José Mario Lombardo
“La Madreselva”, barrio villeguense, tenía la fortuna de
llamarse precisamente “La Madreselva”, nombre de enredadera que definía ese
lugar de casuchas blancas, patios arbolados, baldíos pelados a puro picado
futbolero, almacén, boliche, embarcadero, ferrocarril, paso a nivel y sodería. Es
una enredadera el barrio, un tejido, una trama que dibuja la vida. Es
afortunado tener un barrio con nombre de enredadera.
Allá por mil novecientos cincuenta y tantos, teníamos un
buen equipo de fútbol que disputaba sus partidos como local en el patio de los
Sienra. Allí, resultábamos imbatibles, porque cuando íbamos ganando el tiempo
transcurría con notable velocidad; pero si estábamos p
erdiendo, el partido parecía no terminar nunca, dando la sensación de que en ambos casos el tiempo se convertía en nuestro aliado. Cumplo en aclarar que ese “tiempo” era controlado por el infalible reloj despertador de la familia dueña de casa. No era el único barrio que disponía de ese tipo de medidores horarios un tanto parciales. Una vez cruzamos la vía para jugarle un partido a Ferro, un cuadro de la “Villa Ciclón” y, como íbamos ganando, el partido no se pudo terminar por falta de luz. Claro, en esa oportunidad, “Don Tanicho”, verdadero cacique de aquel barrio, tenía el reloj en la tribuna y se hacía el desentendido. La cosa fue que, cuando oscureció, ya hacía como sesenta minutos que estábamos jugando el segundo tiempo y así fue como la penumbra diluyó el resultado final.
erdiendo, el partido parecía no terminar nunca, dando la sensación de que en ambos casos el tiempo se convertía en nuestro aliado. Cumplo en aclarar que ese “tiempo” era controlado por el infalible reloj despertador de la familia dueña de casa. No era el único barrio que disponía de ese tipo de medidores horarios un tanto parciales. Una vez cruzamos la vía para jugarle un partido a Ferro, un cuadro de la “Villa Ciclón” y, como íbamos ganando, el partido no se pudo terminar por falta de luz. Claro, en esa oportunidad, “Don Tanicho”, verdadero cacique de aquel barrio, tenía el reloj en la tribuna y se hacía el desentendido. La cosa fue que, cuando oscureció, ya hacía como sesenta minutos que estábamos jugando el segundo tiempo y así fue como la penumbra diluyó el resultado final.
En una oportunidad, nos invitaron de una estancia cercana a
“Piedritas” para disputar un partido amistoso con asado incluido. “Piedritas”
es una localidad que se encuentra a unos treinta kilómetros de Villegas en el
camino a Rufino por la ruta 33. Contentos de poder trascender nuestros
contornos villeguenses, contratamos un camión y organizamos el viaje con
pelota, árbitro, delegado, camisetas, botiquín y banderín al tono.
En la mañana de aquel domingo, nos reunimos en la esquina de
Molinari, frente a lo de Caiazza, cerca del paso a nivel que conduce al
hospital. Sería tedioso nombrar a los integrantes del equipo, pero allí
estábamos los quince o dieciséis jugadores, ansiosos de partir rumbo a la
gloria.
Con el camión, junto al conductor –que era el dueño– llegó
el encargado de conseguir la movilidad. Digamos que el camión pudo haber sido
un viejo Ford cuarenta que tenía la cabina un tanto despintada, un motor venido
a menos y una virgencita de Lujan sobre el tablero que supongo sería parte del
milagro, porque el camión llegó, detuvo su marcha, esperó que el equipo tomara
posición en la caja y, tras un leve temblor de embragues desgastados, se puso
en marcha apuntando su trompa decididamente hacia Piedritas. En realidad, la
caja del camión no era caja porque carecía de barandas. Más bien, convengamos
que viajábamos en el fondo de la caja, pero sin caja; es decir, sin barandas…
no sé si me explico.
No obstante, parecía que la cosa funcionaba, el vehículo
evidentemente era noble y toda su nobleza la exponía en ese esfuerzo que,
aunque a nosotros nos pareciese el último, su conductor, conocedor al fin de
vaya a saber cuántos vericuetos mecánicos, manejaba convencido que no.
Así nos fue tragando la tierra, esa tupida polvareda de
finísimo limo que se levantaba en la Ruta 33 en los tiempos en donde hacía
verdadero honor a su apelativo de “Ruta del Desierto”. Después, cuando la
asfaltaron, le pusieron ese nombre: “ruta del Desierto”. Pero antes… ¡antes
había que ver los guadales! Había una zona, pasando la Estancia “La Ema” y un
poco antes de llegar a la tranquera de “La Blanca Manca” que era un mar de limo
donde los autos parecían flotar y más de uno, si pretendía apresurar la marcha,
quedaba mirando para el otro lado al costado del camino.
Fuimos dejando atrás Villegas. Pasamos la curva, “La Ema” y
justamente en ese lugar, antes de llegar a “La Blanca Manca”, allí donde se
formó esa inmensa laguna en la inundaciones de los ochenta, cuando ya habíamos
desechado temores de ignorantes de la mecánica, cuando ya presentíamos la
cercanía de Piedritas, cuando comenzábamos a repasar tácticas para preparar el
equipo practicando flexiones de precalentamiento mientras imaginábamos el asado
final, justamente en ese momento percibimos como reaparecía aquel tenue temblor
de embragues, mermaba la velocidad, se aplacaba la polvareda y fatalmente
nuestra nave naufragaba en el mar de limo del que ya les hablé. Listo, final, caput, el camión no quería más.
El camionero se bajó y desgranando una serie de palabrotas
se deslizó bajo el camión. Todo el equipo, ansioso, optó por imitarlo. El
panorama bajo el camión era sombrío. Nos miramos, el camionero nos miró y
nosotros también. En el suelo, junto a una de las ruedas traseras había unas
cuatro o cinco tuercas desparramadas que echaban humo.
—Es el diferencial -nos dijo- No podemos seguir…
Caminamos hacia “La Ema” y pedimos permiso para pedir
auxilio por teléfono. Después, algunos hicieron dedo, otros regresaron
caminando y algunos nos quedamos a la sombra de los eucaliptus en la entrada de
la estancia esperando vaya a saber qué. El camionero, a lo lejos, era un poste
más del alambrado que fumaba esperando ayuda.
Como a las cuatro de la tarde apareció Legorburu en
bicicleta. Venía de Piedritas todos los domingos. Iba a tercero del Industrial
y de allí nos conocíamos.
—Vamos que te llevo dijo …
Y allá fuimos los dos lidiando con el camino dándole a los
pedales un rato cada uno.
Como en aquella oportunidad no sé si llegamos a justificar
nuestra ausencia del campo de juego, aprovecho ahora, unos cuantos años
después, para disculpar al equipo de “La Madreselva” por no haberse hecho
presente en aquel lugar aledaño a Piedritas.
Las razones expuestas, ruego sean consideradas como de
“fuerza mayor”.
(*) El
presente relato, que he modificado levemente, fue publicado el 11 de abril de
1995 en el diario “Actualidad” de General Villegas
Muy poético el primer párrafo... barrio con nombre de enredadera... se siente el perfume de esas flores. Después el relato es muy gracioso, especialmente con eso de las tuercas desparramadas...
ResponderEliminarTambién puede haber poesía en el fútbo, ¿verdad?
Me encanto el relato. La querida ruta 33. Para nosotros los que vivimos junto a ella "ES UN CAMINO"pero como vos decis es la ruta del desierto y donde no se paga peaje los vecinos deben cortarla para que arreglen los baches.Esto ocurre hoy, desde Rufino a Villegas. Voy cada 15 dias.
ResponderEliminarVolviendo al futbol, que distinto al de ahora. Lo importante era conseguir el transporte gratis, comer el asado y pasarlo bien.Por ahi habia algunas discusiones que no pasaban a mayores.