miércoles, 20 de mayo de 2015

La Quinta

José Mario Lombardo

“Memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido”. Borges en sus dichos parece sugerir que la memoria aparece cuando en algún momento se “agrieta” ese olvido: desde las grietas del olvido surge “el recuerdo”.
Yo creo que aquel que sabe que olvidó es porque recuerda. El que olvida realmente no sabe que olvidó. Es muy gráfico el ejemplo de aquellos versos de Silva Valdés que dicen de alguien que, sabiendo de la existencia del “Árbol del olvido”, se tiende bajo su sombra con la esperanza de olvidar a la amada perdida y al cumplirse su deseo, “se olvida de olvidar”. Olvidar que se ha olvidado es, en definitiva, recordar.
Nos íbamos bordeando la vía hasta el segundo paso a nivel, que embocaba la calle que salía para Bunge, después tomábamos ese camino y, más o menos a una legua, encontrábamos la tranquera de “la quinta”.
La tranquera tenía un guardaganado hecho con rieles y allá abajo, en la cuneta que lo atravesaba, siempre encontrábamos sapos y escuerzos. A los escuerzos los sacábamos con una caña. Los bichos chupaban la caña y nosotros lentamente los levantábamos.
La casa quedaba a unos trescientos metros de la entrada, era de ladrillo y adobe. Tenía la cocina y las dos piezas formando ángulo y una galería de chapa que protegía las habitaciones. A un costado estaba el gallinero y del otro lado el corral para ordeñar. En el centro del patio había un viejo aljibe fuera de uso con una enredadera que se había apropiado del destartalado balde de madera zunchada que colgaba del horcón.
Mis tíos se habían ido a vivir a la quinta y se hicieron cargo del tambo. Rulo, mi tío, se dedicó a repartir la leche. Fue uno de los lecheros del pueblo. Vivía con ellos el hermano de mi tía, un morrudo criollo bien petiso y más noble que la tuna, oriundo de Banderaló, que se llamaba Antenor. Entre los tres se las arreglaban para hacer las tareas del campo: apartar, arriar, dar la comida, ordeñar, preparar los tarros, la leche y cargar el carro para que mi tío pudiera salir todas las mañanas muy temprano para hacer el reparto.
El carro era un noble y distinguido carro lechero, de ruedas altas, color amarillo, finamente fileteado y tirado por un buen caballo que estaba adiestrado para sus tareas de reparto. Rulo bajaba del carro con el tarro y la medida ante la casa del primer cliente de la cuadra y luego la caminaba completa repartiendo la leche mientras el caballo llevaba el carro de casa en casa y se detenía ante la puerta de cada cliente. Cuando terminaban el reparto, el caballo no necesitaba orden alguna y ante la voz de su patrón regresaba a la quinta como si tuviera un piloto automático.
Los sábados por la tarde, en la quinta se reunía toda la familia. Generalmente nos pasaba a buscar Antenor con el carro y allí nos acomodábamos con mis padres, mi abuela, algún otro tío y a veces algún vecino, para dirigirnos alegremente a compartir la jornada.
La cita era para jugar a la lotería (hoy bingo). En la cocina, que tenía una buena mesa de pino con el tablero blanco de tanto cepillo y jabón, preparábamos el juego con sumo cuidado. Cada uno elegía sus cartones de un mismo color, es decir de la misma serie, para no tener números repetidos. Los mayores jugaban con cuatro o cinco cartones, mientras que a los chicos nos permitían participar con dos. Se aportaba unos veinte centavos por cada cartón y luego los premios se repartían con el cuaterno, la lotería y finalmente el premio mayor con el cartón lleno. Supongamos que eran quince personas con cinco cartones cada una, eso hacía un suculento pozo de quince pesos, pozo que otorgaría cuatro pesos al cuaterno, seis pesos a la lotería y ¡diez pesos! al cartón lleno.
¿Cuánto tiempo nos llevaba un juego? Yo calculo que más o menos en una hora se llegaba a finalizar cada partida, de manera que en cuatro horas cada jugador habría arriesgado la friolera de ¡cuatro pesos! y, suponiendo que hubiera ganado por lo menos una lotería, el afortunado se iba con ¡dos pesos! de premio.
Yo supongo que nadie hacía ese tipo de cuentas tan arduas. En realidad todos nos dedicábamos cuidadosamente a atender los números cantados, mientras se escuchaban las ocurrencias y dichos de los participantes y se producían las situaciones más inesperadas.
Una noche mi primo (hijo de Rulo), se levantó de la mesa a los gritos y hurgándose una de las orejas. Los números cantados los anotábamos en los cartones con maíz y al parecer, distraído, se había metido un maíz en el oído. Se interrumpió la partida y no se reanudó hasta que, revisado que fue cuidadosamente con distintos elementos como cucharas, pinzas de depilar, alfileres de gancho y linterna, se concluyó que solo era una impresión suya y que el maíz habría caído al suelo.
Con la noche cerrada eran infaltables los cuentos de miedo. Allí aparecían “el hombre de la bolsa”, el “chancho sin cabeza” que por las noches rondaba atrás del hospital, “la viuda de la laguna”, “el loco del parque” y un sin fin de dudosas apariciones asomadas ante las sombras que producía el sol de noche en las paredes encaladas de la galería.
En el regreso, el recuerdo de los relatos de la cocina se subía con nosotros en el carro lechero conducido por Antenor y no nos abandonaba ni siquiera al descender en el pueblo. Cuando volvíamos a pisar tierra firme, despedíamos ruidosamente a nuestro chofer que volvía para “la quinta” solo en el carro y solita su alma. El noble caballo sabía el camino de día o de noche y llevaba el carro a su destino a pesar de la temerosa inmovilidad de su conductor.
Pero el maíz no había caído al suelo. Una mañana mi primo despertó con un tremendo dolor de oídos. Lo llevaron al hospital y allí le sacaron el maíz. Estaba germinando.


2 comentarios:

  1. José Mario me encantó tu relato. Tan bien dibujada con palabras la "quinta" y las costumbres, ya sea el carro del lechero, la galería, el juego de la lotería, etc. Pero me reí mucho del maíz germinado.

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  2. Me gustó un montón todo el comienzo de tu relato, me pareció muy poético... También que las historias de miedo se subían al carro con ustedes. ¡Qué cosas hermosas se pueden escribir! Imágenes muy bellas. Felicitaciones por tu historia.
    Susana Olivera

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