Por Luis Zandri
Nací el 20 de marzo de 1944 en la
zona norte de Rosario, precisamente en Cortada “E” nº 735, barrio Arroyito
(actualmente es Pasaje Argerich, barrio Lisandro de la Torre). Éramos una
familia de clase media. Mi padre era ferroviario, mi madre ama de casa y tres
hijos, Nelly, Aurelia y yo, el benjamín de la familia.
Mis recuerdos comienzan desde mis
5 años, época en que tenía un triciclo rojo y al que disfruté varios años
recorriendo de punta a punta la extensión de mi calle, que era de una sola
cuadra, ubicada entre Juan José Paso y Reconquista.
No había dinero para juguetes
caros así que había que aguzar el ingenio para entretenerse y divertirse. Todavía
no existían el jardín de infantes ni el preescolar, por lo que todos mis juegos
se desarrollaban en casa o en las veredas de la cuadra.
Pelotas, soldaditos de plomo o de
plástico y chapitas de gaseosas, con los cuales formaba ejércitos para las
batallas. Mi poder de fuego era un cañoncito de plomo color verde accionado por
un resorte, las balas eran carocitos de aceitunas; y autitos y camioncitos de plástico
y algunos juegos de mesa, que fueron variando según mi edad, componían mi stock
de juegos.
Justamente a los 5 años (1949),
fue cuando conocí a la que después sería mi esposa. Un día llegó un camión de
mudanzas con la familia que venía a habitar una casa nueva construida con el
plan quinquenal del presidente Juan Domingo Perón.
Yo me acerqué y pregunté: “¿Señora
Ud. tiene algún hijo varón? Porque aquí no tengo ningún chico para jugar”. “No
-respondió ella- tengo solo una nena”. Entonces la vi, era rubia con sus
cabellos ondulados, vestía un jardinero celeste, blusa blanca y un sombrero de
paja rafia de ala ancha. Tal vez exagero, pero creo que en ese momento me
enamoré por primera vez. Fuimos amigos íntimos, luego novios y por último
esposos.
El hecho es que ella se sumó a
las demás niñas que vivían en la cortada hasta llegar a ser 8 y yo no tenía más
remedio que jugar con ellas. De manera que, a medida que iba transcurriendo el
tiempo, la rayuela, la popa mancha, las escondidas, el patrón de la vereda, el “Martín
pescador”, saltar con la soga y algunos más eran nuestros juegos con los que pasábamos
alegres y divertidas tardes casi todos los días. Con una de ellas, Ana María se
llamaba, jugábamos a “las cabezas” con una pelota de goma “Pulpo” ,marca
famosa, y lo hacía muy bien, tanto que me costaba ganarle.
Cuando éramos más grandecitos organizábamos
en casa de Lidia, mi preferida, hacíamos funciones de títeres. Preparábamos sándwiches,
algunas golosinas y jugos o gaseosas, dos o tres del grupo realizaban la función
con títeres hechos por nosotros y el resto hacían de espectadores. A veces invitábamos
a otras chicas del barrio y les cobrábamos una monedita para presenciar la función
con merienda incluida.
Cuando tenía 9 años (1953) vino a
habitar a nuestra cortada una familia de Goya (Corrientes), que tenía un único
hijo varón de 14 años, Horacio; y, al poco tiempo, enfrente de ellos su mudó
otra familia proveniente de Coronel Bogado (Sta. Fe) con varios hijos. El menor
era de mi edad, se llamaba José, apodado “Gitano”. ¡Por fin! Tenía dos varones
para jugar. Y así fue que nos hicimos amigos y disfrutamos muchos años, sobre
todo jugando al fútbol.
En un momento habíamos creado un
metegol casero: una tabla de más o menos 50 centímetros de largo por 30
centímetros de ancho era la cancha pintada como marca el reglamento, con sus
arcos y redes. Los jugadores eran rodajas de palos de escoba con las camisetas
pintadas con los colores de los equipos que cada uno elegía. Los arqueros eran
de plastilina,
Y la pelota un botón impulsada
por un palito de la ropa desarmado. Era muy divertido y teníamos que emplear
mucha habilidad para hacer los pases y patear al gol.
A la vuelta de mi casa estaban
las vías del Ferrocarril Mitre y la calle Corazzi (hoy Avenida La Travesía),
que era de tierra. Entre la calle y las vías, que estaban elevadas por un
terraplén, había una franja de terreno de unos 30 metros de ancho separada de
la calle por un alambrado de púas. En la extensión de la cuadra desde Juan José
Paso hasta Reconquista estaba la garita del guardabarreras,
un grupo de árboles que daban unos frutos silvestres de color rojo que nosotros
comíamos, un gran cañaveral y por último una canchita de fútbol, donde casi
todos los días nos trenzábamos en interminables partidos. El problema era
cuando la jugada era junto al alambrado, a veces se pinchaba la pelota y otras salíamos
lastimados. Lo mismo ocurría cuando alguno de los jugadores tenía que pasar
entre los alambres para ir a buscar a la pelota que se había ido hacia para la
calle.
Al fondo de mi casa, separados
por un empalizada de chapas vivía la familia Urbinati, que tenían 4 hijos. Nos
hicimos amigos con los dos mayores, Chichín y Pepe, me hice muy amigos de
ellos, sobre todo con Pepe. Con ellos nos trepábamos a cuanto árbol se nos
presentara. En ese grupo de árboles cerca del guardabarreras, cada uno tenía el
suyo, así que de un árbol a otro nos comunicábamos por medio de tapas de
cajitas de talco provistas por nuestras madres conectadas con piolín, y eran
nuestros equipos de comunicación para las batallas. Al pie de cada árbol, cada
uno de nosotros tenía oculto su “tesoro”, en un pocito debajo del tronco donde poníamos
nuestras chucherías.
Nos juntábamos con los demás
chicos del barrio y en el cañaveral hacíamos casitas, Las paredes y techo con
las cañas, que estaban sujetadas con las mismas hojas de la planta. El
reglamento era no utilizar ninguna herramienta ni ningún elemento extraño.
Cuando éramos muchos chicos, 12 o
más, formábamos 2 bandos y jugábamos a policías y ladrones o a cowboys e
indios. Las cañas eran las lanzas, las manos los revólveres y las piedras junto
a las vías del tren los proyectiles. Estaba permitida la lucha cuerpo a cuerpo,
no así las trompadas. A veces, alguno salía lastimado, por alguna mala caída o
rodada, por las “lanzas” o un piedrazo.
Detrás del terraplén había un zanjón
con agua non sancta que venía de la fábrica de aceites “Santa Clara”, que en
esa época y durante muchos años estuvo en la esquina de mi calle, ubicada en la
manzana comprendida por las calles Juan José Paso, cortada Suiza, Carrasco y
Corazzi. En ese zanjón pescábamos ranas, improvisando una caña con un palo con
un hilo en un extremo y un pedacito de carne usado como carnada. A medida que sacábamos
una, las íbamos depositando en una media de mujer provista por nuestras madres,
atada a nuestra cintura.
Con Pepe y Chichín, con autitos
de plástico preparados para correr poniéndoles plastilina y plomo abajo para
que no volcaran, corríamos carreras en los cordones de las veredas y en la casa
de ellos teníamos preparada una pista con puentes, túneles, curvas, zonas
pantanosas y pendientes donde realizábamos emocionantes carreras. A veces venía
un tío y ponía un premio en efectivo para darle más emoción.
Otros juegos eran la payana (con
5 carozos de ciruela), la billarda, en el que con un palo tipo bate de béisbol
había que pegarle a otro de unos 20 centímetros hecho con palo de escoba
afinado en sus puntas y arrojarlo lo más lejos posible. Era peligroso, porque a
veces podíamos lastimar a alguien o romper el vidrio de la ventana de algún
vecino, así que teníamos que tener mucho cuidado para no tener problemas; y las
bolitas y figuritas con todas las variantes de juego en cada una de ellas.
Escribiendo esta pequeña gran
historia ciento deseos de volver a ser niño para revivir esos tiempos tan
felices de mi existencia, aunque siempre decimos que en un rincón de nuestros
corazones seguimos siendo niños y yo creo que así es.
¡Que lindos recuerdos, y que bien lo pasábamos, nunca estábamos aburridos...
ResponderEliminarNo podía recordar como se llamaba el juego, ya que nadie lo recodaba, "La billarda" si habremos rotos vidrios en el barrio...
Gracias por la nostalgia, un abrazo.
Gracias por tu comentario tocayo. Asì es, dan ganas de volver a esa edad donde lo ùnico que nos importaba ademàs de la escuela era ir a jugar con nuestros amigos.
ResponderEliminarHola usted no es familiar de mi abuelo Aldo zandri
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