Por Ana Inés Otaegui
Termas de Río Hondo: bellísimo lugar, naturalmente
dotado de charcos calientes y humeantes, todo al aire libre, jugando con mi
papá y mis hermanos Margarita, nueve años; Cecilia, cinco, y Víctor, en ese
entonces el más pequeño de tan solo tres. Mi madre tomando la foto y, en su
vientre otro hermanito, en camino.
Disfrutábamos con mis padres, en las vacaciones de
invierno, que infaltablemente concurríamos todos los años a Santiago del Estero
y Tucumán.
Recuerdo a los burritos, postal del noroeste argentino.
Íbamos de a dos, tan plenos y felices.
Un niño de 13 años, de ojos verdes, cabellos castaños
y una sonrisa luminosa, lustrabotas, con su cajoncito, su banquito muy gastado
y sus cepillos, ganándose el pan para llevar a su hogar…
Con los ojos de
niña, no había diferencias, todos iguales, compartíamos juegos, chistes,
adivinanzas.
Al finalizar nuestra estadía, en la estación de
colectivos, sobre la plataforma, estaba él; no recuerdo su nombre, solo
aquellos ojos verdes que miraban con dulzura a esa niña pegada a la ventanilla
del ómnibus. Tomó su guitarra y me dedicó una canción , que obviamente, no la
conocía, “Santiago querido, Santiago adorado”. Yo lo observaba en silencio y,
de pronto nuestras miradas se fundieron, sellándose, desde entonces en mi
corazón. Luego, le obsequié unos caramelos frutados…….
Los motores se encendieron y su figura se fue
desvaneciendo. ¡Qué inocentes! Qué lindos recuerdos!
¡Bello! Sorprende un niño de ojos claros en el norte y sorprende el interés de las dos criaturas que apenas se conocían. ¡Qué ganas de saber -queda sólo imaginar- qué fue de él, cuál fue su destino, qué le deparó la vida a esos ojos claros. Muy buen relato... da ganas se seguir escribiendo sobre él.
ResponderEliminarCariños Susana O.
Ana, hermoso relato de amor inocente y puro. donde la mirada es factor fundamental del mismo.
ResponderEliminarMe encantó.