José Mario Lombardo
“Memoria,
nombre que damos a las grietas del obstinado olvido”. Borges en sus dichos
parece sugerir que la memoria aparece cuando en algún momento se “agrieta” ese
olvido: desde las grietas del olvido surge “el recuerdo”.
Yo
creo que aquel que sabe que olvidó es porque recuerda. El que olvida realmente
no sabe que olvidó. Es muy gráfico el ejemplo de aquellos versos de Silva
Valdés que dicen de alguien que, sabiendo de la existencia del “Árbol del
olvido”, se tiende bajo su sombra con la esperanza de olvidar a la amada
perdida y al cumplirse su deseo, “se olvida de olvidar”. Olvidar que se ha
olvidado es, en definitiva, recordar.
Nos
íbamos bordeando la vía hasta el segundo paso a nivel, que embocaba la calle
que salía para Bunge, después tomábamos ese camino y, más o menos a una legua,
encontrábamos la tranquera de “la quinta”.
La
tranquera tenía un guardaganado hecho con rieles y allá abajo, en la cuneta que
lo atravesaba, siempre encontrábamos sapos y escuerzos. A los escuerzos los
sacábamos con una caña. Los bichos chupaban la caña y nosotros lentamente los
levantábamos.
La
casa quedaba a unos trescientos metros de la entrada, era de ladrillo y adobe.
Tenía la cocina y las dos piezas formando ángulo y una galería de chapa que
protegía las habitaciones. A un costado estaba el gallinero y del otro lado el
corral para ordeñar. En el centro del patio había un viejo aljibe fuera de uso
con una enredadera que se había apropiado del destartalado balde de madera
zunchada que colgaba del horcón.
Mis
tíos se habían ido a vivir a la quinta y se hicieron cargo del tambo. Rulo, mi
tío, se dedicó a repartir la leche. Fue uno de los lecheros del pueblo. Vivía
con ellos el hermano de mi tía, un morrudo criollo bien petiso y más noble que
la tuna, oriundo de Banderaló, que se llamaba Antenor. Entre los tres se las
arreglaban para hacer las tareas del campo: apartar, arriar, dar la comida,
ordeñar, preparar los tarros, la leche y cargar el carro para que mi tío
pudiera salir todas las mañanas muy temprano para hacer el reparto.
El
carro era un noble y distinguido carro lechero, de ruedas altas, color
amarillo, finamente fileteado y tirado por un buen caballo que estaba
adiestrado para sus tareas de reparto. Rulo bajaba del carro con el tarro y la
medida ante la casa del primer cliente de la cuadra y luego la caminaba
completa repartiendo la leche mientras el caballo llevaba el carro de casa en
casa y se detenía ante la puerta de cada cliente. Cuando terminaban el reparto,
el caballo no necesitaba orden alguna y ante la voz de su patrón regresaba a la
quinta como si tuviera un piloto automático.
Los
sábados por la tarde, en la quinta se reunía toda la familia. Generalmente nos
pasaba a buscar Antenor con el carro y allí nos acomodábamos con mis padres, mi
abuela, algún otro tío y a veces algún vecino, para dirigirnos alegremente a
compartir la jornada.
La
cita era para jugar a la lotería (hoy bingo). En la cocina, que tenía una buena
mesa de pino con el tablero blanco de tanto cepillo y jabón, preparábamos el
juego con sumo cuidado. Cada uno elegía sus cartones de un mismo color, es
decir de la misma serie, para no tener números repetidos. Los mayores jugaban
con cuatro o cinco cartones, mientras que a los chicos nos permitían participar
con dos. Se aportaba unos veinte centavos por cada cartón y luego los premios
se repartían con el cuaterno, la lotería y finalmente el premio mayor con el
cartón lleno. Supongamos que eran quince personas con cinco cartones cada una,
eso hacía un suculento pozo de quince pesos, pozo que otorgaría cuatro pesos al
cuaterno, seis pesos a la lotería y ¡diez pesos! al cartón lleno.
¿Cuánto
tiempo nos llevaba un juego? Yo calculo que más o menos en una hora se llegaba
a finalizar cada partida, de manera que en cuatro horas cada jugador habría
arriesgado la friolera de ¡cuatro pesos! y, suponiendo que hubiera ganado por
lo menos una lotería, el afortunado se iba con ¡dos pesos! de premio.
Yo
supongo que nadie hacía ese tipo de cuentas tan arduas. En realidad todos nos
dedicábamos cuidadosamente a atender los números cantados, mientras se
escuchaban las ocurrencias y dichos de los participantes y se producían las
situaciones más inesperadas.
Una
noche mi primo (hijo de Rulo), se levantó de la mesa a los gritos y hurgándose
una de las orejas. Los números cantados los anotábamos en los cartones con maíz
y al parecer, distraído, se había metido un maíz en el oído. Se interrumpió la
partida y no se reanudó hasta que, revisado que fue cuidadosamente con
distintos elementos como cucharas, pinzas de depilar, alfileres de gancho y
linterna, se concluyó que solo era una impresión suya y que el maíz habría
caído al suelo.
Con
la noche cerrada eran infaltables los cuentos de miedo. Allí aparecían “el
hombre de la bolsa”, el “chancho sin cabeza” que por las noches rondaba atrás
del hospital, “la viuda de la laguna”, “el loco del parque” y un sin fin de
dudosas apariciones asomadas ante las sombras que producía el sol de noche en
las paredes encaladas de la galería.
En
el regreso, el recuerdo de los relatos de la cocina se subía con nosotros en el
carro lechero conducido por Antenor y no nos abandonaba ni siquiera al
descender en el pueblo. Cuando volvíamos a pisar tierra firme, despedíamos
ruidosamente a nuestro chofer que volvía para “la quinta” solo en el carro y
solita su alma. El noble caballo sabía el camino de día o de noche y llevaba el
carro a su destino a pesar de la temerosa inmovilidad de su conductor.
Pero
el maíz no había caído al suelo. Una mañana mi primo despertó con un tremendo
dolor de oídos. Lo llevaron al hospital y allí le sacaron el maíz. Estaba
germinando.
José Mario me encantó tu relato. Tan bien dibujada con palabras la "quinta" y las costumbres, ya sea el carro del lechero, la galería, el juego de la lotería, etc. Pero me reí mucho del maíz germinado.
ResponderEliminarMe gustó un montón todo el comienzo de tu relato, me pareció muy poético... También que las historias de miedo se subían al carro con ustedes. ¡Qué cosas hermosas se pueden escribir! Imágenes muy bellas. Felicitaciones por tu historia.
ResponderEliminarSusana Olivera