martes, 26 de mayo de 2015

La colimba – Segunda parte

Luis Zandri

Una vez finalizada la etapa de instrucción todo se hizo más llevadero ya que esta fue reemplazada por gimnasia aeróbica, fútbol y vóley, aunque de los movidos bailes no nos salvamos nunca, ya que estuvieron presentes todo el año. Hacíamos ejercicios militares, pero más espaciados y siempre practicábamos marchas, que sobre todo se intensificaron en los meses de mayo y junio para ir a la jura de la bandera y el desfile del 20 de junio, en la zona del Monumento y la avenida Belgrano. Cuando faltaba poco para esa fecha yo enfermé de anginas, pero no dije nada a ningún suboficial, y tomaba medicamentos sin que se dieran cuenta y aguantaba. Me sentía mal por el estado febril y transpiraba mucho, pero no aflojaba y le pedía a mis compañeros que me ayudaran, porque si comunicaba que estaba enfermo me enviaban a la enfermería, me perdía la jura y el desfile, y luego cuando mejorara iba a tener que hacer doble tiempo de guardias para cubrir a los soldados que sí iban a ir.
Así fue como el 20 de junio de 1965 me di el gusto de jurar nuestra bandera y desfilar. Realmente, fueron momentos de emoción para nosotros.
Después de ese período de instrucción, un día nos pusieron en filas a todos, Éramos 400 en total y nos preguntaron a uno por uno a qué nos dedicábamos, qué estudio y oficio teníamos y conocimientos adquiridos, para determinar las asignaciones que nos corresponderían. A los mecánicos los tomaban los oficiales o suboficiales de más alto rango para que atendieran sus vehículos, los que tenían algún padrino pasaron a ser secretarios, ayudantes y/o alcahuetes de alguno de ellos, los oficinistas fuimos distribuidos en las distintas dependencias de la jefatura del Batallón: un grupo al “Detall”, donde se organizaban los turnos y grupos de guardias; “Intendencia”, donde recibían los alimentos y luego los entregaban a la “Cocina” para las cuatro comidas del día. Debo acotar que los mejores cortes de carne y otros alimentos eran el botín de los militares, que se los llevaban a sus domicilios para sus familias. El resto quedaba para nosotros. La Intendencia también era depositaria de las armas que eran entregadas a cada soldado para las guardias, teniendo que devolverlas cuando retornaban de ellas. Cada uno tenía sus armas, identificadas por un código y era responsable por ellas.
Javier, Guillermo, con quien realizamos todo el ciclo primario juntos en la escuela “9 de Julio” de avenida Alberdi al 900 y yo quedamos en la Oficina de Seguridad, a cargo del sargento ayudante Montenegro, un hombre bajito, regordete y bonachón, algo raro en un militar. Nuestra tarea fue diseñar los diagramas en casos de incendio, ataques o atentados y otros trabajos administrativos. Más adelante mi jefe me enseñó a descifrar los telegramas codificados que enviaban los mandos superiores, tarea de la cual él se encargaba.
Los soldados que no tenían ningún conocimiento, habilidad o estudio en particular, algunos fueron asignados a la “Cocina”, otros al “Horno de Ladrillos”, y un grupo a la “Proveeduría”, donde se ocupaban de la ropa y el calzado de todo el batallón, entregando al principio a cada uno su equipo completo compuesto por prendas de vestir, calzado y rancho (un bolso con los utensilios para las comidas),y durante el año haciendo el mantenimiento de las mismas. Al resto de la tropa los enviaban a realizar trabajos de fajina como cortar pastos, desarmar vagones de ferrocarril, efectuar limpieza en los talleres de la fábrica o el arsenal, hacer tareas en los domicilios de los militares que vivían dentro del perímetro en el barrio militar y alguna que otra cosa más.
Al dormitorio lo llamábamos la cuadra, porque era un enorme galpón con varias hileras de camas cuchetas triples, algo así como 400 en total para albergar a todo el batallón. Pobre al que le tocaba la cama de arriba como a mí, ya que estaba muy alta y, como eran de madera, frecuentemente se hacían bromas, tomándolas entre varios de los parantes, empujando hacia uno y otro lado, produciéndose un peligroso bamboleo.
Cada uno tenía un roperito con sus pertenencias, aseguradas sus puertas con un candado, para evitar posibles robos o hurtos, aunque muchas veces no era suficiente. Había que cuidar muy bien todo, porque periódicamente y sin previo aviso nos ordenaban colocar todo dentro de una frazada a modo de bolsa y luego pasaban revista controlando uno por uno todos los elementos del equipo. Si a alguno le faltaba algo, se le descontaba del pequeño sueldo que nos pagaban; y si no era suficiente, había que pagarlo del propio bolsillo. Si lo que faltaba era importante, hasta podía corresponder días de arresto, de manera que a cualquiera que le faltara algún elemento tenía que tratar de recuperarlo como fuera, ya sea comprándolo a otro que le sobrara o hurtarlo o robarlo por su cuenta o encargarle a un tercero que lo hiciera, era la ley de la selva.
 Una vez me faltó el capote, una especie de sobretodo verde oliva con botones. Era la prenda más cara de todo el equipo. Un compañero sustrajo uno de un roperito y me lo dio, pero yo lo reconocí porque tenía botones distintos a todos y le dije que lo devolviera a su lugar, porque pertenecía a un soldado que estaba en la Proveeduría y era un gringo enorrrrme del campo, una mole, que si me agarraba me hacía papilla. Luego, en una guardia nos tocó un suboficial que yo sabía que podía abordarlo, así que le propuse que me vendiera el suyo, que era igual al que usábamos nosotros, a buen precio, ya que él tenía posibilidades de conseguir otro, a lo cual accedió y zafé de mi problema.
Un día después del almuerzo estábamos descansando en el pasto haciendo fiaca cuando el encargado de la compañía, el suboficial principal Grimi, sin motivo aparente, nos hizo sacar las camisas quedando todos en cuero y nos ordenó que hiciéramos roll dando vueltas a uno y otro lado según lo ordenaba. El inconveniente fue que el terreno estaba lleno de abrojos y él lo sabía, por lo que nos quedó el torso y los brazos con cardenales por todos lados.
Era un hombre muy cínico, por eso y varias jugaditas suyas más lo odiaba, pero por esas vueltas de la vida, trece años después, en octubre de 1978, en un viaje a Bariloche con mi esposa y mi hijo de ocho años, conocí a su hermano mellizo, Mingo y su esposa, de quienes luego nos hicimos amigos íntimos. Cuando me dijo su apellido, le pregunté si tenía algún pariente militar y él me respondió: sí, mi hermano mellizo Ángel.
Cuando le comenté que había sido mi jefe en el servicio militar, me pidió que le dijera como era él con los soldados, lo miré fijo y la respondí: “¿Vos querés la verdad? Era el más h... d. p... de todos los suboficiales!”.
Ante mi respuesta se reía a carcajadas tomándose el estómago y llamaba a su esposa a gritos: “¡Rosita! ¡Rosita!, vení, escuchá lo que dice Luis de Ángel”.
Con el transcurso del tiempo ellos nos invitaban a sus fiestas familiares y en una de ellas, casualmente en el club de mis amores: Newell`s Old Boys, me encontré por primera vez con mi odiado exjefe, sentado frente a mí a la mesa de la fiesta. Mi amigo nos presentó, él no me recordaba, después comenzamos a charlar, dejé de lado mi encono y le relaté varias “cositas” de las suyas, riéndonos con esas anécdotas.
En lo referido a la comida, los tres primeros meses durante los cuales no hubo prácticamente francos, tenía que comer lo que nos servían en el comedor y no la pasé muy bien. Las comidas no eran buenas y desabridas. Cuando servían sopa o fideos, había que retirar los gorgojos o gusanos para poder comer algo, lo cual me producía asco. Igual comía, porque como hacíamos mucha actividad física más que apetito vivía hambriento. Lo que comía con ganas eran las papas, que venían hervidas con la cáscara, y la carne del puchero; y en el desayuno y la merienda tenía la revancha, porque tomaba uno o dos jarros de mate cocido con leche y comía abundante pan que remojaba en el mate cocido. Una delicia.

(Esta historia continúa)

1 comentario:

  1. Qué humor, lo disfruto un montón. Que perverso ese oficial, el de los abrojos.
    Cariños
    Susana Olivera

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