Ana María Miquel
Corría abril de 1975.
Trabajaba como secretaria del decano de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional
de Cuyo, en Mendoza. Todas las tardes me pasaban a buscar por casa (con mi
hijito) el secretario administrativo de la facultad y el decano para ir a
trabajar. Siempre en el auto de uno u otro y discutiendo entre ellos qué camino
tomar, que no hubieran tomado los días anteriores. En esa época en cualquier
momento podíamos encontrarnos con una emboscada o con “chicos revoltosos”.
El otoño en Mendoza es una
estación mágica donde todo se cubre de distintos colores, que van del ocre al
oro como en una virtuosa paleta de pintor y el cielo de un azul intenso,
contrasta con el gris de la tierra y el azul o violáceo de la cordillera. Eran
colores e imágenes que me fascinaban. Pero terminaba encerrada en la secretaría
toda la tarde hasta las nueve de la noche, hora en que volvíamos todos juntos y
pasábamos a buscar a mi hijo por la guardería. Siempre se estaba pendiente (los
que no teníamos autos) de quiénes partían para la ciudad, ya que la Ciudad Universitaria
está instalada al pie de la precordillera y no era fácil, por aquellos años, el
transporte.
El decano no andaba bien de
salud y se quejaba de dolores y malestares, pero no dejaba de ir a trabajar.
Eran épocas difíciles y siempre había muchos problemas que necesitaban de su
resolución. Yo conocía bien al desfile de personajes que pasaban por la
secretaría y también estaba experimentada en negarlo, según quiénes fueran los
que lo buscaban, tanto personal como telefónicamente.
Y entre esos personajes, había
aparecido un profesor de Rosario que lo había llamado dos veces. La primera vez
se hizo negar y a la segunda lo atendió. Por supuesto que yo no sabía cuál
había sido el tema de conversación.
Los malestares del decano se
desencadenaron en una peritonitis que le hizo pasar difíciles momentos. Lo
habían operado, lo habían salvado, pero necesitaba un buen período de
recuperación y cuidados.
Estando una de esas tardes
sola, sin el decano, aparece un señor muy bien puesto, alto, simpático. Todo un
caballero y se me presenta como el profesor “Fulano de tal”, que necesitaba
hablar con el decano. Le expliqué la situación del jefe y le dije que si quería
esperara al secretario académico quien lo atendería cuando llegara. Estuvo de
acuerdo y se sentó cerca de mi escritorio. Como yo no tenía mucho que hacer,
nos pusimos a conversar y me explicó que venía desde Rosario (ahí me dí cuenta
que era el que había estado llamando por teléfono), con intenciones de dar
clases en la Facultad
de Filosofía y de Ciencias Políticas. Le pregunté cual era su profesión y me
respondió que era psicólogo.
Yo no sé si fue por la palabra
psicólogo o que yo estaba muy golpeada por mi divorcio o porque realmente se
estableció una mágica relación, pero la cuestión fue que al final de la tarde y
habiendo compartido: té, café y cigarrillos, me di cuenta de que le había
contado toda mi historia, le había hablado de mi hijo, de mi divorcio, de mi
familia y lo mismo hizo él, aunque no tenía hijos.
Se hicieron las nueve de la
noche y el secretario académico, no había aparecido en toda la tarde, pero ni
nos percatamos. En situaciones así, yo creo que anda la “mano de Dios”. Se
asoma el secretario administrativo desde su oficina y me dice:
—¿Vamos?
—Sí, sí,
ya estoy preparada.
Le explico al profesor que
debíamos cerrar la facultad y el tema del transporte y de mi hijo en la
guardería, a lo que me responde: “Si quiere yo la acerco”.
Lo miré al secretario administrativo
y me guiñó un ojo como diciendo “aprovechá gaviota”.
—Bueno,
pero primero debemos buscar a mi hijo.
—Sí por
supuesto.
Salimos todos juntos,
poniéndonos los abrigos, ya que por las noches refrescaba mucho, sobre todo en
ese descampado y vemos que el profesor se pone un hermoso sobretodo de piel de
camello, nos miramos con mi amigo y no dijimos nada. Todavía no había pasado lo
más importante. En esa playa de estacionamiento llena de ripio y tierra, solo
habían dos autos: el viejo, sucio y destartalado auto del Secretario
Administrativo y un reluciente Ford Falcon verde, que por supuesto pertenecía
al profesor.
—Sígame a
mí para no perderse en la salida- le dice mi amigo al profesor.
—Sí, sí,
muchísimas gracias.
Nos subimos al auto el
profesor y yo y, cuando lo va a poner en marcha, no arranca. Menos mal que mi
amigo y su esposa estaban esperando a que nosotros saliéramos. Nos bajamos
todos de los autos y mi amigo le dice: “Levante el capó”.
Cuando lo hace, mi amigo casi
se cae de espaldas. El motor del auto estaba tan reluciente como el exterior,
pero el profesor con mucha humildad comento: “La verdad, que yo de mecánica no
sé nada y no sé qué le puede pasar”.
Mi amigo, hombre de calle y
conocedor de muchas cosas, se dio cuenta que se le había aflojado algo de la
batería. La tocó y el auto anduvo perfectamente. Comenzamos a seguir a mi amigo
hasta la guardería, recogí a mi hijo, que no se inmutó por esa nueva presencia
y cuando llegamos a los portones del Parque Independencia con unos bocinazos
nos despedimos de mis amigos. Ahí no más, el profesor que también se mostró
como hombre de calle me invitó a tomar una copa de vino. Me disculpé con la
excusa de que estaba con mi hijo y que debía llegar a la casa de mi hermano lo
antes posible. Aceptó la excusa, comprometiéndome para una próxima oportunidad.
Esa fue la primera vez que
subí al Falcon Verde, el cual nos siguió acompañando hasta el año 2000.
me encantó el relato ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
ResponderEliminarMe gustó mucho tu relato, también. Me encantó eso de "Aprovecha gaviota"... Quiero saber más de ese psicólogo... ¿qué pasó' ¿Siguieron saliendo? Besos
ResponderEliminarSusana
Me dejo ansiosa tu relato. Quiero saber como siguio la historia. Por el final da para mas. Encantador como todo lo que escribis.
ResponderEliminarMuy lindo tu relato, pero no me gustó el final abierto... jajajaja
ResponderEliminarAhora falta la segunda parte. La espero ansiosa.
Muy lindo tu relato, pero no me gustó el final abierto... jajajaja
ResponderEliminarAhora falta la segunda parte. La espero ansiosa.
Ana. no te salvás. Todos queremos ver cómo temina esta bella historia!
ResponderEliminarSomos varias que queremos saber que pasó. Muy lindo tu relato!!!
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