Carmen Gastaldi
Este suceso que les voy a contar es muy controvertido. No sé
si esa es la palabra adecuada, pero sí sé que después de que lo viví me dejó
una sensación de disconformidad conmigo.
Fui docente largos y maravillosos años y me jubilé por la
Caja de Jubilaciones y Pensiones de la provincia de Santa Fe. Mi esposo es
jubilado de la Ansés. Mucho antes de estar en esta situación, cuando aún estaba
en actividad, en varias oportunidades oí hablar sobre los viajes que, gratuitamente,
organizaba el Pami para sus jubilados. Que al norte, que al sur, que a Mendoza
o a algún país limítrofe, que en micro, que en avión. Sellé conmigo misma el
compromiso de que cuando nos jubiláramos haríamos uno de esos viajes, y,
generalmente, cuando me propongo algo soy muy pertinaz.
Al poco tiempo de retirarme de la actividad, coincidente con
mi esposo, por supuesto que marché al Pami.
—¿Turismo?.
—Primer piso- fue la respuesta.
Era marzo de 2007. Me anotaron.
Pasó el tiempo, llegó el otro marzo, el otro, el otro y, a
pesar de que como les dije suelo ser insistente y cada tanto iba a averiguar,
no pasaba nada. No me quedé con eso. Fui a hablar con la encargada de turismo,
con la interventora del Pami reclamando “los derechos que como jubilados de la
Ansés nos asistían”. Ya me conocían todos y, como decía mi Ita, “tanto va el
cántaro a la fuente que al final se rompe”. En noviembre de 2013 estábamos
viajando hacia Chapadmalal.
Chapadmalal, que en indio significa “entre arroyos”, es una colonia
turística construida durante la presidencia de Perón, alrededor de los año 50,
con la finalidad de que las familias de los trabajadores pudieran vacacionar
gratis. Creo que en Córdoba hubo otra similar, pero no de la magnitud de esta.
Contaba con diecinueve hoteles con todas las comodidades: cine, polideportivo,
juegos y no sé cuántas cosas más.
Por la década del 60 empezó a decaer esta forma de turismo
social. Estos hoteles quedaron casi sin mantenimiento y solo de abrían algunos
para turismo escolar. En la época del menemismo fueron, casi totalmente,
desmantelados. No quedaron muchos en condiciones de ser usados, pero a esos
pocos Pami logró incluirlos en sus itinerarios y, así también, comenzaron a ser
visitados por contingentes de jubilados.
El panorama era el siguiente: hacia ese lugar se dirigían
varios contingentes de distintos lugares del país, nos alojaríamos en alguno de
los pocos hoteles del complejo que están habilitados y pasaríamos allí una
semana, ¡incluyendo la pensión completa!
Nos habían anticipado que habitaciones matrimoniales habían
apenas seis o siete en cada hotel. Ya en la estación de ómnibus, entablamos
conversación con un matrimonio, más o menos de nuestra edad, que tenían la
misma inquietud: poder estar en una de esas habitaciones.
Viajábamos con dos coordinadoras, empleadas de Pami: Guada y Vero, sumamente agradables y
preocupadas por que los pasajeros estuvieran cómodos y se sintieran atendidos y
contenidos.
Contenidos, otra palabra que suena como fuera de lugar, pero
no era así. A medida que fue transcurriendo el viaje, por comentarios que
escuchábamos y, porque Vero y Guada
charlaron mucho con nosotros, nos fuimos enterando de una realidad que no
conocíamos.
Nuestros compañeros de viaje eran personas bastante mayores,
muchos de los cuales jamás habían emprendido un viaje de vacaciones, no habían
afrontado tantas horas en un colectivo de dos pisos, que los intranquilizaba
por su pequeño vaivén. Abajo se habían reservado los lugares para los que, por
diversos problemas, no podían caminar bien ni subir escaleras.
Reservado lugares. Retomo esta expresión, porque una vez en
el hotel, en el momento de asignar los dormitorios, ocurrió lo mismo. Esas
pocas habitaciones matrimoniales fueron ocupadas por ancianos que necesitaban
estar acompañados por diferentes padecimientos físicos, como uso de pañales,
prótesis, etcétera, etcétera.
A mí me tocó compartir pieza justo con Pocha, la señora con la cual charlamos en la estación. A mi esposo,
con dos señores más y Pocho, el
marido de mi compañera.
De los hoteles les cuento que aún guardan algo de la
majestuosidad que deben haber tenido al comienzo. En las habitaciones, solo
quedaban los placares y una especie de toilette,
porque estaban empotrados en la pared. Los muebles, exiguos: dos camitas
otomanas, una mesita sosteniendo una luz y dos sillas. Ascensores que
funcionaban bien.
De otra forma lucía el resto. Bellas escaleras de hierro y
mármol desembocaban en un patio-estar cubierto, amueblado con mesitas y sillas,
algún que otro sillón maltrecho, donde se armó “la sala de juegos”; cartas,
lotería, mate…
Otra, de madera oscura con alfombra te llevaba al hall de
entrada que de un lado tenía puertas vidriadas hacia la escalinata de entrada
y, enfrentada a ésta, apenas a unos seis metros de distancia, bajabas tres
escalones para entrar a una bellísima e inmensa sala donde la buena madera,
brillante, cálida y medianamente oscura cubría pisos, paredes y techo, del que
colgaban grandes arañas, con opalinas de cristal que a la noche iluminaban el
lugar. Hacia ambos lados había grandísimos ventanales que te metían en el
paisaje. Mesas, sillas, sillones con gran estilo, venidos a menos. Lugar de
reunión, de baile (todas las noches) y de teatro improvisado cinco o seis que
nos atrevimos con las coordinadoras para entretener y hacer reír al resto.
¡Cuánto más podría seguir contando! El comedor, con esas
mesas comunitarias, la comida, el personal, las charlas. ¡Cuánto más para
describir del lugar, con sus médanos, sus playas, su mar frío de primavera,
pero se haría demasiado largo!
Retomando el principio y “esa sensación de disconformidad
conmigo misma”; sí, fue real, porque creo que ocupé un lugar que no me
correspondía. Porque tomé conciencia de la realidad solo cuando estuve inmersa
en ella.
Pero (siempre hay un pero que nos sirve para justificar) ese
viaje me permitió conocer ese lugar que fue maravilloso por sí mismo y por los
objetivos que perseguía, y que lamentablemente ahora se mantiene en pié a duras
penas.
Aprendí a priorizar las necesidades de otros, a convivir y
compartir con personas mucho mayor y eso no dificultó el relacionarnos,
entendernos y divertirnos.
Además, coseché dos buenos amigos, “Los Pochitos”, que por
suerte este año no fuimos de vacaciones a Mar del Plata. ¡Por nuestra cuenta,
por supuesto!
Carmen muy didáctico tu escrito. Pero si no hubieras ido, no hubieras podido descubrir lo que descubriste, no te parece? Cariños. Ana María.
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