Norma
Azucena Cofré
¡La vida es hermosa! ¡He vivido las etapas normales
y, felices de la época!
Me casé muy joven, con escasos diecinueve años.
Con mi marido,
formamos una familia muy linda, cuatro hijos, sanos, fuertes, inteligentes,
honestos, respetuosos. ¿Qué más podíamos pedir a la vida?
Todo era lindo, bueno, con ciertas dificultades
normales de una familia asalariada con tantos hijos.
Los años pasaban y la rutina agobiaba. En mi mente
había una necesidad que tal vez también era la de mi marido, mas él nunca decía
nada. Necesitaba recuperar esas cosquillas que había sentido cuando recién nos
casamos. Ese deseo de sentirnos libres, charlando, riendo, deseándonos,
amándonos “solos” él y yo.
Un día lo invito a tomar un café solos, salimos,
anduvimos diez cuadras sin decir una palabra, nos miramos y al unísono dijimos:
“¿Buscamos a los chicos?”. Eran ellos los que llenaban nuestras vidas. El
trabajo, las responsabilidades nos habían dejado, sin advertirlo, lejos de
vivir el deseo que alimenta a la pareja.
Cumplíamos las bodas de plata, le sugiero vivir una “luna
de miel”. Cuando nos casamos no tuvimos luna de miel, solo teníamos deseos de
casarnos, estar juntos y lo hicimos. Fuimos a contratar un viaje en crucero al
Uruguay… la suerte no estaba de mi lado, hacía una semana me habían robado la
cartera, tenía solo la constancia del documento, no nos vendieron los pasajes.
De todas maneras, tuvimos la misa y la bendición y renovación de los votos
matrimoniales. En la parroquia San Antonio era una norma oficiar una misa
especial a todos los matrimonios que tenían en su registro y cumplían las bodas
de plata.
Mi amado esposo me sorprendió con un anillo con
diecisiete brillantes, que había comprado en complicidad con nuestras hijas
mayores.
Yo seguía insistiendo con un viaje, aunque fuera de
fin de semana. Él nunca decía “no”, pero… no salíamos.
En octubre de mil novecientos noventa y cinco queda
sin trabajo. Su salud no era buena, tenía una angioplastia y dos más para hacer
más adelante. Se sintió morir, la familia necesitaba de él.
Lo esperé con un café, le dije: “Papi, no te pongas
mal, de ahora en más los chicos y yo haremos lo necesario para vivir, Dios
habrá querido que descanses y prevenir algún accidente, ya que viajaba todas
las semanas”.
El veinticinco de mayo de mil novecientos sesenta y
seis, a las siete de la mañana, salimos “solos” hacia el sur. Estaba feliz,
porque volvía a la ruta, porque iba a visitar a mi familia (que quería y
respetaba mucho), o, porque íbamos a viajar solos. Nunca lo sabré.
Hicimos un viaje muy lindo, no quiso que lo ayude a
manejar. Llegamos a la casa de una de mis hermanas, pasamos la noche; al día
siguiente salimos para Plottier, visitamos a otra hermana; a los dos días,
salimos para Cutral Có, donde vivían mis padres y mis hermanos varones. Estuvimos
todos juntos. Teníamos que volver pronto, porque nuestras hijas tenían facultad
y no podíamos robarles más tiempo. El viernes observé que mi marido andaba con
la cabeza gacha, con un mondadientes como era su costumbre cuando no se sentía
bien o cómodo. Le pregunté: “¿Cómo te sentís papi?” Por supuesto, respondió: “Bien,
bien”. Nunca iba a decir lo contrario.
El sábado a la mañana salimos de Cutral Có hacia Plottier.
Yo no me sentía rara, tenía una sensación de ahogo, llegamos a la casa de mi
hermana, le pido que salgamos a caminar, hablamos de cualquier cosa, no sabía
qué me pasaba, almorzamos y salimos para Catriel. Antes debíamos cargar gas al
auto. Me sentía muy agotada, tenía sueño no podía controlarlo, sabía que no
debía dormir por la salud de mi marido. Cuando me di cuenta de no poder hacer
nada para mantenerme despierta comencé a grabar en mi mente el número de
teléfono de mi hermana de Catriel, entregué a Dios nuestro viaje y me dormí.
Cuando me despierto, miro en derredor y veo solo
desierto, pregunto: “¿Papi, cuánto falta?” y me responde: “Dormí tranquila,
falta la mitad de camino”. Ya hacía una hora y media que viajábamos, pensé… “Juan
no está bien, no podía ser que en un trayecto de ciento treinta kilómetros y,
más como manejaba él, faltara tanto para llegar”. Me dormí nuevamente. Desperté
cuando estábamos llegando, la familia nos esperaba para cenar, le dije a mi
hermana “tomo un té, no me siento bien”; y a mi sobrino le pedí que me hiciera
masajes en el cuello. Charlamos un rato y nos fuimos a dormir.
A la mañana siguiente, dos de junio, regresábamos
del viaje que habíamos hecho al sur del país. Desayunamos, nos despedimos, a
las siete de la mañana salimos para la ruta. Habíamos llegado a 25 de Mayo, La
Pampa, cuando le digo: “¿Papi, querés que maneje yo ahora?”. Paró el auto al
lado de la ruta, bajó, orinó y me dijo: “Pasá al volante”.
Me siento, me acomodo bien y emprendo la marcha. Hacía
mucho frio, la calefacción encendida, voy a encender la radio y como lo vi
dormido no quise molestarlo.
En un momento después de haber manejado no sé cuánto
tiempo, escucho que me dice: “Norma ¿qué haces?”. Lo miro como para preguntarle
por qué, miro hacia adelante y me doy cuenta de que venía haciendo un zigzag
tan cerrado en la ruta que me dio pánico, se me cruzaban todo tipos de
accidentes y fatales. Ninguno de los dos habló, ni para decirme qué hacer, ni
pregunté “¿qué hago?”. Por mi cabeza pasaban mil cosas y me preguntaba cómo
detener el auto, creo que en vez de frenar aceleraba más, en un momento viendo
que el tiempo pasaba, quizás eran décimas de segundos, pero para mí era una
eternidad y no encontraba la forma, pensé en un momento “lo arrimo al ripio de
la calzada y se va a ir frenando”. ¡Horror! Apenas toqué la banquina dio el
primer vuelco, sentí un fuerte dolor de cabeza y no supe más nada. No sé cuánto
tiempo pasó. Abro los ojos, no tengo la menor idea de nada ni quién era, miré,
miré y miré… recordé ¡estamos viajando! Vi el auto que quedó parado en
dirección a la ruta yendo para el sur, busqué con la mirada a mi marido, lo vi
lejos de mí, a unos diez metros. Movía la cabeza. Intento pararme. Tenía la
pierna tremendamente hinchada, pensé que habiendo fractura no debía moverme, lo
llamaba y mi voz se iba con el viento. Comienzo a orar, le pido a Dios que me
mande un ángel para ayudarnos, caigo otra vez desvanecida y, cuando recupero
nuevamente la lucidez, veo que para un auto y nos socorren. Llega un colectivo
y me tapan con frazadas y les pido que llamen al teléfono que había grabado en
mi mente y que avisaran la familia Di Scipio había tenido un accidente.
Llegó una ambulancia, me hicieron los primeros
auxilios, le pedía desesperada que atendiera a mi marido, me dijeron que él ya
había sido atendido, me llevan al hospital más cercano a ciento ochenta kilómetros.
No supe más nada de lo que pasaba, porque volví a desvanecerme. Cuando
despierto, estaba en una sala internada. ¡Mi marido había fallecido!
La vida nos dio la oportunidad del viaje, “solos
Juan y yo”. Solo cuando debíamos separarnos para siempre.
Se me cumplieron los deseos del corazón: “Que Juan
no padezca para morir y que solo la muerte nos separe del viaje de la vida”.
Estoy llorando. Me emocionó tu emoción para contar lo ocurrido.Necesitaban un poco más de tiempo en el viaje de la vida. Hermoso poder escribir con tanta emoción.
ResponderEliminarSusana
Norma querida, tremendo tu relato, lleno de vida, de ganas de recuperar esas cosquillas de los primeros tiempos y a la vez advirtiendo, como nos pasa a todos, que los hijos se adueñan sin querer de nuestras vidas. El viaje, tu presentimiento y ese sueño que se apoderó de vos. Gracias por poder compartirlo. Besosss!
ResponderEliminarNormita, aunque hace algunos años que nos conocemos, siempre escuché por partes lo del accidente. Recién hoy, puedo comprender lo terrible que fue y lo que son las premoniciones en las mujeres. Pero la vida sigue y Dios te premió con esos hijos y nietos maravillosos que tenés. Un abrazo inmenso. Ana.
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