Por Norma Pagani
Un día mis padres, que vivían, igual que nosotros, en Cañada
Seca, un pequeño pueblo del noroeste, de la provincia de Buenos Aires,
limitando con Córdoba y Santa Fe, en la zona llamada por la Policía como
Triangulo de la Bermudas, en su Ford 100 destartalada, vinieron a visitarnos al
campo, ubicado a diez kilómetros del mismo, donde pasábamos los fines de
semana, y las vacaciones de invierno y verano desde 1977, cuando la familia
separó los campos y cada uno construyó su vivienda.
Desde lejos, se oía
el ruido del motor gasolero, mientras los novillos corrían asustados por el
campo recién sembrado.
Andrea y Verónica ambas de 7 y 5 años –María Laura, aún no
había nacido– acudieron rápidamente hacia la tranquera de ingreso al cuadro de
la casa dando gritos de alegría, ya que adoraban a sus abuelos, que siempre
traían golosinas y alguna sorpresa.
Después del recibimiento cargado de besos y abrazos, se
acercaron con una calabacita que hacía ruido.
“Es un mate”, dijo mi papa, “noté que no tenían para cebar
los amargos que tanto me gustan, antes de almorzar o cenar y se lo pedí a un
amigo, que es experto en elegirlos.
-Hay que curarlo, durante siete días, con yerba usada sin
azúcar, pero antes deben cortar la boca con mucho cuidado. Lo ideal sería un
bisturí de cirujano, pero como no hay un cuchillo filoso es igual y no se
olviden de guardar las semillitas. El año que viene se siembra y tendrán mates
para usar y regalar.
Al día siguiente, después de un cuidadoso y prolijo trabajo
quedó lleno de yerba y listo para su “curación” como le decían en el pueblo.
La semana siguiente, cuando vinieron nuevamente, trajeron a
los nonos, los padres de mi esposo y un asado con sus ensaladas. Prendieron el
fuego frente a la casa, en el suelo, ya que no había parrillero en el campo. Se
pusieron a conversar.
Las nenas desaparecieron. No se las oía. Habían prendido la
cocina a leña, se notaba por las ventanas abiertas y el humo que salía. De
pronto, se acercaron a la puerta y pidieron silencio y ojos cerrados. “Abran”,
dijeron a coro. “Sorpresa”.
“El mate –dijo mi papá– y cebado por mis nietas”. Una tenía
la pava con una servilleta en la manija para no quemarse y alejada para no
tiznarse la ropa; mientras que la otra invitaba a todos a compartir esa delicia
que solo en el campo tenía un sabor especial por la pava y la yerba añejada por
el poco uso.
Terminaron las vacaciones y lo quise llevar a mi casa del
pueblo.
“No –me dijo mi esposo– es del campo. Solo en este lugar lo
disfrutarás por la cocina y la pava”. No dije nada, pero me quedé con la duda y
los deseos de disfrutarlo. No se dio.
Las chicas crecieron, terminaron la secundaria y en las
décadas del 80 y 90 se vinieron a Rosario. El mate quedó olvidado en un rincón
del aparador. Solo se usaba ocasionalmente, ya que durante mucho tiempo usé
edulcorante y él era solo para amargo. Además, fuimos espaciando las visitas y
mi esposo no era muy adicto a esa bebida.
Nos vinimos a vivir a Rosario en 2004, cuando obtuve mi
jubilación como maestra y viajábamos al pueblo cada treinta días. Yo casi no
iba al campo.
Quedó olvidado.
El año pasado, entraron a la casa los dueños de lo ajeno.
Todo revuelto y desordenado. Descubrí el mate. Al verme con él en la mano, mi
esposo me dijo: “¿Quién se va a llevar algo sin valor? Lo miré y pensé: “Tantos
años deseando tenerlo y va a terminar en manos extrañas que lo van a usar como
pelota o aplastar con el pie”. Lo tomé y lo guardé en el auto, por si se
arrepentía y me lo hacía dejar.
Así fue como pasó de un mueble a otro. Con el precio de la
yerba, se buscan mates más pequeños y mi interés por él ya había decaído.
Al pedir el profesor un objeto para narrar una historia fui
al pueblo, donde guardo mis recuerdos a buscar algo.
Cuando mis ojos se posaron en el pensé: ¿por qué no?
Me senté a escribir. Me llegaron todos los recuerdos,
sabores, olores, ruidos y sentimientos que estaban escondidos en un rinconcito
de mi mente.
Las risas de mis tres hijas y mis sobrinos Mauricio y
Silvana, jugando a la casita o chapoteando en el tanque.
Los ladridos de Diana y Puchito corriendo las ovejas o
ayudando a los hombres a entrar las vacas al corral.
Los granos de maíz que Zorrino y Pampi, el caballo y la
yegüita, comían de nuestras manos, mientras mi suegro, con más de ochenta años,
entraba orgulloso montado en su tordilla con el balde de leche que había
ordeñado a Pochocha, la vaquita de mis hijas.
Los días de yerra, cuando venían los primos y se hacían
asados, regados de buen vino, ginebra y las empanadas, pasteles y palmeritas
que hacían mi suegra y mi mama.
Las carneadas de cerdo, donde los sabores de la cebolla de
verdeo, se mezclaba con la pimienta y el clavo de olor, hervido en vino,
mientras las risas de los hombres solo se apagaban para saborear un espumoso
amargo previo a la comida; mientras se escuchaban las bochas al chocar y la
taba al clavarse en el piso de tierra, o los grupos cuando alguien decía:
“Truco”.
El ruido de la rueda del molino al sacar agua fresca para
que los animales y personas saciaran su sed; mientras las mujeres refrescábamos
las bebidas, regábamos el patio y el olor a tierra mojada se impregnaba con el
humo del asado.
Los tractores y el Ford Falcon, que tanta tristeza nos dio
al cambiarlo por la Ford 100, que nos parecía que habíamos tocado el cielo
cuando la trajimos de la agencia de Laboulaye.
El trigo maduro, las perdicitas, los teros anunciando la
visita, los balidos de los animales, las lechucitas paradas en el poste, que
hoy la fumigación ha extinguido, la luna saliendo entre las plantas, la cama de
los abuelos que vino de Italia. Cuántos recuerdos, cuánto olvido, cuánta
añoranza...
Hoy el mate, que para cualquiera sería algo que no llamaría
la atención, está en Rosario y es el protagonista de esta historia, pero que ya
no es para mí lo que fue ayer.
Nuevamente cambió de aparador.
Realmente me dejó una sensación de ternura e identificación. Hermoso. Felicitaciones!
ResponderEliminar¡Que buen relato! para quienes alguna vez tuvimos la ocasión de vivir en un campo es una vivencia inolvidable que un citadino no llega a comprender.
ResponderEliminarGracias por el recuerdo.
Un abrazo.
¡Cómo las cosa más simples pueden llenarnos el corazón de felicidad!. Decís que "no es para vos lo que fue ayer", sin embargo, cuando lo tuviste en tus manos, con el calor de ellas surgieron los duendes y mirá cuantos recuerdos! Dejalo estar, no te desprendas de él. Dice un autor: "...las cosas nos trascienden..." ¡Bello relato! CARMEN G.
ResponderEliminarAyer mi nieta Avril lo tomo en sus manos y me pregunto si era el mate del cuento. Hace años que no lo uso. En honor a vos mañana me voy a tomar unos ricos amargos.Gracias por tus palabras y por hacerme notar que debo usarlo-
EliminarRecién recorriendo los relatos me encontré con tu respuesta. Gracias! Cuántas similitudes nos unen!. CARMEN G.
EliminarGracias Luis por tus lindas palabras. Despues que lo publique me acorde de las costeletas con huevos y papas fritas que cocinamos en la cocina a leña con toda la familia. (cada uno por razones de trabajo y distancia no puede ir) y cuando fueron mis nietas por primera vez. Muchos recuerdos que me hacen saltar lagrimas.
ResponderEliminarBuenísimo Norma, Te felicito.
ResponderEliminarDescripción exacta de la realidad mezclada en la historia.
Me alegra que sigas con tu gusto por la lectura y la escritura, tan bien aplicada en los niños de la escuela en donde trabajabamos juntas, me trae muchos recuerdos. Besos
Que grande mi madre!!!! Felicitaciones...
ResponderEliminarAl leerlo tengo añoranzas de mi maestra de 4 y 5 grado (VOS!!!) despertando en mi la pasion por la lectura y el escribir...
Nunca es tarde...Vamos por mas
Andre
Querida Nona
ResponderEliminarMuy buen relato el que escribiste sobre el mate de Cañada Seca, me gusto y ojala que sigas publicando historias como estas.
Sofi, tu nieta