Estábamos en los albores del año 67, en San Lorenzo, ciudad
en que me críe, que queda a 30 kilómetros al norte de Rosario por ruta 11, en
la época en que se festejaban los carnavales en la avenida San Martín, cortando
ambas manos, que estaban separadas por un cantero al medio, que terminaba en cinco
o seis cuadras y añosos naranjos vestían las veredas a lo largo de la calle.
A la tarde comenzaban a verse los movimientos de gente para
asistir a los hermosos espectáculos. Había carrozas de distintos barrios y
comparsas con mucho colorido. Por esos años estaba de novio y tenía un pequeño
Heinkel, un autito de tres ruedas que es realidad eran cuatro. Lo que pasa es
que las dos de atrás estaban tan juntas que parecían una. Mi “ratón”, como lo
llamábamos, era de color verde y tenía una franja plateada que lo cruzaba de
adelante a atrás, un techo negro de lona que se levantaba para un poco de
entrada de aire en verano. Se nos ocurrió disfrazarlo y anotarnos como carroza
y así fue.
Dijimos “vamos a disfrazarlo como ratón” y así empezó todo
el trabajo. Le hicimos una galera alta de cartulina negra con alas anchas y una
cinta rodeando su base y la colocamos sobre la capota de lona con la finalidad
de que, cuando pasáramos por el palco, pudiéramos moverla para saludar.
Con la galera puesta,
teníamos que continuar su armado y comenzaron a surgir ideas. Preparamos un par
de ojos grandes blancos con el centro negro y los pegamos en el parabrisas,
luego las manos, de cartulina color natural y las pusimos en los faroles delanteros.
Al limpiaparabrisas lo abrimos y le pusimos una trompa con un pompón en la
punta que al prender el motorcito del limpiaparabrisas se movía. Hicimos
también una boca que ocupaba todo el portón delantero y de la que salía una
lengua larga que llegaba al suelo.
Ya estaba casi listo y nos faltaba el pelo que lo hicimos
con lana de color y las orejas se las pintamos en los vidrio laterales y, así,
lo terminamos para salir.
La idea de los organizadores era que había que pasar cinco
veces por frente al palco. Llegó la hora, le dimos al autito marcha, nos
pusimos unas caretas y partimos.
En ese momento vivía
muy cerca del lugar y salimos con nuestro “ratón”. Las primeras tres vueltas estuvieron
muy bien. Luego, empezaron las peripecias, pues el ratón se empacó, se paró y
no quiso saber más nada de arrancar. Y, como suele pasar, siempre encontramos
un buen samaritano que nos remolcó por una vuelta y cuando se enfrió arrancó y
lo liberamos.
Hasta ahí, todo bien. Dimos media vuelta y se paró a 50 metros
del palco. Lo bueno fue que el intendente y algunos amigos que nos seguían
comenzaron a empujarnos y, por suerte, pudimos pasar por el palco y cumplir las
condiciones anunciadas: cinco vueltas.
Conclusión: cuando entregaron los premios, grande fue
nuestra sorpresa, porque salimos segundos y nos ganamos cinco mil pesos, que
nos sirvieron para comprar cosas para nuestro próximo casamiento.
Después, al baile y a disfrutar… más que felices con el
triunfo obtenido.
Me hizo reír el percance... A veces los autos parecen que tienen vida propia para embromarlo a uno. Suerte que ganaron a pesar de todo y pudieron aprovechar el premio para iniciar su nueva vida... Muy fresco y simpático el relato.
ResponderEliminarsusana
Me encantó y cómo no iban a ganar un premio! Si ese coche era una ternura. Cariños a los dos. Ana María.
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