Luis Zandri
Una vez finalizada la etapa de instrucción
todo se hizo más llevadero ya que esta fue reemplazada por gimnasia aeróbica, fútbol
y vóley, aunque de los movidos bailes
no nos salvamos nunca, ya que estuvieron presentes todo el año. Hacíamos
ejercicios militares, pero más espaciados y siempre practicábamos marchas, que sobre
todo se intensificaron en los meses de mayo y junio para ir a la jura de la
bandera y el desfile del 20 de junio, en la zona del Monumento y la avenida
Belgrano. Cuando faltaba poco para esa fecha yo enfermé de anginas, pero no
dije nada a ningún suboficial, y tomaba medicamentos sin que se dieran cuenta y
aguantaba. Me sentía mal por el estado febril y transpiraba mucho, pero no
aflojaba y le pedía a mis compañeros que me ayudaran, porque si comunicaba que
estaba enfermo me enviaban a la enfermería, me perdía la jura y el desfile, y
luego cuando mejorara iba a tener que hacer doble tiempo de guardias para
cubrir a los soldados que sí iban a ir.
Así fue como el 20 de junio de 1965
me di el gusto de jurar nuestra bandera y desfilar. Realmente, fueron momentos
de emoción para nosotros.
Después de ese período de instrucción,
un día nos pusieron en filas a todos, Éramos 400 en total y nos preguntaron a
uno por uno a qué nos dedicábamos, qué estudio y oficio teníamos y
conocimientos adquiridos, para determinar las asignaciones que nos corresponderían.
A los mecánicos los tomaban los oficiales o suboficiales de más alto rango para
que atendieran sus vehículos, los que tenían algún padrino pasaron a ser secretarios, ayudantes y/o alcahuetes de
alguno de ellos, los oficinistas fuimos distribuidos en las distintas
dependencias de la jefatura del Batallón: un grupo al “Detall”, donde se
organizaban los turnos y grupos de guardias; “Intendencia”, donde recibían los
alimentos y luego los entregaban a la “Cocina” para las cuatro comidas del día.
Debo acotar que los mejores cortes de carne y otros alimentos eran el botín de
los militares, que se los llevaban a sus domicilios para sus familias. El resto
quedaba para nosotros. La Intendencia también era depositaria de las armas que
eran entregadas a cada soldado para las guardias, teniendo que devolverlas
cuando retornaban de ellas. Cada uno tenía sus armas, identificadas por un código
y era responsable por ellas.
Javier, Guillermo, con quien
realizamos todo el ciclo primario juntos en la escuela “9 de Julio” de avenida
Alberdi al 900 y yo quedamos en la Oficina de Seguridad, a cargo del sargento ayudante
Montenegro, un hombre bajito, regordete y bonachón, algo raro en un militar.
Nuestra tarea fue diseñar los diagramas en casos de incendio, ataques o
atentados y otros trabajos administrativos. Más adelante mi jefe me enseñó a
descifrar los telegramas codificados que enviaban los mandos superiores, tarea
de la cual él se encargaba.
Los soldados que no tenían ningún
conocimiento, habilidad o estudio en particular, algunos fueron asignados a la “Cocina”,
otros al “Horno de Ladrillos”, y un grupo a la “Proveeduría”, donde se ocupaban
de la ropa y el calzado de todo el batallón, entregando al principio a cada uno
su equipo completo compuesto por prendas de vestir, calzado y rancho (un bolso
con los utensilios para las comidas),y durante el año haciendo el mantenimiento
de las mismas. Al resto de la tropa los enviaban a realizar trabajos de fajina como cortar pastos, desarmar
vagones de ferrocarril, efectuar limpieza en los talleres de la fábrica o el
arsenal, hacer tareas en los domicilios de los militares que vivían dentro del perímetro
en el barrio militar y alguna que otra cosa más.
Al dormitorio lo llamábamos la cuadra, porque era un enorme galpón con
varias hileras de camas cuchetas triples, algo así como 400 en total para
albergar a todo el batallón. Pobre al que le tocaba la cama de arriba como a mí,
ya que estaba muy alta y, como eran de madera, frecuentemente se hacían bromas,
tomándolas entre varios de los parantes, empujando hacia uno y otro lado, produciéndose
un peligroso bamboleo.
Cada uno tenía un roperito con sus
pertenencias, aseguradas sus puertas con un candado, para evitar posibles robos
o hurtos, aunque muchas veces no era suficiente. Había que cuidar muy bien todo,
porque periódicamente y sin previo aviso nos ordenaban colocar todo dentro de
una frazada a modo de bolsa y luego pasaban revista controlando uno por uno
todos los elementos del equipo. Si a alguno le faltaba algo, se le descontaba
del pequeño sueldo que nos pagaban; y si no era suficiente, había que pagarlo
del propio bolsillo. Si lo que faltaba era importante, hasta podía corresponder
días de arresto, de manera que a cualquiera que le faltara algún elemento tenía
que tratar de recuperarlo como fuera, ya sea comprándolo a otro que le sobrara
o hurtarlo o robarlo por su cuenta o encargarle a un tercero que lo hiciera,
era la ley de la selva.
Una vez me faltó el capote, una especie de
sobretodo verde oliva con botones. Era la prenda más cara de todo el equipo. Un
compañero sustrajo uno de un roperito y me lo dio, pero yo lo reconocí porque tenía
botones distintos a todos y le dije que lo devolviera a su lugar, porque pertenecía
a un soldado que estaba en la Proveeduría y era un gringo enorrrrme del campo, una mole, que si me agarraba me hacía papilla.
Luego, en una guardia nos tocó un suboficial que yo sabía que podía abordarlo, así
que le propuse que me vendiera el suyo, que era igual al que usábamos nosotros,
a buen precio, ya que él tenía posibilidades de conseguir otro, a lo cual accedió
y zafé de mi problema.
Un día después del almuerzo estábamos
descansando en el pasto haciendo fiaca
cuando el encargado de la compañía, el suboficial principal Grimi, sin motivo
aparente, nos hizo sacar las camisas quedando todos en cuero y nos ordenó que hiciéramos
roll dando vueltas a uno y otro lado según
lo ordenaba. El inconveniente fue que el terreno estaba lleno de abrojos y él
lo sabía, por lo que nos quedó el torso y los brazos con cardenales por todos
lados.
Era un hombre muy cínico, por eso y
varias jugaditas suyas más lo odiaba, pero por esas vueltas de la vida, trece
años después, en octubre de 1978, en un viaje a Bariloche con mi esposa y mi
hijo de ocho años, conocí a su hermano mellizo, Mingo y su esposa, de quienes
luego nos hicimos amigos íntimos. Cuando me dijo su apellido, le pregunté si tenía
algún pariente militar y él me respondió: sí, mi hermano mellizo Ángel.
Cuando le comenté que había sido mi
jefe en el servicio militar, me pidió que le dijera como era él con los
soldados, lo miré fijo y la respondí: “¿Vos querés la verdad? Era el más h...
d. p... de todos los suboficiales!”.
Ante mi respuesta se reía a
carcajadas tomándose el estómago y llamaba a su esposa a gritos: “¡Rosita! ¡Rosita!,
vení, escuchá lo que dice Luis de Ángel”.
Con el transcurso del tiempo ellos
nos invitaban a sus fiestas familiares y en una de ellas, casualmente en el
club de mis amores: Newell`s Old Boys, me encontré por primera vez con mi
odiado exjefe, sentado frente a mí a la mesa de la fiesta. Mi amigo nos presentó,
él no me recordaba, después comenzamos a charlar, dejé de lado mi encono y le relaté
varias “cositas” de las suyas, riéndonos con esas anécdotas.
En lo referido a la comida, los tres
primeros meses durante los cuales no hubo prácticamente francos, tenía que
comer lo que nos servían en el comedor y no la pasé muy bien. Las comidas no
eran buenas y desabridas. Cuando servían sopa o fideos, había que retirar los
gorgojos o gusanos para poder comer algo, lo cual me producía asco. Igual comía,
porque como hacíamos mucha actividad física más que apetito vivía hambriento.
Lo que comía con ganas eran las papas, que venían hervidas con la cáscara, y la
carne del puchero; y en el desayuno y la merienda tenía la revancha, porque
tomaba uno o dos jarros de mate cocido con leche y comía abundante pan que
remojaba en el mate cocido. Una delicia.
(Esta
historia continúa)
Qué humor, lo disfruto un montón. Que perverso ese oficial, el de los abrojos.
ResponderEliminarCariños
Susana Olivera