Por Elena Itatí Risso (Firmat,
1943)
Yo estaba en tercer año del
secundario de la única escuela secundaria pública y mixta del pueblo. Muy
conforme con las barritas de amigas y amigos.
Pero sucedió que vinieron las
monjas al pueblo y pusieron la Escuela Normal. Para el pueblo fue toda una
novedad y también un motivo de cambios. Mis hermanas y mi mamá pensaban que, al
ser yo la más chica, sería bueno que pudiera acceder a una “mejor educación”,
falacia muy común en estos pagos.
Yo resistí bastante, pero al
comprobar que mis compañeras pasaban al Normal, acepté seguir en el colegio.
Además, uno de mis anhelos de niña fue ser maestra.
Mi primera impresión fue
descubrir estas mujeres que buscaron una vida dedicada a los demás, lo cual
despertó profunda admiración
Yo tenía una especial vocación
por buscar ideales, tanto que me había hecho un cuadrito con una frase de José
Ingenieros y lo había colgado del respaldar de mi cama:
“Si pones tu proa visionaria
hacia una estrella, y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de
perfección y rebelde a la mediocridad, es porque llevas en ti el resorte
misterioso de un ideal”.
Esta frase, leída todos los días,
me decía mucho. Entre esto y el descubrimiento de la vida que hacían las
religiosas, poco tardé en decir que el Señor me llamaba para mejorar o, mejor,
para cambiar la Humanidad
Y lo empecé a sentir cada vez con
más fuerza y convencerme que era una “llamada divina”.
Mi familia, simple, de
religiosidad común, se opuso en forma terminante. Pero para un adolescente nada
mejor que la oposición paternal para llevar a cabo un propósito. Con la
altanería propia de mi edad, enfrenté su oposición a la llamada del Señor. Casi
sin posibilidades de que sus miedos sobre mi felicidad tuvieran injerencia en
mis decisiones.
Al terminar quinto año y ya
recibida de maestra, comunico mi voluntad firme de ingresar en la congregación.
Esto desató llantos de impotencia
de mi madre, poco acostumbrada a la sublevación de un hijo, el dolor callado de
mi padre y el acompañamiento silencioso de mis hermanos, donde quizás se
mezclaría un poquito de admiración por la férrea decisión tomada,
acontecimiento único en la familia donde siempre se obedeció sin chistar
Llegó el día estipulado, me
acompañó una de mis hermanas y viajé a Córdoba, a una casa de descanso donde
estaban novicias y postulantes
Llegar a ese lugar, donde había
cerca de 30 jóvenes casi de la misma edad, para mí fue tocar el cielo.
Despedí a mi hermana con cierta
consideración por sus lágrimas, pero yo estaba feliz.
Era un sueño cumplido, una vida
que pensaba dedicar a Dios y a los demás y el deseo de hacer todo de la mejor
manera.
Continuaron así 11 años, en los
que estudié, viajé, sufrí y fui feliz. Pero había una incongruencia entre mi
voto de pobreza y la realidad que vivíamos.
La misma Iglesia reclamaba en esa
época, la sinceridad con respecto a consagrarse sobre todo a los que menos
tenían. Y yo tenía que ejercer ese mandato siempre contrariando a mis
superiores, cuya ideología no congeniaba con los mandatos de los últimos
documentos oficiales de la Iglesia.
Cada vez se hacía más difícil ser
fiel a mí misma, trabajar con la gente pobre, dedicarme a lo que primitivamente
pensamos era el mandato evangélico
Al mismo tiempo, yo había
estudiado, había crecido, había conocido el compromiso con la gente y todo se
daba de bruces contra la institución.
Corría el año 1971, viajo a Chile
a estudiar y descubro el compromiso político en plena efervescencia del proceso
socialista.
Ya nada fue igual.
Esto marcó mi vida para siempre.
Que dura esta semblanza de una vocación tan fuerte y la política del Opus Dei.
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