Los cortos
El pantalón corto marcaba el límite de la niñez, que
generalmente se producía tras la terminación de la primaria, aunque se podía
estirar un poco más, según la estatura del muchacho o el bolsillo de los
viejos.
Cuando se estaba en ese límite, las cargadas eran dolorosas.
El pibe no sabía cómo hacer para ocultar las piernas velludas. A esto se
sumaban los primeros atisbos de barba y aquella horrible colección de barritos
que salpicaban esa cara de... salame,
propios de la bien llamada “edad del pavo”.
Muchas veces hería el oído del muchacho, aquel “¡pibe, te
siguen los gatos!”, lo que obligaba al muchacho, llegando al hogar, a rogar que
le dejaran poner los largos, a lo cual se negaban los padres, porque sabían que
marcaba el comienzo del alejamiento de la casa.
Pero el día anhelado por fin llegaba.
Me tocó debutar con un traje marrón claro, ojo de perdiz,
adquirido en “Belfast”, cruzado, dos botones. Le costó lágrimas de sangre al
viejo.
Para la madre, el enano parecía Rodolfo Valentino. Los
abuelos estaban chochos con aquel nieto arquentino,
mientras le recordaban: “¡Mire que ahora es un hombre! Entre nosotros, antes
¿qué era? Por ahí, un tío canchero ponía, como al descuido, un mango en el
bolsillo de arriba del saco, para reforzar lo que aportó el viejo y para que el
pibe se las rebuscara.
Después de repasar el peinado con “Glostora” y empapar el
pañuelo de arriba con la loción “Atkinson”, que estaba en el tualé sobre el vidrio que apretaba las
fotos del padre en la colimba, mamá de Primera Comunión y unos parientes que
nadie recordaba, el muchacho salía sacando pecho y taconeando fuerte por el
pasillo, dispuesto a conquistar el mundo.
Cuando se cruza con la primera vecina que lo mira con
sonrisa sobradora, se desinfla todo, le tiemblan la piernas y la saluda con un “¡buen
día, señora!”, sin darse cuenta de que son las siete de la tarde.
Al llegar a la esquina, lo recibe la barra con palmadas,
bromas, y aquel “¡hay que pagar el remojo!”, que consistía en invitar a los
amigos a tomar algo, por lo general pizza y cerveza en la “Universal” o “La
Morocha”, de la Avenida Pellegrini.
El drama se ahondaba si encontraba en el camino a las chicas
del barrio, que al verlo, seguramente, se reirían de aquel bobo disfrazado de
hombre.
Pero para iniciar la carrera de hombre no bastaba con los
largos. También hacía falta la llave.
La llave
La ceremonia de la entrega de la llave estaba a cargo del
padre, con las recomendaciones del caso: “¡Ojo con hacer macanas! ¡No vuelvas
tarde que tu madre se vuelve loca! ¡Cuidado con las amistades!”. Y, entonces,
haciendo fuerzas para no lagrimear, mientras le acomoda el moño de la corbata
al hijo, le entrega la llave, que no era una “Acitra” sino una cosa enorme,
pesada e incómoda, muy difícil de llevar.
Por eso, era muy común que quedara en cada casa, pendiente
de un hilo atado a un clavo clavado tras la puerta de calle. Para alcanzarla,
se deslizaba la mano entre el enrejado que adornaba la parte superior de la
puerta de chapa y solucionado el problema.
Se imagina usted este sistema de seguridad hoy, donde te
roban los calzoncillos sin tocar los pantalones. Acotemos que en aquellos
tiempos y en especial en los barrios, más de una puerta no se cerraba nunca con
llave. ¡Para que vamos a hablar de los conventillos!
Pero el pibe tenía su llave y empezaban las salidas. Las
primeras: una pasada por el club del barrio, ir al cine o a la “Granja Royal”,
y otras calavereadas por el estilo.
De vuelta, a quedarse un rato en la esquina. Un poco para
recordar lo que recién pasó, porque nacimos nostálgicos, y otro poco para no
llegar tan temprano a casa, justo el primer día de garufa.
Con los años, las vueltas al hogar cada vez se retrasan más,
porque aparece el café, el billar, los bailes, las cenas de madrugada y las minas, como llamábamos cariñosamente
a las pibas; porque a las otras, a las minas
del tango, no las conocíamos ni por fotografías.
Y como siempre, como un rito, antes de ir a dormir, el
encuentro con los amigos en la esquina, hasta que el domingo asomaba llevando a
las abuelas a la misa primera.
Con el tiempo la mina
pasa a ser filo, más tarde novia y
después… ¡sonaste!
Ahí se repite el ciclo: casamiento, después los chicos y a
sufrir como sufrían mis viejos con mis llegadas tarde.
Me resigno pensando que a estos que hoy me sacan “canas
verdes”, como decía mi madre, les va a pasar lo mismo que a mí.
La clave “Alumni”
La revista “Alumni” se vendía en los estadios antes de
comenzar los partidos y traía en su interior un clave, que adjudicaba a cada
equipo una letra.
En una de las esquinas de cada cancha y en la parte más alta
de la tribuna, se encontraba un tablero dividido en treinta y dos cuadros adonde
se leía una letra que reemplazaba al club respectivo y, a su lado, otra con un
número, que indicaba la cantidad de goles anotados.
Supongamos que en esa fecha le tocaba a San Lorenzo la letra
“R” y a su rival, Racing, la letra “D”. Si en el tablero se leía “R 2 D 1”, significaba
que los “santos” ganaban dos a uno.
Por supuesto, las letras cambiaban todas las fechas. Caso
contrario, nadie volvía a comprar la revista.
Existían otras chapas que. por su color o dibujo, podían
significar: partido suspendido, terminó el primer tiempo, jugador expulsado… y
la famosa chapa amarilla: penal.
Se trataba de un sistema de computación “tracción a sangre”
y servía para que al pobre tipo que había adquirido la revista lo volvieran
loco preguntándole a qué equipo correspondía cada letra. ¡Garroneros hubo siempre!
Todo esto que hoy resulta tan extraño en aquellos años era
normal, porque no existía la radio portátil y ¿quién se animaba a ir a la
cancha con una de aquellos enormes aparatos sobre los hombros? ¡Ni hablar del
largo del cable que debía haberse enchufado en casa!
Conviene aclarar como se disputaba el Torneo de Primera. Jugaban
dieciséis equipos y los ocho partidos siempre en domingo. Competían los grandes:
Boca, River, Huracán (?), San Lorenzo, Independiente y Racing; los dos de
Rosario y los dos de La Plata. Los seis restantes puestos se repartían entre Vélez,
Ferro, Platense, Chacarita, Lanús, Atlanta, Quilmes, Banfield o Tigre, que eran
los que continuamente ascendían o descendían.
“¡Alumni, con la clave Alumni!” era el pregón característico
de los vendedores de esta revista de tamaño reducido y escasa información.
El pobre “Alumni” siempre terminaba mal. En la hora de la
derrota hecho pedazos por la bronca y en la euforia del festejo exagerado,
volando por los aires.
Quedó vacío el estadio. En un trozo de papel cuadrado, engrasado
y estrujado, que fue blanco y ayudó a sostener una pizza de “La Popular”, trata
de averiguar cómo terminaron los partidos. Para eso, atisba en la clave de un “Alumni”
que yace a su lado. Pero es inútil porque al tablero le han quitado las chapas
y solo quedó un esqueleto metálico a cuadros, que espera la próxima fecha para
vestirse con letras y goles. No sabe que en cuanto aparezcan las primeras
radios portátiles lo van a arrumbar en una chatarrería, donde hasta el momento
del desguace podrá ser visitado por una pelota con tiento, un par de
rodilleras, aquel personaje disfrazado que obsequiaba pastillas “Meterete”, la
bolsa de agua, alguna camiseta sin número y un duende vocinglero en alpargatas,
que va a saludar al viejo tablero con un: “¡Limón cortado, veinte vale el limón
cortado!”
Enzo, me gustaron mucho tus narraciones. Regalan ternura por esa etapa adolescente. Felicitaciones. Ana María.
ResponderEliminarExcepto "alumni" que no tenía idea de que existiera, he paladeado recueerdos con "Beslfast", "Glostora", Atkinson (yo leía en el frasco eau de cologne- así como suena), l"los largos", "el filo"... Qué bueno ver escritas esas cosas que duermen en algún rinconcito dela memoria...
ResponderEliminar