Susana Olivera
1- A la mesa
(1955). Cuatro hermanos; yo, la única mujer de doce años; y
la escalerita de diez, ocho y dos años.
Debía ayudar a poner la mesa, cortar el pan y ponerlo en la
panera, llevar las bebidas y ubicar a los más chicos especialmente al bebé en
su sillita alta.
—Mamá, ¿Pongo cuchara? ¿Hay sopa otra vez?
—Vos sabés que todas las noches tomamos sopa.
—¿Y cuchillo? ¿Qué comemos?
—Hay guiso comisario. No se necesita cuchillo, pero ponelo
por si aparece un pedacito de carne grande.
— (Ajjj… guiso comisario otra vez) ¿Cucharita para el chuño?
¿O hay otra cosa: mazamorra, arroz con leche, natillas, fruta? ¿No habrás hecho
budín de pan con dulce de leche? Nos encanta…
—Poné cucharita, sí…
El guiso comisario era una comida que llevaba carne cortada
en trozos, cebolla, nabos, ajo-porro, tomate, papa y zanahoria en rebanadas,
zapallo en cuadrados. Se cocinaba “todo en crudo” todo junto en la olla –aceite,
agua, condimentos– sin freír. Por lo menos dos veces por semana se comía guiso
comisario. A veces, era reemplazado por “ropa vieja”, muy frecuentemente porque
se usaban los restos del puchero que había sobrado del almuerzo. Se freía una
cebolla hasta que estuviera bien “sancochada” y se le ponía todo lo que había
sobrado del mediodía: carne hervida deshilachada, papas cortadas en cubitos,
zanahorias rebanadas, zapallo, porotos, etcétera, etcétera. Se servía frío o
caliente. Otra comida que no nos gustaba… Queríamos milanesas con papas fritas
y huevo frito, pollo al horno; pero eso era para el fin de semana.
La cena era la comida más importante del día, porque estaba
papá. A mediodía comíamos solamente con mamá.
Que estuviera papá significaba que deberíamos “portarnos
mejor”: no pelearnos, no gritar y dejar que papá y mamá hablaran tranquilos
antes de retirarse a dormir. Además, comíamos en el comedor y no en la cocina
como lo hacíamos a mediodía. A mí me encantaba la cocina que era enorme:
siempre estaba calentita porque la “cocina económica” –cocina que funcionaba a
leña y que estaba prendida todo el día– la hacía tan confortable, además había
ese olorcito a madera, a dulces, a “cosa rica”.
El comedor obligaba a varias cosas: por un lado, teníamos
que estar bañados y limpios y por otro, que las “peleas” se debían realizar debajo
de la mesa: patadas, empujones de las sillas, “robadas” de zapatos al que se lo
hubiera sacado. Por encima de la mesa, todo se hacía con gestos, sacada de
lengua, movimiento ascendente de la mano palma hacia arriba significando
“tonto”, mostrarle los dientes a mi hermano Carlos que le habían crecido dos
dientes enormes (las paletas); señales a las orejas de Pepe que se separaban de
la cabeza muy cómicamente; a mí, que como preadolescente me estaban creciendo
los pechos, me indicaban que los tenía que poner al hombro por ser tan grandes
(¿tan grandes?), codazos, insultos sin voz, solo con el movimiento de los
labios..
Todo eso ocurría después de que hubiéramos terminado nuestra
habitual tarea de disputa por un tenedor que tenía una muesca en la parte superior
entre el mango y los dientes. Lo llamábamos “tenedor de poner el dedo”. Como yo
tendía la mesa, por supuesto lo colocaba al lado izquierdo de mi plato. Si mamá
se daba cuenta de que estaba por empezar la repetida historia, lo reemplazaba
por otro. En cuanto nos sentábamos a la mesa empezaba el “arrebato” disimulado
del tenedor, el pasarlo de un plato a otro cosa que terminaba con el consabido
“¿qué pasa acá” de papá, que ponía fin a la callada pelea.
—¡Es que me quitó el “tenedor de poner el dedo”!
—Ese tenedor no es del juego, no se lo usa más en la mesa.
Pero, misteriosamente, aparecía a la noche siguiente…
El que se quedaba con ese tenedor se sentía un rey y los
demás no dejaban de mirarlo y, al menor descuido, se lo cambiábamos por el que
estábamos usando. Si no lo podíamos hacer porque no lo dejaba ni un segundo
sobre la mesa, le robábamos el pan, le bebíamos el agua del vaso, le
arrebatábamos la servilleta y la tirábamos debajo de la mesa.
—¡Me robó el pan, me robó el pan!
—Un pedacito, un pedacito que estaba al lado de mi plato.
—No se peleen por el pan. Hay más en la panera. A ver, ¿ya
hicieron la tarea? ¿Toda? ¿Cómo les fue en la escuela? ¿Fueron a la plaza?
Era nuestro momento… nos escuchaban, nos preguntaban, nos
amaban…
El final de la cena. Nos íbamos a nuestros cuartos –a veces,
ya había alguno que nos había precedido, castigado–, yo acostaba al bebé, le
cambiaba los pañales que eran de tela, le ponía la bombachita de goma que
siempre olía horrible; mientras papá y mamá tomaban café en la cocina
calentita, más que nada por su charla susurrante.
Frecuentemente,
cuando lo permiten el trabajo y la distancia, nos reunimos los hermanos –faltan
papá y mamá- con nuestras parejas, nuestros hijos, nuestros nietos y un par de
bisnietos. Pero todo tiene un sabor distinto, empezando por las comidas y
siguiendo por nuestros muchos años acompañados de nostalgiosos “¿te acordás?”.
Susana, como siempre tus relatos tan bien narrados y descriptivos, me trasladan a mi infancia, tan parecida, sobretodo en las "pequeñas diabluras" que con mi hermano hacíamos en la mesa, hasta que papá se hartaba y eso nos daba risa y emperoraba aún más la cosa.
ResponderEliminarSusana...Sin comentarios...Cuánta ternura hay en tus relatos. Me encantan y también me recuerdan mi infancia. Aunque a lo mejor eran las mismas comidas con otro nombre: guisito carrero que se hacía con los restos de un asado. Salpicón, que se hacía con los restos del puchero. Y al menos en mi casa el infaltable: guiso de arroz, cuando a mi mamá se le habían olvidado ideas de comidas. Ja..Ja...Cariños.
ResponderEliminarMe encantan tus descripciones, no les falta nada. Tambien me recuerdan mi infancia!!!!
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