a los clubes “grandes: Gimnasia, Newell’s o Provincial.
Aguantando algunas de las viejas, pero con tanta concurrencia no existía
cancerbero capaz de contener a las pibas.
Las que hoy son maduras señoras no
pueden olvidar noches refulgentes con Tito Rodríguez, Xavier Cugat, Abbe Lane,
D’Arienzo o “Varela Varelita”. Diga la verdad, doña, ¿no se le pone la piel de
gallina? Y hablando de música, cómo olvidar los boleros, tan ideales para el
chape, y Mario Clavel diciéndole al oído: “¡Abrázame así, que en la vida no hay
nada mejor, que decirle que si al corazón!”. ¡Era para volverse loco, era!
Cholulas
al mango y capaces de pedir fotos autografiadas a las empresas cinematográficas
de Estados Unidos. Irse tan lejos teniendo aquí mejores ejemplares de la raza
humana ¿Quiénes? ¡Nosotros! Los muchachos del barrio, aunque finalmente lo
reconocían y nos engrampaban para toda la vida.
No existía la tele, y todo se
circunscribía al cine y los radioteatros. En el primero molestaban los del
barrio, porque se colaba la vieja y te conocía medio mundo. De todos modos,
nunca dejo de agradecer lo vivido en aquellos palcos altos del cine “Esmeralda”,
donde parejitas de tórtolos se perdieron de ver tantas películas. Las pibas
admiraban a Zully Moreno o Lolita Torre; pero se hacían los ratones con Tony
Curtis, Carlos Thompson o Cary Grant. En radio únicamente escuchaban las
novelas, acompañando a las mamás. ¿Preferido?: “El Teatro Palmolive del Aire”,
Hilda Bernard, Oscar Casco. La imaginación volaba a mil con la voz del relator:
Julio César Barton. Los libretos de Nené Cascallar, Abel Santa Cruz o Alberto
Migré, llenaban de pajaritos los bochos de las mocosas.
Señora de las chiquisientas décadas. ¿Se acuerda de las ropas que lucían: pollera
plato, soleras, pollera tubo, chatitas o mocasines casi cero en vaqueros. De
gran gala: tacos agujas. ¿Ojotas? ¡hum! Eso, sí, zapatillas blancas (las de
gimnasia) y no olvidar el cinturete
que servía para remarcar la silueta (cintura de avispa le decían). ¡Qué
horribles los bombachudos y que juego más aburrido la pelota al cesto! Ah, me
estaba olvidado: ¡Cómo renegaban con las costura de la medias! Porque llevarlas
chingadas, no quedaba lindo y aquellas pibas del barrio eran demasiado
coquetas.
Todo lo narrado era la vida de
aquellas mocosas y puedo asegurar que eran muy felices y siempre en otro mundo,
mejor dicho, el mejor de los mundos. Después, aparecía el plomo definitivo (o
casi), la secundaria, el trabajo, el amor, los compromisos, algunos
desencantos, obligaciones, dejan de ser las pibas y se convierten en señoritas.
O señoras, que es peor todavía.
En una caja de cartón y en la parte
alta del placar, quedan arrumbados sueños, ilusiones, ganas distintas, metejones
y un montón de cosas más, que hicieron que la vida de las pibas de mi barrio,
fuera la mejor del mundo.
Doña,
un consejo: cada tanto vuelvan a la vieja caja y notará que al frasco de
mermelada de la Vida, aún le queda un restito. Pasen el dedo y vuelva a
disfrutar la dulzura de sus mejores años. Y ¿por qué no? Conviden al pesado ese
que eligieron, que es inaguantable, no entiende nada, se equivoca a cada rato o
se olvida de todo, pero es casi tan bueno, como fueron aquellos años en que
ustedes eran las pibas de mi barrio.
Excelente Enzo! Una fantástica descripción de los personajes de la época. Me encantó. Ana María.
ResponderEliminarhe disfrutado tu texto como si fuera un caramelo. Me llenó de nostalgia. ¿Cómo no acordarme del cepillo pesado, de la ropa de esaépoca, de los zapatos con taco aguja, de los paseos por Córdoba nopeatonal y de "la vuelta del perro"? Me encantó.
ResponderEliminarSusana Olivera