viernes, 15 de mayo de 2015

Estampas del Siglo Pasado

Susana Olivera

2 - Escuela Primaria

 Papeles viejos, cuadernos de mis hijos, recortes de diario, revistas, cartas, carnés, libretas de calificaciones, textos para evaluaciones, fotos –algunas de personas que no sé quiénes son–; papeles que hoy, sin dudas, no me sirven para nada. Decidí controlarlos uno por uno, porque tenía el propósito de deshacerme de todo lo obsoleto. Entre ellos encontré una vieja foto color sepia de un primer día de clase en la que estoy con mis hermanos con nuestros delantales duros como cartones y nuestros portafolios. Guardé la foto y… ¿qué hice con los papeles? Pues, guardé también todos los papeles, porque me duele tirarlos. Son tantos recuerdos de épocas felices. Entre ellos, estaba mi libreta de ahorro postal con sus estampillas y, por supuesto, la suma total ahorrada sin cobrar…
La foto…
Todos fuimos a la misma escuela primaria, la n° 65 “Teniente General Pablo Ricchieri”. Nos quedaba próxima y mis padres estaban convencidos de que las escuelas estatales eran superiores a las privadas.
Por ese año, 1954, solo íbamos los tres mayores; el más pequeño se quedaba en casa de la abuela hasta que regresaba mamá.
Íbamos los tres de la mano, cuando mamá nos dejaba en Rioja y Moreno, porque allí tomaba el tranvía que la llevaba a la escuela en la que trabajaba y, entonces, caminábamos una cuadra, o poco menos, solos.
“No se queden en la puerta: entren enseguida. No hablen con nadie y no corran, vayan siempre juntos, de la mano”, era su despedida habitual.
Habíamos conseguido permiso para ir solos esa cuadra casi a mitad de año; a mamá le convenía, porque le daba más tiempo para no perder el tranvía. Era toda una aventura que nos hacía sentir muy importantes. Lo que no sabíamos era que mamá había hablado con la portera Ramona San Román para que nos hiciera entrar, ya que era temprano y faltaba para el toque de la campana.
No había recomendaciones mientras cruzábamos la plaza San Martín con mamá. Invariablemente buscábamos una piedrita –había piedritas rojas que separaban la vereda de los canteros o bien bellotas de los plátanos que rodeaban la plaza– y nos turnábamos para patearla y hacerla avanzar; llamábamos a las piedritas, no sé por qué extraña razón “calquenutis”. Era como si jugáramos a una gigantesca rayuela antes de entrar a la escuela.
Cruzar la plaza corriendo y saltando anticipaba el momento de la tarde cuando, ya hechos los deberes, iríamos allí los cuatro a jugar.
Los cuatro: la condición del permiso era que lleváramos al bebé en su cochecito y no valían las protestas.
El juego, la infancia y la escuela.
Ese año, empezábamos a escribir con tinta los dos mayores.
Recuerdo una estrofa –las demás se han quedado ensobradas en alguna parte de mi memoria– de un poemita que nos habían hecho memorizar… se memorizaba mucho en ese entonces. Decía así:
 “¡Cuántas palabras hermosas dejaron de ser escritas
Por la tinta que derraman los niños todos los días!
Cuida, pues, de no volcarla y piensa siempre que escribas
Que es una palabra muerta cada gotita de tinta…”
 Estaba sacado de un libro que la Caja Nacional de Ahorro Postal había hecho llegar a las escuelas para estimular el ahorro. Y, sin dudas, venía muy al caso, porque escribir “con tinta” era todo un ¡soberano trabajo! Usábamos plumas que se llamaban “de cucharita”. Había que mojarla en el tintero y cuidar mucho al cargarla, porque si venía muy llena, seguramente, seguramente se volcaba una gota en el cuaderno. Y era un manchón. Habitualmente había montones de manchones. Se procedía, entonces, así: se secaba la mancha con una puntita del papel secante –si se usaba todo el papel secante el manchón se hacía enorme–, se esperaba un tiempo para que se secara (se lo apuraba soplando sobre él) y después se borraba con la goma “de tinta”. Otra forma era rasparla con una “Gillette”, una hojita de afeitar. Ambos procedimientos eran muy peligrosos, porque sabían terminar en un formidable agujero en el cuaderno.
La pluma debía cambiarse con mucha frecuencia porque –como apretábamos al escribir con una mano todavía un poco torpe– la punta se separaba en dos partes y la escritura se hacía entonces muy ancha. Por eso, llevábamos repuestos en una cajita de lata pequeña que había sido de pastillas para la tos del “Dr. Andreu”. A esa cajita la poníamos en otra mucho más grande, de madera con tapa corrediza, que nos permitía también guardar el portaplumas, el lápiz y la goma que tenía una parte para lápiz y otra para tinta. Además, poníamos los lápices de colores.
En casa teníamos una botellita de tinta azul (Pelikan) cada uno. No era necesario llevarla a la escuela, porque allí había tinteros en todos los bancos. Eran unos tinteros blancos, redondos, de losa, con un agujero para introducir la lapicera y que quedaban siempre en el banco en un lugar preparado para sostenerlo. Diariamente, la maestra pasaba banco por banco con una botella de vidrio cuadrada y cargaba el tintero que estuviera vacío. Los bancos no se movían fácilmente, porque estaban sujetos a largos listones de madera atornillados al piso, que era también de madera. Eso ayudaba para que el tintero no se cayera. Cada uno tenía su banco, por lo que cada mancha sobre el pupitre tenía un responsable; o, a lo sumo dos, porque también se usaba en el turno tarde.
Al año siguiente, creo, o un poco más adelante, empezamos a usar “tinta china” para calcar los mapas en papel manteca. Ahí sí que no se podía borrar, de manera que había que tener muchísimo cuidado…
Fue un adelanto enorme cuando aparecieron las lapiceras “fuente”. Eran unas lapiceras que tenían un tanque con una goma que se cargaba en el tintero apretando y soltando varias veces. Luego, fue una lapicera que llevaba un tanque que se reemplazaba y que venía lleno de tinta, con lo que los tinteros en los bancos resultaron innecesarios.
La libreta de la Caja Nacional de Ahorro Postal.
Ahorrábamos una monedita de las que nos regalaban y la maestra nos la recibía, y nos entregaba una estampilla, que pegaba en la libreta con el valor del dinero que le habíamos entregado.
Era un orgullo tener muchas estampillas pegadas y una competencia para ver quién ahorraba más.
Paradójicamente, nunca retiramos el dinero ahorrado. Seguramente se lo tragaron los numerosos cambios del valor de la moneda.
Recuerdo esa época fresca como nuestros pocos años.
Época tan distinta a la actual…
Mamá nos cruzaba con nuestros patines, la bici y el cochecito con el bebé, y nos iba a buscar para tomar la leche…Oigo las canciones infantiles, (“Mambrú se fue a la guerra, chiribín chiribín chin chin…” “Farolera tropezó…”); retahílas para ver quién contaba en la escondida (una do li tua que a la limen ta…), memorias de juegos en la plaza con otros muchos chicos que allí disfrutaban del sol y de la libertad, de la mancha, del lopa cadena, del cochecito que condicionaba nuestro permiso para ir a jugar –bebé adentro–corriendo de aquí para allá y el bebé riendo a carcajadas festejando, sin participar todavía, nuestros juegos y nuestra alegría…


1 comentario:

  1. Susana, creo que has sido una niña privilegiada por todas las anécdotas felices que nos contás de tu infancia. Esta me encantó. Cariños. Ana María.

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