martes, 20 de mayo de 2014

La Navidad de Francisco

Por Ana María Miquel

Como todas las mañanas, Francisco estaba tomando sus mates solo en la cocina, mientras el resto de la familia dormía. A pesar de ser el 22 de diciembre de 1968, ese día en Mendoza, no hacía tanto calor como para tener la puerta abierta de par en par, como estaba siempre. Pero el portazo de un auto, le hizo correr la cortina y mirar hacia la calle.
No sabía si estaba soñando o si era verdad, su hermana Elena estaba parada en la vereda saludando a un taxista, rodeada de valijas, apoyada en su bastón y sus zapatos: uno sin taco y el otro con un alto tacón. Con dificultad se arrimó a la puerta y allí Francisco la recibió en sus brazos y, como le pasaba muy a menudo, empezó a lagrimear no sabía si por la emoción de verla llegar desde Buenos Aires o porque se estaba convirtiendo en un viejo sensiblero.
Mientras la abrazaba contra su pecho pensaba en el coraje de esta mujer para venirse desde Buenos Aires a Mendoza en tren, cargada de bultos y dándoles semejante sorpresa. Nadie sabía que venía, ni siquiera Francisco. Entre ellos existía esa relación que a veces se da entre hermanos y que es algo fuera de lo común. A pesar de la distancia, congenian tanto como el pan con manteca y café con leche.
Ya se despertó toda la familia y eran puros abrazos y besos, Elena era una de las tías más queridas y la más desvalida. Pero no quería pasar Navidad sola en su casa. Y sabía que en lo de su hermano sería muy bien recibida.
Fue así como se agrandó la rueda del mate y aparecieron las tazas de leche y ella sacaba de un bolso todo lo que no podía dejar en su heladera: un dulce casero ya empezado, un pedazo de queso de rallar y dos manzanas.
La alegría de Francisco era inmensa, la tomaba de la mano le preguntaba por el resto de los hermanos, le contaba de sus hijos. Él que era tan parco de palabras se había transformado con la presencia de su hermana.
Al día siguiente 23 de diciembre por la noche, comenzaron a llegar los cuñados y cuñadas de Francisco con sus respectivas familias para preparar la fiesta del día siguiente. Esa reunión fue inesperada y como un anticipo de lo que sucedería el 24 de diciembre, pero había llegado la tía Elena y todos la querían mucho. Se fueron agregando sillas en el patio y cada una de las mujeres explicaba qué prepararían para la cena de Navidad, mientras los hombres frente a un buen vinito tinto conversaban seguramente de la última pelea de Nicolino Loche o Pascualito Pérez. Y que uno era mejor que el otro, que no y que sí. Hasta que se fueron cada uno a su casa.
En casa de Francisco aún vivían un hijo y una hija. Ambos trabajaban y salían temprano de la casa. Pero él también era muy madrugador, más ese día que tendría que poner el patio en condiciones para la noche.
Fue así como estuvo ocupado toda la mañana, baldeando patios, colocando tablones bajo la parra, las sillas, contando una y otra vez todos los que serían y si alcanzaban los lugares, bañando las plantas para que estuvieran relucientes. Y mientras tanto, su esposa y su hermana trajinaban en la cocina con los huevos y tomates rellenos para la noche, y su hermana le preparaba su plato preferido, unas croquetas dulces de arroz, que se acompañaban con un churrasco que dejaba la casa impregnada de ese olor tan particular a carne asada.
Cuando llegó el mediodía y habiendo comido los tres solos, su esposa le dice que se acueste a dormir una siesta, que ya había hecho demasiado por ese día y que todo estaba preparado. A lo cual él le respondió que esperaría a su hija, que trabajaba en el Instituto Nacional de Vitivinicultura en Mendoza y, para esa fecha, la institución regalaba a sus empleados las bebidas para las fiestas.
La hija llegó pasadas las catorce horas en un taxi y con tres cajas que el taxista le ayudó a llevar hasta la cocina: seis botellas de vino tinto, seis de blanco y seis de champagne. ¡Ah! La felicidad de Francisco le trasuntaba la mirada, qué más le podía pedir a la vida. Él que se sentaba en el patio y decía que estaba esperando la muerte. Ese 24 de diciembre quería seguir viviendo muchos años más como ese día. Cantando bajito, se fue a dormir la siesta a su dormitorio
Como a las cuatro de la tarde y estando toda la casa en silencio por ser la hora de la siesta, Elena sintió que le sacudían los pies y su cuñada le decía: “Elena, Elena! ¡Francisco tiene un ataque!.
Elena se olvidó del bastón y los zapatos y sosteniéndose de las paredes llegó a los pies de la cama de su hermano, pero ya le habían ganado sus sobrinos. Ella dijo: “Es un ataque al corazón, sáquenle la dentadura postiza, pónganle una toalla fría en el pecho y llamen a un médico”. Inmediatamente el pecho se le iba llenando de pintitas azules al igual que la cara y las manos.
A las seis de la tarde, ya se había transformado el comedor de la casa en la capilla ardiente (no existían casas velatorias) y Francisco descansaba para siempre, con su camisa nueva, hecha por su mujer como regalo de Navidad.
Todos vinieron a la casa, pero ya no hubo la algarabía del día anterior. El día anterior había sido un anticipo del destino, para reunir a toda la familia y hacerles comprender que la vida de una persona puede cambiar en un minuto, ya sea para bien o para mal.
La tristeza fue infinita.

2 comentarios:

  1. LEI TU HISTORIA. IBA TAN BIEN. LA VENIDA DE LA HERMANA DE FRANCISCO ME RECORDO A MI TIA ELSA CUANDO VENIA DE BUENOS AIRES A NUESTRO CAÑADA SECA (500KM) , YO VIVIA LO MISMO. PERO ME DIO TRISTEZA EL FINAL. SE QUE ES LA REALIDAD, PERO SOY NOVELERA Y FRANCISCO NO MERECIA MORIR EN LA VISPERA. TU RELATO ME TUVO CON LA ATENCION PUESTA HASTA EL FINAL IGUAL QUE LO QUE NARRASTE HOY. GRACIAS.

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  2. Ana Maria tu relato me llegó de tal manera que es imposible comentar.
    Sin palabras...

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