Susana Olivera
2 - Escuela Primaria
Papeles viejos, cuadernos de mis hijos,
recortes de diario, revistas, cartas, carnés, libretas de calificaciones, textos
para evaluaciones, fotos –algunas de personas que no sé quiénes son–; papeles
que hoy, sin dudas, no me sirven para nada. Decidí controlarlos uno por uno, porque
tenía el propósito de deshacerme de todo lo obsoleto. Entre ellos encontré una
vieja foto color sepia de un primer día de clase en la que estoy con mis
hermanos con nuestros delantales duros como cartones y nuestros portafolios.
Guardé la foto y… ¿qué hice con los papeles? Pues, guardé también todos los
papeles, porque me duele tirarlos. Son tantos recuerdos de épocas felices.
Entre ellos, estaba mi libreta de ahorro postal con sus estampillas y, por
supuesto, la suma total ahorrada sin cobrar…
La
foto…
Todos
fuimos a la misma escuela primaria, la n° 65 “Teniente General Pablo Ricchieri”.
Nos quedaba próxima y mis padres estaban convencidos de que las escuelas estatales
eran superiores a las privadas.
Por
ese año, 1954, solo íbamos los tres mayores; el más pequeño se quedaba en casa
de la abuela hasta que regresaba mamá.
Íbamos
los tres de la mano, cuando mamá nos dejaba en Rioja y Moreno, porque allí
tomaba el tranvía que la llevaba a la escuela en la que trabajaba y, entonces,
caminábamos una cuadra, o poco menos, solos.
“No
se queden en la puerta: entren enseguida. No hablen con nadie y no corran, vayan
siempre juntos, de la mano”, era su despedida habitual.
Habíamos
conseguido permiso para ir solos esa cuadra casi a mitad de año; a mamá le
convenía, porque le daba más tiempo para no perder el tranvía. Era toda una
aventura que nos hacía sentir muy importantes. Lo que no sabíamos era que mamá
había hablado con la portera Ramona San Román para que nos hiciera entrar, ya
que era temprano y faltaba para el toque de la campana.
No
había recomendaciones mientras cruzábamos la plaza San Martín con mamá. Invariablemente
buscábamos una piedrita –había piedritas rojas que separaban la vereda de los
canteros o bien bellotas de los plátanos que rodeaban la plaza– y nos
turnábamos para patearla y hacerla avanzar; llamábamos a las piedritas, no sé
por qué extraña razón “calquenutis”. Era como si jugáramos a una gigantesca rayuela
antes de entrar a la escuela.
Cruzar
la plaza corriendo y saltando anticipaba el momento de la tarde cuando, ya
hechos los deberes, iríamos allí los cuatro a jugar.
Los
cuatro: la condición del permiso era que lleváramos al bebé en su cochecito y
no valían las protestas.
El
juego, la infancia y la escuela.
Ese
año, empezábamos a escribir con tinta los dos mayores.
Recuerdo
una estrofa –las demás se han quedado ensobradas en alguna parte de mi memoria–
de un poemita que nos habían hecho memorizar… se memorizaba mucho en ese
entonces. Decía así:
“¡Cuántas palabras hermosas dejaron de ser
escritas
Por
la tinta que derraman los niños todos los días!
Cuida,
pues, de no volcarla y piensa siempre que escribas
Que
es una palabra muerta cada gotita de tinta…”
Estaba sacado de un libro que la Caja Nacional
de Ahorro Postal había hecho llegar a las escuelas para estimular el ahorro. Y,
sin dudas, venía muy al caso, porque escribir “con tinta” era todo un ¡soberano
trabajo! Usábamos plumas que se llamaban “de cucharita”. Había que mojarla en
el tintero y cuidar mucho al cargarla, porque si venía muy llena, seguramente,
seguramente se volcaba una gota en el cuaderno. Y era un manchón. Habitualmente
había montones de manchones. Se procedía, entonces, así: se secaba la mancha
con una puntita del papel secante –si se usaba todo el papel secante el manchón
se hacía enorme–, se esperaba un tiempo para que se secara (se lo apuraba
soplando sobre él) y después se borraba con la goma “de tinta”. Otra forma era
rasparla con una “Gillette”, una hojita de afeitar. Ambos procedimientos eran
muy peligrosos, porque sabían terminar en un formidable agujero en el cuaderno.
La
pluma debía cambiarse con mucha frecuencia porque –como apretábamos al escribir
con una mano todavía un poco torpe– la punta se separaba en dos partes y la
escritura se hacía entonces muy ancha. Por eso, llevábamos repuestos en una
cajita de lata pequeña que había sido de pastillas para la tos del “Dr. Andreu”.
A esa cajita la poníamos en otra mucho más grande, de madera con tapa corrediza,
que nos permitía también guardar el portaplumas, el lápiz y la goma que tenía
una parte para lápiz y otra para tinta. Además, poníamos los lápices de
colores.
En
casa teníamos una botellita de tinta azul (Pelikan) cada uno. No era necesario
llevarla a la escuela, porque allí había tinteros en todos los bancos. Eran
unos tinteros blancos, redondos, de losa, con un agujero para introducir la
lapicera y que quedaban siempre en el banco en un lugar preparado para
sostenerlo. Diariamente, la maestra pasaba banco por banco con una botella de
vidrio cuadrada y cargaba el tintero que estuviera vacío. Los bancos no se
movían fácilmente, porque estaban sujetos a largos listones de madera
atornillados al piso, que era también de madera. Eso ayudaba para que el
tintero no se cayera. Cada uno tenía su banco, por lo que cada mancha sobre el
pupitre tenía un responsable; o, a lo sumo dos, porque también se usaba en el
turno tarde.
Al
año siguiente, creo, o un poco más adelante, empezamos a usar “tinta china”
para calcar los mapas en papel manteca. Ahí sí que no se podía borrar, de
manera que había que tener muchísimo cuidado…
Fue
un adelanto enorme cuando aparecieron las lapiceras “fuente”. Eran unas
lapiceras que tenían un tanque con una goma que se cargaba en el tintero
apretando y soltando varias veces. Luego, fue una lapicera que llevaba un
tanque que se reemplazaba y que venía lleno de tinta, con lo que los tinteros
en los bancos resultaron innecesarios.
La
libreta de la Caja Nacional de Ahorro Postal.
Ahorrábamos
una monedita de las que nos regalaban y la maestra nos la recibía, y nos
entregaba una estampilla, que pegaba en la libreta con el valor del dinero que
le habíamos entregado.
Era
un orgullo tener muchas estampillas pegadas y una competencia para ver quién
ahorraba más.
Paradójicamente,
nunca retiramos el dinero ahorrado. Seguramente se lo tragaron los numerosos
cambios del valor de la moneda.
Recuerdo
esa época fresca como nuestros pocos años.
Época
tan distinta a la actual…
Mamá
nos cruzaba con nuestros patines, la bici
y el cochecito con el bebé, y nos iba a buscar para tomar la leche…Oigo las
canciones infantiles, (“Mambrú se fue a la guerra, chiribín chiribín chin chin…”
“Farolera tropezó…”); retahílas para ver quién contaba en la escondida (una do
li tua que a la limen ta…), memorias de juegos en la plaza con otros muchos
chicos que allí disfrutaban del sol y de la libertad, de la mancha, del lopa cadena,
del cochecito que condicionaba nuestro permiso para ir a jugar –bebé adentro–corriendo
de aquí para allá y el bebé riendo a carcajadas festejando, sin participar
todavía, nuestros juegos y nuestra alegría…
Susana, creo que has sido una niña privilegiada por todas las anécdotas felices que nos contás de tu infancia. Esta me encantó. Cariños. Ana María.
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