Haydeé Sessarego
Corría el año 1960. Yo
tenía nueve años. Cursaba el tercer grado de la escuela primaria, en el Normal número
1.
Fue un año muy
complicado para mi “cabecita de nena”. ¿Por qué? En ese año y en ese grado en todas
las primarias, se enseñaba a dividir con decimales. Me resultó sumamente
difícil poder realizar dichas operaciones matemáticas, asignatura a la que odié
y casi aseguro que detesto hasta hoy. Transcurrido, creo que el segundo
trimestre, mi libreta de calificaciones exhibía un “Insuficiente” en esa
materia.
Mi maestra en ese año –en
cada grado de las escuelas Normales, se cambiaba de docente–, no era
precisamente un dechado de paciencia y mucho menos, de buen humor. A Etelvina,
¡todas le temíamos! Solo cursábamos mujeres en los normales 1 y 2 y varones en
el 3 .Gritaba ante un error o murmullo, no alentaba y muy por el contrario
marcaba muy vergonzantemente los desaciertos de las nenas alumnas.
Papi y mami nos exigían
que fuésemos buen@s alumn@s. Imaginen mi cara al ver esa calificación en mi
libreta. ¡Todo conspiraba en mi contra!
A la salida, doce y
cuarto, subí al auto de mi papá, que nos esperaba a Adriana, mi hermana menor,
y a mí por calle San Juan, frente al monumento a Domingo Faustino Sarmiento.
Seguramente papá vio mi
desolación reflejada en mis rasgos de niña y creo recordar que enseguida me
preguntó qué me pasaba. Sé que le conté lo ocurrido llorando a mares. Me respondió
que estaba preocupado, pero que charlaríamos cuando llegásemos a casa.
Llegamos a la hora de
almorzar y allí, en la mesa familiar, contamos mi ¡problema! Mami y papi se
pusieron de acuerdo que hasta que no levantara esa calificación, en octubre,
para mi cumpleaños número diez, no tendría el regalo que tanto añoraba. Volví a
llorar mucho, pero creo que comprendí que nada podía argüir en mi defensa. Sabía
que era lo que correspondía y mi madre, profesora de Letras en mi escuela,
sabía quién era Etelvina enseñando, con su agrio carácter. Agrego que, por sus
modos, fue la maestra más mala” que tuve en primaria. ¡Inolvidable!
Pasaron los meses,
llegó octubre y tuve un regalo, una muñeca muy linda, pero desde ya, no era lo
que quería.
En el último trimestre,
mi nota en matemática era un ¡suficiente! Lo había logrado esforzándome mucho y
con la continúa ayuda de mamá en los “deberes”, a los que no se les llamaba tarea,
lo que significa mucho más.
Llegó la Navidad. Mi
mejor amiga de la infancia, Graciela, me decía que yo no imaginaba el juguete
importado que mis papás me regalarían para “Santa Claus”, como se lo nombraba
en mi hogar.
A la cero hora, mamá
hacía siempre sonar la campanita de Navidad. ¡Había llegado Santa Claus!
Los regalos estaban en
el patio cubierto de mi casa, en la que nací y de la que me fui el día que me
casé a los 23 años.
Salimos tod@s corriendo
al patio y jamás olvidaré mi asombro cuando vi, que aquél juguete importado a
pilas, era ¡mi bicicleta! Mami dijo que le emocionó ver mi expresión. Quedé sin
palabras, muda de la emoción. Leí llorando la tarjetita que, escrita por mamá, que
colgaba con un gran moño, de su manubrio. Abracé con fuerza a mis padres:
Chacho y Elba, y a mis herman@s Charlie y Adriana. También a tíos y primos que
sabían de este regalo, “secreto”. ¡Qué emoción!
Esa misma noche tod@s
l@s chic@s de Río de Janeiro y Tucumán salíamos a la calle a mostrarnos y
compartir los regalos.
Mi bici era azul Francia, muy brillante, rodado 26 y de mujer (sin
caño transversal). Anduve y anduvimos en ella l@s amiguit@s de esa cuadra. Graciela
me confesó que ella sabía cuál sería mi regalo, pero tenía prohibido por su
mamá Tona y su papá Luis, amig@s de mis padres, decirme nada para que fuera la esa
sorpresa.
Con mi bici y las que tenían mi hermano
Charlie, y varios amig@s, entre ell@s, Susana, que fue quien me enseñó a andar,
recorríamos el barrio disfrutando de nuestras aventuras. Nos mostrábamos cómo
era andar sin manos, hacer piruetas. Por nuestra cuadra no pasaban casi autos y
solo más adelante sí doblaría el 225; pero... teníamos prohibido pasar del
puente “Lima” y seguir hacia Ludueña. ¿Lo cumplíamos? ¡No! Cuando nuestros
padres se descuidaban por sus trabajos domésticos o fuera de casa ejerciendo
sus profesiones y oficios, nos íbamos a la estación de trenes de corta
distancia y cargueros. Sí, pasábamos, las vías, muchas, con los rodados,
mirábamos las formaciones y creo recordar que las “inspeccionábamos”.
En una de esas salidas
terminamos muy lejos y bastante asustada la barra de “Barrio Jardín”. Logramos
volver por calle Salta, en donde estaba la “Plaza de las Américas” y en la que
nos hamacábamos dejando las bicis en
el césped. Luego encontramos la vuelta por esa misma arteria hasta que se
convierte en “Enzo Bordabere”. Allí ya estábamos cerca y a salvo.
Mi bici marcó mucho mi infancia y parte de mi temprana pubertad. ¡Si
habré paseado a los once años con mi primer amor Rubén!
Nunca podré ni quiero
olvidar aquella Navidad de fines de 1960. Fue quizás la más feliz de mi
infancia, aunque no la única.
Haydeé, con cuanta emoción describís ese regalo, le hacés sentir al lector tu entusiasmo y alegría. Felicitaciones. Ana María.
ResponderEliminarCómo olvidar la primera bici... Y el barrio. Allí fui a vivir cuando me casé: calle Castellanos entre Catamarca y Tucumán... Hermoso tu recuerdo...
ResponderEliminarMuy bueno tu relato!
ResponderEliminarHaydeé, tuviste mucha suerte. Yo jamás, de niña, conseguí la bici. Sólo podía usar la de mi hermanito, que como digo "hermanito era 5 años menor que yo y la bici era para su medida!
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