Iris Fernández
Cursé la primaria en la Escuela n 79 “República del Paraguay”, zona sur,
a la vuelta de mi casa. Retengo la escena en el patio de la escuela, acurrucadas
como “pollos mojados”, en un ángulo del espacio libre donde hacíamos gimnasia
las chicas, separadas del patio grande, donde los varones con el profesor
desarrollaban su clase. Todas las semanas infaltablemente ocurría lo mismo,
muertas de vergüenza, con una actitud huidiza y esquiva a la mirada de los
chicos, corríamos al ángulo protector, hasta que sonaba el silbato de la
profesora, que nos convocaba a iniciar el trote por todo el perímetro del
interior de la escuela. Comenzábamos a trotar con nuestros bombachudos negros (en mi caso confeccionado por mi mamá) y el
rompe vientos blanco como nieve. Se escuchaban risitas, silbidos y expresiones
chistosas de los chicos hacia nosotras. A decir verdad, no nos gustaba al
comienzo y si nos gustaba lo que ocurría a medida que pasaba el tiempo, porque nuestras
repuestas eran más de coquetería que de enojo.
Concluí el nivel primario, los siete años con la misma maestra, la
señora María Lina de Castro, una persona mayor, muy blanca, muy alta y robusta.
Vivía en el centro y estaba separada. Había tenido una hija discapacitada, que
había fallecido hacía varios años. Recuerdo que próximo al Día de los Muertos
nos pedía que le alcanzáramos flores de nuestros jardines para llevarle. No era
linda, pero había algo que me atraía, su forma de hablar, sus manos blancas, con
uñas largas, rojas relucientes. Cuando escribía en el pizarrón, la parte
superior del brazo, se le movía flácida. No sé qué representaba para mí, pero pensaba
que tal vez cuando fuera grande me ocurriría lo mismo y me entusiasmaba
pensarme igual.
Durante los siete años permanecieron cristalizados los lugares de los
alumnos. El mejor, Víctor Hugo, abanderado durante todo ese tiempo y en todos
los actos de la escuela; luego, el escolta Francisco, quien por pequeña
diferencia en los promedios tuvo que resignarse a ser segundo. Luego, estaba el
mejor compañero, en este caso era una chica, María Cristina, muy aplicada; y la
“ganchuda”, Liliana Vázquez, hija de un militar. Su tía la llevaba y la iba a
buscar en bicicleta, que tenía en la rueda trasera una red que protegía su
pollera pantalón. Hacía una diferencia tan manifiesta que generaba mucha bronca
entre el resto de las chicas. Yo trataba de no juntarme con ella. Mi amiga
preferida era María Cristina.
Con relación a mí, la maestra me decía que era su “gatita mimosa”, no sé
qué significaba para ella, pero yo me sentía cómoda en ese lugar. No tuve
problema con el aprendizaje, mi maestra prefería Matemáticas. Nos daba dos
horas todos los días. A mí me gustaba, porque coincidía con el pensamiento y
valoración de mi padre sobre las llamadas ciencias duras. Lengua, especialmente
redacción, nos daba muy esporádicamente, cuya única motivación para poder
escribir era, hoy redacción, tema: “Un viaje”. Me acuerdo que empezaba a
escribir y no podía terminar, se convertía en un escrito aburridísimo.
Elijo describir una escena entre muchas otras que recuerdo, porque me
impactó de manera especial y cuando me hice adulta varias veces me retornó.
Ese día en la materia que si mal no recuerdo, estaba relacionada con
Instrucción Cívica, preparó una clase práctica. Teníamos que votar. Dividió el
pizarrón indicando los cargos de: presidente, vice, senadores, diputados… Luego,
nos dio la consigna. Debíamos elegirnos entre nosotros quién ocuparía cada uno
de esos cargos; mientras ella anotaba con cruces nuestra votación, que era a
voz cantada. Por supuesto, las cruces para la presidencia y la vicepresidencia
la obtuvieron Víctor Hugo y Francisco y así sucesivamente coincidió con el
mismo orden escolar. También estaban los “burros” y los que tenían “mala
conducta”. Diris, alto, morocho, erguido, cara risueña, se sentaba al final, en
el último banco. Siempre atento a lo que ocurría en el aula. Era el cómico,
vago, listo para aprovechar la ocasión, para hacer un chiste oportuno y provocar
risas reprimidas entre sus compañeros. Ese comportamiento le costaba permanecer
parado en el pasillo o ir a la dirección. Ese día electoral, se puso de pie,
serio, comenzó a leer el papel que había preparado con los nombres que debían
ocupar los distintos lugares. Como presidente eligió a Tomasito, tímido,
vergonzoso, con bajos promedios. Como vice a Barreiro, alto, delgado, no
participativo, había repetido en dos oportunidades los primeros años, época en
la que había fallecido su mamá. Como ministro de Economía a Caiola, distraído,
irresponsable, no le gustaba Matemáticas y jamás cumplió con las tareas; y, así,
completó su lista. La maestra no pudo mandarlo afuera, ni retarlo, porque
estábamos votando. Hubo risas por debajo pero nadie dijo nada, incluso, la
maestra. Yo sentí lástima, vergüenza, no sé…
Creo que más allá de repetir el intento como tantas otras veces de hacer
un chiste, sin saberlo rompió un orden estereotipado, donde todos estábamos
anclados.
Muy bueno
ResponderEliminarProbablemente, sin proponérselo, rompió la etiqueta que se les había puesto a los compañeros. O tal vez se lo propuso. Muy bueno tu relato.
ResponderEliminarSusana
IRIS, como estuve sentada atrás no escuché bién tu relato. Acabo de leerlo y esa anécdota que contás y que no podés describir la sensación que te dejó en su momento, creo que fue de desconcierto, porque "Diris" se atrevió a dasafiar a romper con los moldes. Desaió a TODOS, INCLUSO A LA MAESTRA.. excelente recuerdo!
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