miércoles, 27 de mayo de 2015

Las pibas de mi barrio

Enzo Burgos

Década del 50, las mujeres podían ser bebitas, nenas, señoras, minas, pacatas, locas de miércoles, veteranas, divorciadas, viudas, abuelas, etcétera, etcétera. Propongo hablar de las pibas del barrio, considerando que aquella edad de las mocosas fue irrepetible. La sangre hervía y ellas surgían a la vida, como si hubieran estado hibernando. Era el despertar. La primavera estallaba con pajaritos en la cabeza, olvidos incomprensibles y lagunas mentales que semejaban mares.
La naturaleza copaba también a los muchachos y ahí andaban zumbando reinas y zánganos en torno a ese panal en que se transformaba el barrio.
Fanáticas gregarias lucían sus mejores galas caminando por amplias veredas, charlado en voz alta para hacerse oír, porque en grupo se sentían más jugadas. Cada tanto, los muchachos lanzaban alguna gansada que ellas escuchaban con mohines rayanos en la tontería, pero a nuestras pibas ¡le quedaban tan lindos! A aquellas quinceañeras patronas de la vereda, todo les quedaba bien. La mayoría concurrió a la escuela primaria pública mixta, en Pasco 1537. Como alumnas doblaban en aplicación a los varones y de allí en adelante, las mujeres nos aventajaron en todo. Hoy, con casi ocho décadas en la mochila, noto que nada cambió, porque desde cuando eran las pibas tuvieron la inteligencia de hacernos creer, hombres huecos al fin, que éramos los mejores. ¡Qué montón de salames!
La mayoría de las pibas no trabajaban. Si bien éramos clase media pura, ellas rara vez lo hacían y la mayoría de las mamás tampoco. Las pibas ayudaban a progenitoras sin fanatismo en la cocina y pasando el cepillo pesado. Los mandados eran exclusivos de las madres. En este tema mandaban ellas, porque almacén, verdulería o panadería eran centro de distribución de chimentos y a las veteranas eso las enloquecía. Algunas pibas aprendían Corte y Confección. Unas pocas, música. O patín. O cualquier otra pavada. Se trataba de entusiasmos poco consistentes.
El deporte a las pibas no les quitaba el sueño. Siendo nenas se entretenían con “la rayuela”, “el aro”, “las escondidas”, “la popa”, “las esquinitas” o “el madre puedo”. Si tiraban a machonas se podían mezclar en un “picado”, “el lopa” o “un ring raje”. Pero apenas pasaban a ser las pibas, se ponían insoportables, agrandadas como galleta en el agua y ya, de deportes ni hablar. Creían que los clubes solo servían para ir a bailar o asistir a los partidos de básquet para ver a los muchachos.
Les gustaba el baile, siempre con mamá a cuesta, y seguir al equipo del barrio a cualquier cancha. Muchas eran bastante fanáticas. ¡Ah, si pudieran hablar las desaparecidas barandas de Club Ben Hur!. Si habrán iniciado idilios apoyadas en las mismas, sin importarles un pito si en ese mismo momento, los locales perdían por veinte tantos. ¡Qué época divina, Dios mío! Aquellos metejones eran inolvidables y todo se lo debían a ellas, las pibas del barrio. Bendita época en que la pava se calentaba, pero el mate no se tomaba
Sencillitas, con los primeros toques de rouge y rubor en los cachetes, leían “Nocturno”, “Para Ti”, “Radiolandia”, algunos libros de cuentos donde podían encontrar un clavel aplastado entre sus hojas, resabio de algún romance, vaya uno a saber con quién. Disfrutaban de asaltos y picnics, en los tiempos de “la jazz y la típica”. Para las pibas, el paseo preferido era por la avenida Pellegrini, en especial los fines de semana. Los piropos les llovían, pero ellas escuchaban como quien oye llover, gansadas tales como: “¡Adiós, las tres Marías, la del medio es la mía”.
Otro paseo obligatorio era el vecino Parque Independencia, con bancos ideales para el primer beso y penumbras que invitaban al chape, pero medidito ¿Eh?
El centro recibía cada tanto la visita de las pibas, quienes se lucían paseando por Córdoba no peatonal, concurriendo a los cines y ¿por qué no? a la granja “Royal”. Siempre en barra o acompañadas por el salame de turno, porque ellas eran espléndidas, pero los muchachos portaban cara de paparulos y con barritos, certificación de la “edad del pavo”. Inolvidables los bailes de Carnaval. Divertidos y mersas los del club del barrio, pero para obtener brevet de princesa había que ir a los clubes “grandes: Gimnasia, Newell’s o Provincial. Aguantando algunas de las viejas, pero con tanta concurrencia no existía cancerbero capaz de contener a las pibas.
Las que hoy son maduras señoras no pueden olvidar noches refulgentes con Tito Rodríguez, Xavier Cugat, Abbe Lane, D’Arienzo o “Varela Varelita”. Diga la verdad, doña, ¿no se le pone la piel de gallina? Y hablando de música, cómo olvidar los boleros, tan ideales para el chape, y Mario Clavel diciéndole al oído: “¡Abrázame así, que en la vida no hay nada mejor, que decirle que si al corazón!”. ¡Era para volverse loco, era!
Cholulas al mango y capaces de pedir fotos autografiadas a las empresas cinematográficas de Estados Unidos. Irse tan lejos teniendo aquí mejores ejemplares de la raza humana ¿Quiénes? ¡Nosotros! Los muchachos del barrio, aunque finalmente lo reconocían y nos engrampaban para toda la vida.
No existía la tele, y todo se circunscribía al cine y los radioteatros. En el primero molestaban los del barrio, porque se colaba la vieja y te conocía medio mundo. De todos modos, nunca dejo de agradecer lo vivido en aquellos palcos altos del cine “Esmeralda”, donde parejitas de tórtolos se perdieron de ver tantas películas. Las pibas admiraban a Zully Moreno o Lolita Torre; pero se hacían los ratones con Tony Curtis, Carlos Thompson o Cary Grant. En radio únicamente escuchaban las novelas, acompañando a las mamás. ¿Preferido?: “El Teatro Palmolive del Aire”, Hilda Bernard, Oscar Casco. La imaginación volaba a mil con la voz del relator: Julio César Barton. Los libretos de Nené Cascallar, Abel Santa Cruz o Alberto Migré, llenaban de pajaritos los bochos de las mocosas.
Señora de las chiquisientas décadas. ¿Se acuerda de las ropas que lucían: pollera plato, soleras, pollera tubo, chatitas o mocasines casi cero en vaqueros. De gran gala: tacos agujas. ¿Ojotas? ¡hum! Eso, sí, zapatillas blancas (las de gimnasia) y no olvidar el cinturete que servía para remarcar la silueta (cintura de avispa le decían). ¡Qué horribles los bombachudos y que juego más aburrido la pelota al cesto! Ah, me estaba olvidado: ¡Cómo renegaban con las costura de la medias! Porque llevarlas chingadas, no quedaba lindo y aquellas pibas del barrio eran demasiado coquetas.
Todo lo narrado era la vida de aquellas mocosas y puedo asegurar que eran muy felices y siempre en otro mundo, mejor dicho, el mejor de los mundos. Después, aparecía el plomo definitivo (o casi), la secundaria, el trabajo, el amor, los compromisos, algunos desencantos, obligaciones, dejan de ser las pibas y se convierten en señoritas. O señoras, que es peor todavía.
En una caja de cartón y en la parte alta del placar, quedan arrumbados sueños, ilusiones, ganas distintas, metejones y un montón de cosas más, que hicieron que la vida de las pibas de mi barrio, fuera la mejor del mundo.
Doña, un consejo: cada tanto vuelvan a la vieja caja y notará que al frasco de mermelada de la Vida, aún le queda un restito. Pasen el dedo y vuelva a disfrutar la dulzura de sus mejores años. Y ¿por qué no? Conviden al pesado ese que eligieron, que es inaguantable, no entiende nada, se equivoca a cada rato o se olvida de todo, pero es casi tan bueno, como fueron aquellos años en que ustedes eran las pibas de mi barrio.

2 comentarios:

  1. Excelente Enzo! Una fantástica descripción de los personajes de la época. Me encantó. Ana María.

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  2. he disfrutado tu texto como si fuera un caramelo. Me llenó de nostalgia. ¿Cómo no acordarme del cepillo pesado, de la ropa de esaépoca, de los zapatos con taco aguja, de los paseos por Córdoba nopeatonal y de "la vuelta del perro"? Me encantó.
    Susana Olivera

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