Por Ana María
Miquel
El mar y la
playa eran nuestro elemento, las gaviotas nuestras amigas al igual que los
bañeros a los que les tirábamos soga para rescatar un ahogado. Nos ponían los
trajes de baño el último día de clases y nos lo sacaban cuando estaban por
comenzar.
Con mi hermano
del medio, éramos grandes compinches a pesar de una diferencia de tres años de
edad, pero él me cuidaba y me protegía mucho, por ser la más chica. No nos
destacábamos por ser niños regordetes y rebosantes de salud. Él era chiquito y
menudito para sus nueve años al igual que yo con mis seis.
¡Pero la playa
era nuestra! No así el mar al que le teníamos mucho respeto, simplemente
jugábamos a romper las olas, fabricar castillos, enterrarnos en arena, mojarnos
y salir a jugar a las milanesas revolcándonos en la arena. Nuestras camas
siempre tenían restos de arena.
En esa época, mi
mamá preparaba una gran cacerola de aluminio con “salpicón”; es decir, restos
de alguna carne y distintos tipos de verduras crudas o cocidas. Pan, algunos
bizcochitos hechos por ella y nunca se olvidaba de las botellas de vidrio, bien
tapadas con un corcho conteniendo leche con “Toddy”. Colocaba esas vituallas en
el canasto de su bicicleta y partíamos al mar. Ni bien llegábamos, Miguel y yo,
hacíamos un gran pozo en la arena atrás de alguna carpa, para que hubiera
sombra y se enterraba la cacerola (atada con un mantel) y las botellas de leche
para que estuvieran fresquitas al momento de tomarlas.
Cuando llegaba
el mediodía y los turistas se iban a sus hoteles a almorzar, con Miguel
recorríamos la parte de atrás de las carpas, para ver si algún distraído se
había olvidado algo. Fue así como una vez encontramos un hermoso pañuelo de
seda natural que se lo regalamos a la abuela y en otra oportunidad un reloj de
hombre.
También
estábamos muy atentos a los silbatos de los bañeros cuando veían que algún
imprudente se iba mar adentro o cuando alguno estaba levantando los brazos
porque se ahogaba y no podía regresar a la playa. Ahí, se tiraban estos
valientes a rescatar al imprudente y con Miguel a tirarle soga desde la orilla.
Ellos llevaban un salvavidas amarrado a la cintura o a un brazo. Cuando
llegaban con “el salvado”, solo se escuchaban aplausos de la gente y veíamos la
vergüenza del imprudente, que había puesto en peligro su vida y la de los
bañeros.
Una mañana,
cuando llegamos y ya habíamos cumplido con nuestras obligaciones playeras,
vimos en el horizonte grandes animales, para mi mamá eran las famosas
“toninas”, que habrían ido siguiendo un barco para comer los desperdicios que
éstos tiraban. No tengo idea si las toninas son primas hermanas de los delfines
o son la misma cosa. La cuestión es que los que sabían más que nosotros, decían
que eran tiburones. Por las dudas, no nos metimos en el mar. Pero al llegar el
mediodía había mucho revuelo en la playa y vimos que varios bañeros salían
disparados mar adentro. La cosa venía brava y mi mamá no nos dejó movernos de
su lado. Pero pudimos observar como un bañero que al tiempo salió en las revistas
contando la historia, había rescatado a un muchacho de las garras de un
tiburón. En el Hospital Público de Miramar, le hicieron las primeras curaciones
en ese cuerpo destrozado y luego lo llevaron a Mar del Plata, creo que en
avión. Por supuesto, le salvaron la vida.
Así, vivíamos
los veranos, a veces durante las noche de luna llena, mi mamá nos llevaba a ver
el mar y nos contaba historias, una inolvidable, fue la de Alfonsina Storni. Como
en Mar del Plata se había ido siguiendo el camino de plata de la luna, hasta
perderse en las profundidades del mar.
Durante las
primaveras, que todavía no estaba el clima para el mar, nos dedicábamos con
todos los vecinitos, cada uno en su bicicleta a ir a la playa, meternos en un
bosque de aromitos, revisar, investigar, buscar no importa qué. Pero es el
espíritu de los chicos: descubrir cosas nuevas. Cuando volvíamos a nuestros
hogares, íbamos parando en cada chalet que tuviera las ventanas tapialadas con
maderas (señal que los dueños no estaban), meternos en los jardines y robar
todas las flores posibles, que después orgullosos entregábamos a nuestras
madres.
Un otoño, llegó
a Miramar un señor en un avión Pipper para ofrecer “vuelos de bautismo”. Por
supuesto que había que ser muy arriesgados para subir a ese avioncito, más que
un avión parecía un avioncito de papel. Y mi papá, que no pisaba la playa más
que vestido de zapatillas blancas y camisa y pantalón del mismo color, nos hizo
subir a Miguel y a mí en el asiento de atrás del piloto y cerró la puertita con
el ganchito de fiambrera que tenía.
Éramos tan
menuditos que entrábamos los dos en el mismo asiento y partimos, felices y
contentos a dar una vuelta sobre el mar, la playa y la ciudad. Todos los chicos
tendrían que andar en avión para poder comprender los límites de los países.
Fue la primera vez que subí a un avión y no tuve nada de miedo. Claro, me había
subido mi viejo y al lado llevaba a mi hermano.
Mientras, en la
playa nos esperaba mi mamá en estado de desesperación.
Ana Maria que hermosos momentos compartidos en familia, cuantas aventuras !
ResponderEliminarEs un placer leerte.
Maria Rosa Fraerman
Que deleite leerte, una niñez junto al mar, con la pureza que sólo a esa edad podemos compartir.
ResponderEliminarY un final de alto vuelo...
Qué hermosa pintura de la niñez! Es un hermoso relato
ResponderEliminarElena Itati Risso