Por Elena Itatí Risso
Firmat (Santa Fe), 9 de julio de 1943
Durante mi niñez las vacaciones no eran tan
populares como ahora. Era bastante extraordinario que una familia humilde
accediera a salir todos juntos para pasar unos días en algún lugar recreativo,
como Córdoba y Mendoza, por citar los destinos más comunes
Mis padres no disponían de medios, pero sí de
unos enormes deseos de que no falten para nosotros esas soñadas vacaciones
Mi papá, apasionado por los coches, siempre
disponía alguna chatita Ford T o Ford A, casi siempre en estado lamentable, a
las cuales se accedía con poco dinero.
En esta oportunidad tenía un Dodge modelo
1925, con capota de lona, ruedas traseras con radios de madera y más grandes
que las delanteras. Eso de por sí ya le daba una apariencia casi cómica. Sumado
a ello solo elevaba la velocidad a 40 Km por hora y siempre recalentando el
motor. Mi papá lo llevó al mecánico antes de planificar las vacaciones y el
mecánico le dijo que hacerle los arreglos necesarios implicaba desarmar el
motor y el costo se dispararía notoriamente, razón por la cual decidieron
dejarlo como estaba y correr el albur.
Y empezaron los preparativos.
En primer lugar imaginar cómo dormir.
Entonces se decidió que mi hermano y yo, por ser los más pequeños, dormiríamos
uno en el asiento delantero y yo en el asiento trasero. Para el resto, mi mamá
confeccionó las colchonetas con telas provenientes de prendas usadas que se
deshacían, se lavaban y planchaban para luego coserlas unas sobre otras dando
un espesor considerable. Luego se forraban. Claro, quedaban pesadas y duras, pero
cumplirían su función.
Una lona rectangular de dos metros por un
metro y medio iba a ser nuestro techo o protección: dos esquinas atadas al auto
y las otras dos a algún árbol que confiamos encontraríamos
Como no teníamos maletas o valijas mi mamá
fabricó bolsos de tela que cumplirían esa función. Dos puertas del coche (que
poseía estribos a los costados) fueron clausuradas con una madera que cumpliría
la función de mesa. También iba allí una reposera de madera, damajuana de vino,
una plancha de carbón, una heladera de hielo que mi mamá había fabricado
forrando un cajón de peras con latas. La tapa era de madera forrada también de
chapa, el calentador a kerosene, kerosene, parrilla.
La parte trasera del auto tenía una especie
de parrilla de metal que sostenía una canasta que nos prestó el panadero del
barrio. En ella iban bolsos y restos del equipaje, como los comestibles, cosa
de no gastar nada allá.
Nos íbamos 10 días a Córdoba, íbamos a
conocer las sierras, acostumbrados a nuestros campos sembrados en aquel
entonces de trigo, maíz, lino y girasol.
El vecino panadero le sugiere a mi papá que,
dada la aventura, llevara un arma por el riesgo que implicaba el viaje con toda
la familia y de esta forma tan precaria. Esto solo nos despertó risas.
El auto iba recalentando lo cual implicaba
parar cada tanto a poner agua al radiador, Cuando veíamos un cartel que decía
“Velocidad máxima a 50 km.”, mi papá nos preguntaba cómo íbamos a hacer para
cumplir, ya que a duras penas llegábamos a 40. Esto hacía que nos riéramos
todos y continuáramos cantando. Teníamos un aspecto bastante cómico y más de
algún cordobés admirado nos dijo algunos chistes sobre la “pinta” de estos
excursionistas.
Luego de 12 o 14 horas de viaje llegamos a
Villa María. La inexperiencia hizo que estacionáramos el auto debajo de un
puente, sobre el lecho de un río seco, según nosotros.
Pues a la noche ese río seco creció. Y vino
con furia, lo cual nos obligó a salir muy apurados del plácido lugar que
habíamos descubierto.
Conocimos un zoológico, conocimos que los
ríos cordobeses no son tan tranquilos como la laguna de Melincué a la que
estábamos acostumbrados a frecuentar. Nos bañamos muy tranquilos creyendo que
era como esa laguna lo cual hizo que a mí me tuvieran que rescatar porque la
corriente me llevaba.
Al día siguiente partimos para Rio Ceballos,
donde pensábamos acampar. Así lo hicimos al lado de un río, lo cual nos mostró
la maravilla que es dormir escuchando el canto maravilloso del agua entre las
piedras.
Nos lavábamos la cara a la mañana en el río,
luego desayunábamos y partíamos los seis juntos con ramas como bastones,
descubriendo la belleza de ese lugar. La lonita y las colchonetas cumplieron su
función, comimos cada día los manjares que cocinaba mi mamá y fuimos
tremendamente felices, viaje nunca superado por tantos que vinieron después.
Este tuvo el sabor del descubrimiento. Ningún inconveniente impidió que
cantáramos cada día y que conociéramos Córdoba de la cual nos enamoramos.
Al regreso, mi papá tuvo que tirar los
zapatos, cuyas suelas se habían quemado con el piso del coche, pero cumplimos
el sueño de hacer las primeras vacaciones.
Genial, genial y divertido, realmente inolvidable! Y cuánta unidad familiar. Felicitaciones!!!!!!!!
ResponderEliminarElena, que hermosa postal nos regalas, un viaje inadmisible en esta época donde prima el confort y la imagen. Lejos de aquella aventura familiar que nunca el tiempo borrará de tu mente.
ResponderEliminarHermoso.