Por Susana O.
Creo que María Ignacia debe estar
levantada, se sienten ruidos en su pieza… Cada día duerme menos… las seis y
media y apenas está aclarando. Bueno, si ella está despierta, puedo empezar a
abrir. En la sala de abajo ya saqué la tranca de la persiana y la placa de
hierro de la puerta, así entra aire. De todas maneras, María Ignacia nunca va
allí, seguro que no se dará cuenta de nada. Con tal de que la puerta cancel y
la del patio queden trabadas para que ella misma abra… Llevaré el desayuno
arriba, no quiero que Isabel interrumpa su novela, ¿o está terminando el cuadro
hoy? Ayer le compré el pincel número dos que me pidió y el añil. No; debe ser
el cuadro en lo que está trabajando desde la madrugada.
—Te dije que primero me quiero bañar
antes del desayuno, Águeda. ¿A qué hora querés que me levante? Otras veces no
lo traes tan temprano.
—Pensé que no te importaría
tomarlo antes… tengo que hacer las compras. No tengo nada para el almuerzo.
—Ya que salís, llégate hasta la
perfumería y me traes Sapolán Ferrini para los pies y también Magnesia San
Pelegrino.
—Pero, escúchame, María Ignacia,
¿por qué no vas vos? Yo tengo toda la mañana de feria.
—Vos sabes muy bien por qué no
voy yo.
Estas se creen que lo único que
tengo que hacer es comprar las cosas que ellas necesitan: que óleo, que hilos y
puntillas en la Valenciana, que papel en Blejer, que jabón Manuelita o Sapolán…
Y, bueno, tienen sus cosas y a mí me sirve de entretenimiento. Es una excusa
para desviarme del camino del mercado y ver algo distinto. Ayer, con el añil me
llegué hasta la calle Mendoza y me quedé un rato mirando el río. Qué lindo
sería que alguna siesta fuéramos las tres hasta el puerto, a la estación
Fluvial y compráramos pororó y nos sentáramos al sol… Pero no se les puede
decir nada. Siempre con sus ocupaciones, su trabajo. Hace unos años me decían
que ya pronto, cuando se jubilaran, íbamos a poder disfrutar de la vida, salir,
pasear y ahora ¿en qué terminó todo? En esto: “Usted siempre apurada, señorita
Castillo, y siempre cargada con bolsos”.
Algún día voy a pintar a María Ignacia. De
memoria, no más, porque no creo que quiera posar para mí. Hoy parece tan joven
con ese camisón rosado con la puntilla color natural en la pechera y la robe de
chambre con esa tela que tiene tanta caída. Siempre fue hermosa. La más linda
de las cinco hijas de los Castillo, siempre dijo todo el mundo. Y no porque sea
la más chica sino porque es así no más, es linda. Es linda y se cuida tanto…
Hace bien en cuidarse y hacerse tanta ropa… Lástima que no se casó. También con
ese sinvergüenza de Rodríguez que la hizo esperar toda la vida… Ya noviaba
cuando se casaron Palmira y Rosario …
¿Y qué tendría? Apenas veinte
años… Y le alargó la promesa de casamiento hasta hace muy poco, unos cinco años
atrás, Yo ya había dejado la escuela “Pestalozzi”… Ella todavía ejercía en la
escuelita del Matadero… Y tendría cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años…
¡Qué inescrupuloso!
—Vos me estuviste usando otra vez el champú,
Isabel.
—Si vos sabés que no uso champú,
que me lavo con jabón de lavar…
—Pero el frasco estaba por la
mitad, yo lo marco cada vez que lo uso.
—No sé qué habrá pasado, María
Ignacia; yo no te lo toqué.
Isabel cree que me chupo el dedo.
Me tiene harta usándome todas mis cosas, mi jabón, mi crema, el champú. Y no
sólo los elementos de tocador porque ella no compra nada. Como si no cobrara el
sueldo de directora. Para hacerse la víctima, ¡con jabón de lavar en vez de
champú! Hasta las enaguas me usa. Ayer cuando subí a la terraza estaba mi enagua
rosa hecha un bollo en la pileta. Y que era la mía, era mía, porque tenía la
puntilla que yo tejí. Me dice que la habría usado yo. Como si yo no supiera lo
que me pongo y me dejo de poner. Y eso que tengo todas mis cosas bajo llave.
—¿Vas a sacar la tranca y la
placa de la puerta cancel, María Ignacia? Tengo que ir al mercado…
—Con el pelo mojado no puedo
bajar. ¿Querés que me resfríe? ¿No podés esperar? Me iba a marcar y secar. Y
bueno, sacala vos hoy. Pero dejá las llaves, yo después las guardo.
Si por mí fuera, yo las sacaría
siempre o no las pondría y asunto arreglado. Pero ella quiere asegurarse de que
estuvo bien puesta. No sé qué puede importarle si la noche ya terminó y no
entró nadie… Tanto miedo, pobre María Ignacia … Placa de hierro en todas las
puertas que dan al patio, a la terraza o a la calle; trabas en todas las
persianas; cerrojos en todas las puertas; barrotes hasta en el respiradero del
baño. Menos mal que en las ventanas las rejas son artísticas, sino parecería
que vivimos en una cárcel… Y yo que todavía no tengo preparado el menú para hoy…
Para el té tengo tarta, así aprovecho las manzanas que herví para el jugo de
María Ignacia y para el almuerzo haré suflé de zanahorias. Ella necesita comer
mucha zanahoria para la vista. No me puedo acordar si la semana pasada hice
suflé o simplemente las comimos con aceite y vinagre. No es cosa de que les
esté dando siempre lo mismo… “¡Hermana! Cómo se ve que ya no nos querés cocinar
más”, me dirán. Y cómo no voy a querer cocinar si es lo único que sé hacer.
Mamá siempre decía; “¡Águeda es mi mano derecha, es la segunda mamá de
ustedes”. Y Luis María me llamaba “Mamita”. Pensar que ya hace quince años que
murió y quince años que no vemos a su mujer y a sus hijos. Lo mismo que a
Palmira y Rosario y a sus familias. No… miento. A Palmira y a la nena más chica
las encontré por casualidad en el cementerio hace dos años para el aniversario
de mamá. ¡Pobre Luis María! Si viviera ahora estoy segura de que charlaríamos
tanto… “Águeda” –me decía– “vos tenés que tener tus propios hijos, nosotros
somos tus hermanos, no pierdas tiempo ni desperdicies afecto … Aprovechá ahora
que sos joven, la vida es corta…” Pero la vida no es corta, es corto el momento
feliz cuando todo promete y no se ha elegido aún … La vida es larga, hermano,
larga la lucha, larga la amargura, larga la ausencia … o la soledad … No sé por
qué anunciarán las telenovelas con esa voz de Oscar Casco… “Teleteatro de la
tarde con Nené Cascallar y…”
—Isabel… ¿No venís? Ya empezó la
novela.
—No puedo dejar acá, Águeda. Se
me seca la pintura y tendría que poner en aceite los pinceles. Poné el
televisor más fuerte.
— Otro adefesio para colgar en la
casa. Y vos y yo, Águeda, aguantándola.
Y para qué mirar la novela de todas maneras?
Ya desde la primera entrega sabía en qué iba a terminar toda esa historia… que
el enamoramiento, que la distancia, que el reencuentro, que las peleas, que el
final feliz… Y así siempre. Todo lo contrario de lo que yo siempre escribo en
mis cuentos y de lo que yo sé. El final feliz no existe nunca, es una invención
de los productores. Siempre cualquier historia debe terminar con un final que
significa vejez o el paso del tiempo u olvido o muerte. Y nada de eso es feliz.
“Ponelo más fuerte, Águeda”. Es así: el correr del tiempo, la vejez, la muerte…
Una vez que termine este cuadro lo voy a poner en el descanso de la escalera
para que tenga luz del día de la ventana y la luz de la araña del íntimo de
arriba. En la escalera estarán todas las épocas de mi pintura. Ésta es la época
final.
—¿Qué tejés, María Ignacia?
—Una puntilla para una blusa que
me voy a hacer; vi los moldes en el “Para ti”. ¿Y vos no tejés? No sé cómo
podés estar sin hacer nada, Águeda. Yo tengo que tener las manos siempre
ocupadas. Si no, me muero. Tengo que armar una pollera… ¿No querés
hilvanármela?
—Traela… Te la hago antes de
preparar la cena.
¿Dónde la habré dejado? No sé si
en el placar del medio o en el de la parecita de enfrente. Cada vez pesa más
este llavero… Siempre digo que voy a ponerle número a las llaves y siempre por
una cosa o por otra me olvido y tengo que probar todas antes de encontrar la
que va. ¡También! Uno en su propia casa tiene que tener todo cerrado con llave
y llevarlas encima todo el tiempo porque te sacan hasta lo que llevás puesto. Basta
con que me olvide algo afuera para que desaparezca. Isabel me tiene cansada.
Con su intelectualidad y sus modales engaña a todo el mundo. Menos a mí. Hasta
la ropa nueva que tengo sin estrenar me saca y me usa y ni siquiera le interesa
el monograma que bordo en cada cosa –MIC- María Ignacia Castillo.
—Águeda, timbre.
—Yo no oí nada. Asomate, a ver…
—No puedo dejar esta vuelta
porque se me van a perder los puntos. Bajá vos, Águeda.
¿Traeré el té ya? Me voy a llegar
hasta la panadería para ver si hago tostadas. Así con la jalea de membrillo y
la tarta de manzanas… Puede ser que Isabel tome el té con nosotras… siempre encerrada
trabajando en su pieza…
—¿Quién era, Águeda?
—Nadie. No habían tocado. Salgo
para hacer algunas compras.
—Cerrá bien las puertas.
… Cerrar bien las puertas, que
nadie vaya a entrar, que nadie nos vaya a robar lo que tenemos. ¿Qué tenemos?
Cuadros que pinta Isabel, puntillas que teje María Ignacia, recuerdos que tengo
yo. ¡Y quién quiere eso? No importan a nadie, salvo a nosotras mismas. Así que, ¿Para qué encerrarse? ¿Por qué no dejar
que entren y nos alivien un poco de tanto peso y de tanta memoria?
—¿Sabés que me parece, Agueda?
—No… Traje el té porque ahora
viene la novela de las cinco. Así no nos perdemos nada. Te traje el Sucaryl,
María Ignacia.
—… voy a hacer poner un portero
eléctrico, así no tenemos que bajar cada vez que suena el timbre.
—Pero, salvo el sodero que viene
a la mañana los lunes y jueves, pasan días sin que suene el timbre. ¿Para qué
portero eléctrico? Para que los chicos cuando salen de la escuela se tienten?
Pasan días sin que nadie toque el timbre. “Se enfría, Isabel”.
—Traemelo acá, Águeda. No puedo
dejar esto.
Yo lo voy a hacer poner, de todas
maneras. No porque piense tener todo el santo día la puerta sin cerrojo y
solamente cerrada por la traba del portero que no ofrece ninguna seguridad,
sino porque uno puede identificar bien al que viene y ya saber de quién se
trata cuando se baja a abrir. Hay tanto sinvergüenza suelto. Sin ir más lejos,
a Águeda le contaron que habían asaltado la tintorería de la otra esquina…
—Isabel, no puedo encontrar la aguja fina de
crochet.
—Vos sabés que yo no tejo crochet…
—No, pero me la sacás por gusto
de hacer daño, nada más. Seguramente te llevás todo lo que me sacás a esas
reuniones a las que vas los lunes y se las das a Merceditas o a cualquiera de
esas porquerías de amigas que tenés y que son todas unas busconas.
—Busconas que pasan los sesenta
años. He estado todo el día en mi habitación, dejate de hablar pavadas, María
Ignacia.
—No habrá sido hoy. Cualquier
otro día…
… me tiene harta, alguna vez no
me voy a poder controlar y la voy a matar. La voy a matar. Siempre con su
airecito de suficiencia ¡ladrona! Si me pudiera ir de aquí y no tener que
verles más las caras a ninguna de las dos, viejas y feas. Viejas y feas y
achacosas y ladronas. Tener que encerrar todas mis cosas con llave y no tener
la libertad de un día poder estar sola sin vigilar… y estar sola y no escuchar
día tras día acusaciones estúpidas, de robos inverosímiles y tener las ventanas
abiertas al día y a la gente y poder escribir y pintar y tallar tranquila y
hacer que el mundo de allá afuera reconozca mi obra y ser famosa, famosa, y un
día, cuando yo ya no esté que me recuerden y digan: “Sí, de Isabel Castillo, la
pintora”… y cómo irme y dejarlas si no pueden vivir sin mí, si no saben
valerse, si no pueden estar juntas. No siempre fue así; antes la casa estaba
llena de gente y venían las amigas de las chicas y sus compañeras de trabajo y
hablaban de escuelas, de sus alumnos y venían los novios y yo les servía el té
y cuidaba de que todo estuviera bien, de que todas estuvieran contentas, de que
mamá no se cansara… “No desperdicies afecto, Águeda, vos tenés tu propia vida”,
me decía José Luis en sus visitas breves. ¿Mi propia vida? ¿No es ésta? La mía,
la que no quise cambiar, la que no supe o no pude cambiar…
—Cuando terminemos de tomar el
té, ponemos las placas en las puertas de abajo así después me puedo arreglar
los pies y acostarme temprano.
—Son apenas las seis. Todavía hay
luz. Bueno, está bien, María Ignacia, esperá que lavo todo. Después, pongo las
trabas en las ventanas y te llamo para las puertas.
—Apurate, que los pies me llevan
mucho tiempo.
… Sí, pondré las trabas, las
placas de hierro en las puertas, los cerrojos. Las trabas en las puertas para
que no entre el infierno de la calle o para que no salga el infierno de la casa…
Y así lo haré siempre mientras ella lo necesite para su tranquilidad. Y así se
hará mientras yo lo quiera. Y así se hará, mas yo siempre estaré fuera de aquí.
Susana he quedado maravillado con tu prosa. Me gusta como pintas tus personajes, le das vidas y nos muestras sus miserias, ademas de intercalar elementos que nos muestran la tendencia de una época.
ResponderEliminarExcelso, me inclino ante usted señora escritora...
Mi querido Luis.. gracias por tus elogios, estimulan para seguir escribiendo.Pero son mis tías solteras las que me han dado material para escribir todo esto. Hay veces que reproduzco textualmente sus palabras y llevo imágenes (que trato de escribir) grabadas a fuego en mi mente. Gracias otra vez. Susana Olivera
ResponderEliminarGenial el relato, parece estar viendo las escenas.
ResponderEliminarPor casualidad, Ma. Ignacia no era Directora del Normal Nº 1?
Hola Alicia:
EliminarNo, fue directora de la escuela Pestalozzi, allí se jubiló.
Cariños
Susana Olivera