miércoles, 27 de mayo de 2015

La colimba – Tercera parte

Luis Zandri

Después del tercer mes desde la incorporación comencé a salir franco con frecuencia y más adelante casi todos los días, menos los que tenía guardia las veinticuatro horas. A veces, salía al mediodía y otras a las l7.30 aproximadamente. A partir de allí, mejoró sustancialmente mi alimentación y fui recuperando el peso que había perdido en el tiempo de entrenamiento, ya que la mitad de las ingestas diarias las hacía en mi hogar y, además, llevaba desde allí algunos alimentos como ser: queso, dulce de membrillo, frutas, salamines y algunas cosas más, las cuales podía tenerlas en el bolso del rancho. Mi madre a veces protestaba un poco, porque yo arriaba con todo lo que podía llevar.
Donde la pasábamos muy bien era en las guardias de veinticuatro horas, ya que junto a mis compañeros de oficina nos hicimos amigos de los soldados del “Detall”, que eran los que organizaban los grupos y turnos de guardia, así que nosotros habíamos formado un equipo con dos compañeros míos de la empresa de seguros donde yo trabajaba. Ellos eran Luis Ferrari que estaba en la Intendencia y Juan Crisci, “el Negro”, en el comedor de suboficiales, y algunos soldados más de nuestra confianza. Éramos diez más o menos. Así que, cuando nos tocaba la guardia, nosotros les dábamos la lista del grupo y además muchas veces elegíamos los puestos de guardia que más nos agradaban por el lugar o las comodidades que había para cocinar y dormir.
Cuando nos hacíamos cargo del puesto de guardia, organizábamos el almuerzo y la cena, y luego le comentábamos al suboficial a cargo. Por supuesto que lo invitábamos a compartir la comida para que nos autorizara a hacerla. Había dos puestos que estaban sobre la ruta 11, uno era la entrada de la fábrica militar y el otro la del Arsenal, que eran los mejores para esos menesteres, porque las casas de la ciudad estaban cercanas, de manera que los más caraduras iban a pedirles a los vecinos algunos alimentos o condimentos y para lo que faltaba hacíamos una “vaquita” y lo comprábamos. Allí, mejoré mis conocimientos culinarios, ya que hacíamos guisos, pastas, asados, tortillas o cualquier otra cosa que se nos ocurriera, dentro de las posibilidades que nos brindaban los utensilios de que disponíamos, que no eran muchos.
Recuerdo que la primera vez que me tocó hacer tallarines pregunté cómo hacía para saber cuándo estaban listos para servir. Uno me dijo: “Es fácil: agarrá un pedazo y lo tirás contra la pared (que era de azulejos), si queda pegado, ya está”. Así lo hice, tomé un trozo de fideo y... ¡paf!! ¡Oh sorpresa: dio resultado!
Otra vez, uno de los soldados llamado Serenelli tenía un tío que tenía un comedor de pescados llamado “Al Gran Paraná”, que creo que estaba ubicado en Arroyito, por bulevar Avellaneda. Trajo varias bogas. Ese día teníamos guardia llamada “Cuarto Relevante”, que era desde las 19.30 hasta las 5.30 del día siguiente. Serenelli y su grupo asaron las bogas a la parrilla en horas de la madrugada, así que como a las tres de la mañana estábamos todos comiendo pescado, incluido el suboficial, por supuesto.
Había un campito situado en nuestro trayecto desde el batallón al puesto de guardia situado en la entrada de la fábrica, que estaba sembrado con maíz, de manera que cuando las plantas estuvieron cargadas de choclos, cada vez que pasábamos por allí nos íbamos con nuestros bolsos del rancho cargados con ellos y, después, nos dábamos la gran panzada haciéndolos hervidos o a la parrilla.
Para las fiestas de fin de año, a todos nos tocaba Navidad o Año nuevo de guardia y la otra fiesta, de franco. Nosotros hicimos la guardia de Nochebuena y Navidad. Instalamos la mesa en la calle de entrada a la fábrica, detrás del portón, y lo festejamos con todo, como en casa. Yo terminé bailoteando con la chaqueta y la gorra del suboficial que estaba con nosotros, total ese día valía todo, no había castigos para nadie.
Recuerdo algunas anécdotas pintorescas de las guardias. Una vez estaba en un puesto llamado “Polvorines”, ubicado en terrenos cercanos al río Paraná, llamado así porque en esa zona están los depósitos subterráneos de pólvora, balas y armas. El soldado que tomaba el turno de guardia se ubicaba en un mirador de unos 10 a 12 metros de altura, construido de madera.
Era un día domingo. Subí al mirador, que era un cubículo de dos metros por dos metros, con cuatro amplias ventanas hacia los cuatro puntos cardinales con una tabla en cada una para apoyarse. Hacia el este veía el río, las islas y las embarcaciones que ocasionalmente pasaban navegando por allí. Por las otras ventanas, eran todos árboles, arbustos, pastos y cielo. El silencio era tal que lo sentía. Sí, creo que hay veces en que podemos sentir el silencio y disfrutarlo; el más puro y profundo silencio, momentos en que ni siquiera debemos pensar, solamente disfrutar los sonidos del silencio. Solamente era interrumpido por el canto de algún pájaro o el gorjeo de las palomas torcazas o del monte, que son más grandes.
No tenía nada que hacer y nada para leer, así que solo me acompañaban mis pensamientos. De pronto, apareció una liebre en mi campo visual caminando y brincando tranquilamente y se sentó cerca de la torre. Tomé el fusil, cargué una bala en la recámara, apunté, puse el dedo en el gatillo y… tuve un segundo de lucidez, retiré el dedo del gatillo, saqué la bala devolviéndola al cargador y levanté el fusil, deseándole suerte y larga vida a la liebre. Si tiraba un tiro en ese lugar iba a provocar un revuelo y alarma general, que terminaría conmigo en un calabozo.
En otra oportunidad, en el puesto de entrada a la fábrica, sobre la ruta 11 estaba apostado más o menos a 150 ms. del portón, era de noche y había altos pastizales en los terrenos cercanos. Era una hermosa y tranquila noche, cuando de pronto noté que los pastizales se movían. Me puse en alerta, tomé el fusil, me acerqué y los pastos seguían moviéndose en dirección a mí. Como nos habían enseñado para esos casos grité a todo pulmón tres veces “alto. ¿Quién vive?”, apuntando con el fusil. ¡Qué chasco! Me respondió: “Muuuuuuu”. Y apareció ante mi vista

¡Era una vaca!

2 comentarios:

  1. Leí tu relato con una sonrisa. Siempre me pasa lo mismo con tus textos. Me gustó eso de ¡paf! Dio resultado Y lo de la peligrosa vaca. Muy poético toda tu meditación sobre el silencio. "El sonido del silencio". También yo usé esa expresión en un texto mío. Muy hábil la mezcla de humor y seriedad en el relato.
    Cariños
    Susana Olivera

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  2. Historias cotidianas de la colimba, muy entretenidas.

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